Abro un poco los ojos y la claridad de la habitación me molesta. Me estiro y encuentro los ojos de Alexander, a escasos centímetros de los míos, observándome divertidos. —Buenos días, dormilona. —Buenos días —respondo—. ¿Qué hora es? —Un cuarto para las diez. —¡Qué! Y, ¿por qué no me habías despertado? O, ¿acabas de despertar? Sonríe divertido. —Estoy despierto desde las ocho y media. No te desperté, porque te he dicho que me encanta verte dormir. —Pero y, ¿el trabajo? —He llamado para decir que no nos presentaremos —responde—. Hasta el lunes. Me restriego los ojos y me incorporo. Me cubro con la sábana y trato de arreglar mi cabello. Alexander me toma una mano y me jala hacia él. —Ven —me dice. Me acerco a él y me abraza. Busco sus labios y lo beso. El beso se vuelve

