Llegué a mi apartamento esa noche con los pies destrozados. Los tacones eran una tortura, y la cabeza me daba vueltas, no sabía que es lo que haría Lisandro, pero una cosa tenía clara, no se iba a quedar con aquello. Cuando lo vi, sus ojos ardían, aunque debo confesar que me sentí satisfecha al verlo perder la calma. Dejé las llaves en la mesa, solo pensaba en relajarme, y abrir una botella de vino. Pero algo me detuvo, sentía un aroma distinto en el aire, fruncí el ceño y encendí la luz. Me quedé sin aliento, Lisandro estaba ahí, sentado en penumbras, junto a la ventana. Había un vaso en su mano, no se movió, solo se me quedó viendo. Mi bolso resbaló de mis manos y cayó al suelo, intenté hablar, pero no pude. —¿Qué haces aquí? —logré decir al fin, aunque se escuchó más como un susurro

