Prohibido cantar (y enamorarse) en la oficina
El jefe no debía estar allí.
Eran las once de la noche. El edificio estaba casi vacío, los pasillos oscuros y el piso cuarenta y ocho, la zona restringida, era territorio exclusivo del silencio. Lía Monroe fregaba el mármol con movimientos rápidos, intentando terminar antes de que el sueño la venciera.
Llevaba los audífonos puestos y tarareaba a todo pulmón una canción de Adele, mientras agarraba el trapeador fingiendo que era el micrófono. Como si cantar pudiera espantar la sensación de estar sola en medio de tanto vidrio, acero y éxito ajeno.
Entonces, la puerta se abrió.
Ella no lo notó. Estaba arrodillada frente al ventanal, concentrada en borrar una mancha de café seco cerca del escritorio más importante del país: el de Ethan Blackwell. El dueño de todo eso.
Cuando se incorporó con el balde en una mano, se giró y ahí estaba él.
De pie.
En traje.
Con el ceño fruncido. Y mirándola como si no supiera si despedirla… o preguntarle qué demonios hacía cantando "Someone Like You" mientras usaba su cepillo de cerdas industriales como micrófono.
Lía se quitó los audífonos de golpe.
—¡Perdón! —jadeó, completamente sonrojada—. No sabía que… creí que ya se había ido todo el mundo.
Él no respondió de inmediato. Observó el balde a sus pies, el trapo en su mano, la coleta despeinada y la camiseta blanca con el logo de la empresa de limpieza. Después, su mirada subió a sus ojos.
Grises.
Tan grises como el cielo justo antes de una tormenta.
—¿Y tú eres...? —preguntó con voz grave, sin moverse un centímetro.
Lía tragó saliva.
—Lía Monroe. Turno nocturno. Estoy… limpiando. —Levantó el trapo como si hiciera falta una prueba.
El silencio volvió. El reloj marcaba las 11:07 y el piso parecía congelado en el tiempo. Ethan dio un paso hacia ella.
Un solo paso. Pero bastó para que Lía retrocediera dos.
—No tienes autorización para estar en esta oficina —dijo él, sin levantar la voz. Pero esa calma contenía más filo que una amenaza.
—La supervisora me dijo que el despacho estaba libre. Siempre está libre a esta hora —se apresuró a explicar, con la dignidad colgando de un hilo.
Ethan caminó hasta su escritorio, pasó un dedo por la superficie del mármol y lo miró con indiferencia.
—Estás despedida —dijo entonces, como si anunciara que iba a cambiar de corbata.
Lía parpadeó.
—¿Qué? ¡No! ¡Solo estoy haciendo mi trabajo!
—Con música a todo volumen y bailando con el trapeador —replicó él, finalmente alzando una ceja—. Este lugar no es un club nocturno.
—¿Usted nunca ha cantado mientras trabaja? —disparó ella sin pensar.
Y por primera vez, algo en la expresión de Ethan Blackwell se rompió. No mucho. Apenas una g****a. Como si no esperara que alguien le hablara así. Como si nadie lo hubiera hecho en años.
—No —contestó, seco.
Lía respiró hondo. No podía perder ese empleo. No ahora. No con la deuda del hospital, la renta y su hermana menor durmiendo sola en casa.
—Mire… puedo prometerle que no volverá a pasar. No voy a cantar, no voy a respirar si quiere. Solo… no me despida, por favor.
Ethan la observó. En silencio. Como si intentara leer algo más allá de sus palabras. Como si le molestara sentir un mínimo de duda. O peor: compasión.
Y entonces, sin más, dijo:
—Vuelve mañana. Pero a limpiar el piso 31. Aquí, no, tienes prohibido entrar a mi despacho y con esas palabras se fue.
Sin explicar nada. Sin mirarla de nuevo.
Dejando a Lía sola, temblando… y sin saber por qué su corazón latía como si hubiera sobrevivido a una explosión.
Por unos segundos más, Lía se quedó mirando la puerta cerrada como si pudiera revertir lo que acababa de pasar solo con parpadear.
No funcionó.
Suspiró, recogió el trapo del suelo y se dijo a sí misma que al menos no la había echado. Bueno… no completamente. La habían degradado. Mandada al piso treinta y uno, donde estaban una parte de los comedores.
Era eso o la calle. Y la calle no pagaba tratamientos médicos ni ponía comida en la mesa de su hermana.
Se agachó para guardar el trapo y notó que sus manos temblaban. No de miedo. De rabia.
¿Quién se creía que era ese hombre para tratarla así? ¿Solo porque tenía un maldito apellido con acciones en la bolsa y una sonrisa que parecía diseñada por una inteligencia artificial adicta a la perfección?
No era justo.
Pero Lía ya había aprendido que el mundo nunca lo era. Así que fregó el suelo como si le estuviera borrando la cara al tal Ethan Blackwell. Lo hizo con más fuerza de la necesaria, murmurando cosas nada santas entre dientes.
Cuando terminó, guardó todo en el carrito y salió del despacho empujando el cubo de limpieza, dispuesta a terminar su ruta lo más rápido posible.
En el ascensor, el silencio la golpeó como una bofetada.
Sin la música, sin su voz canturreando por encima del zumbido de las luces LED, el edificio parecía un mausoleo de lujo. Cada reflejo de mármol era una mirada de juicio. Cada cristal, un recordatorio de que ella no pertenecía a ese mundo.
Llegó al piso veinticuatro. Cocina. Baños. Oficinas intermedias.
Pasó el trapo mecánicamente, como una autómata. Pero su mente seguía atrapada en esa oficina con ese hombre que olía a madera oscura y dinero antiguo. Con ese tono de voz que la hizo sentir como una intrusa… y, de alguna manera retorcida, como alguien visible por primera vez en años.
Se detuvo frente a un dispensador de agua.
Se sirvió un vaso.
Y entonces pensó: ¿Qué habría hecho mamá?
La respuesta llegó sola “Callar. Apretar los dientes y seguir trabajando”.
Así lo había hecho ella toda su vida.
Pero Lía no era su madre.
Ella quería algo más. Aunque fuera un poco. Aunque fuera solo el derecho a cantar mientras limpiaba mierda ajena.
Dejó el vaso a un lado y miró su reflejo en la superficie de acero del microondas.
—No llores —se dijo a sí misma—. No hoy. No por un jefe con cara de estatua griega y modales de dictador.
El ascensor se abrió otra vez. Eran las dos de la madrugada. Hora de chequear la sala de juntas del piso veinte y después, fin del turno.
Mientras bajaba, volvió a pensar en la manera en que él la había mirado.
No como si fuera una mujer.
Como si fuera un problema. Un error que no esperaba encontrar a esa hora.
Y sin embargo, no la había despedido. Solo la había reubicado. ¿Por qué?
¿Culpa? ¿Piedad? ¿Deseo?
No. No te hagas películas, Monroe. No caigas en esa trampa de novela romántica. Él es tu jefe. Tú eres la del trapo. Punto. Los aristogatos no se gustan con gatos callejeros, no en la vida real.
Las puertas se abrieron.
Y sin saber por qué, su corazón dio un pequeño salto. Como si esperara encontrarlo otra vez del otro lado.
Pero no había nadie.
Solo silencio.
Y un edificio lleno de fantasmas que trabajaban de día y se olvidaban de las sombras que limpiaban lo que ellos ensuciaban.
*****
Cuando llegó al piso veinte, Lía se quitó los guantes un momento. Estaba agotada. El trapeador colgaba como una bandera de rendición y el cuerpo le dolía como si hubiese corrido un maratón.
El salón de juntas estaba a oscuras, pero ella conocía bien el lugar. Encendió una lámpara de esquina y comenzó a limpiar la larga mesa de cristal. Cada silla perfectamente alineada, cada pantalla apagada como si esperara a que el sol volviera a encender el juego de poder.
Lía terminó de limpiar el despacho en completo silencio. El aroma a desinfectante flotaba en el aire, mezclado con la sensación densa que había dejado el cruce con el jefe. Sentía las mejillas ardiendo y el estómago revuelto.
Ya en el ascensor, con el cubo a su lado, repasó una y otra vez el momento. “Estás despedida”, le había dicho. Pero luego, como si se contradijera a sí mismo, la había redirigido a otro piso.
Una especie de castigo disfrazado de compasión. O tal vez simplemente un capricho de rico que quiere que desaparezcas, pero con estilo.
Sacudió la cabeza.
No importa. Un día más de trabajo es un día más de comida para Emma.
Estaba a punto de salir al pasillo del piso treinta y uno cuando lo vio otra vez.
Ethan Blackwell.
Apoyado contra la pared de mármol oscuro. Con una taza de café en una mano y la mirada puesta directamente en ella, como si la hubiera estado esperando.
—No se cansa de dar sustos —murmuró ella, con el corazón encaramado en la garganta.
—No suelo bajar hasta aquí —respondió él, con calma—. Pero supongo que hoy hay excepciones.
Ella no sabía si debía seguir caminando o quedarse parada como un poste.
—¿Viene a asegurarse de que no esté cantando con el trapeador?
—No. Vengo a ver si seguías siendo tan insolente.
La frase podía haber sonado como un reproche… pero su tono tenía algo más. Curiosidad. Entretenimiento. Y, si Lía no estaba completamente loca, un toque de interés.
Ella se cruzó de brazos.
—¿Algo más, señor Blackwell? ¿O solo bajó a observar la fauna nocturna?
La sonrisa que apareció en los labios de él no era la que usaba en entrevistas ni en portadas de revista. Era más real. Más peligrosa.
—Tienes agallas —dijo, acercándose un poco—. Y algo más… algo que no sé si me molesta o me intriga.
Lía apretó el trapeador como si fuera un escudo.
—No soy una atracción, señor. Soy una empleada. Y si piensa que puede intimidarme solo porque tiene una oficina en el último piso y trajes más caros que mi renta, se equivoca.
Ethan levantó una ceja.
—¿Siempre das discursos tan apasionados después de limpiar?
—Solo cuando me subestiman.
Hubo un segundo de silencio. Y entonces, él se acercó lo suficiente como para que ella pudiera oler el café que sostenía… y algo más. Ese aroma limpio, caro, envolvente.
—Mañana —dijo él, sin apartar la vista de sus ojos—. Te espero a las nueve de la noche en el piso 48.
Ella frunció el ceño.
—¿A qué?
—Para que limpies mi escritorio… y si quieres cantar… puedes hacerlo.
Y sin decir nada más, se giró y se alejó por el pasillo, dejando tras de sí una estela de misterio… y a Lía con el corazón galopando como si acabara de vivir el primer acto de algo que no sabía si era un cuento de hadas o una pesadilla elegante.