Y cuando íbamos en silencio… frena. Frena de golpe, como si hubiera dicho la peor blasfemia. Me agarro del asiento. —¡¿Qué haces?! —le grito—. ¡Casi me rompes el cuello! Él me mira con el ceño fruncido. —No me digas que vas donde tus amigos. Yo abro los ojos, indignada. —¿Perdón? ¿Qué te importa? —No, Isabella, te traigo la ropa y te quedas en esta casa o en el Penthouse —dice serio, casi en tono de orden. Lo quedo viendo con esa mezcla de furia y diversión que solo él me provoca. —A tus órdenes, mi general —le digo con una reverencia exagerada—. ¿Quiere que le pula las botas también? Él me lanza una mirada que casi me atraviesa. Pero vuelve a conducir. Yo me reclino en el asiento, cruzo los brazos y miro por la ventana. Ardo por dentro. Literal. Ardo de coraje, de celos, de no s

