Julean
Nunca pensé que viviría en un edificio rodeado de bebés, mujeres hormonales y dos lobos que se creen más graciosos que yo. Pero aquí estoy. En el último piso del edificio que compramos con sudor, discusiones y muchas tazas de café frío.
No me malinterpretes, amo a esta manada… aunque no seamos lo que éramos antes.
Cata dice que me ablandé. Que desde que nació nuestra hija, no soy el mismo gruñón de siempre. Tal. Esa enana me tiene en la palma de la mano. Una risa suya y olvido cualquier berrinche, incluso los de las gemelas. Bueno… casi todos.
Dani y Daniela ahora son madres de dos pares de gemelos que corren por los pasillos como si fueran autopistas. Dos niños en un departamento, dos niñas en el otro. A veces me pierdo entre tantos nombres, pero ellas los manejan como si tuvieran radares incorporados.
Revenna vive más abajo. Su hijo es como un rayo de sol con patas. Siempre anda diciendo que su papá vive en la luna y que lo va a visitar cuando termine de construir su nave. A mí me llama -Tío Gruñón- pero luego se sube a mis hombros como si fuéramos mejores amigos.
Y luego está Kathia.
Kathia con su mirada, hilos de cocer por todos lados y su firme sonrisa disfrazada. Vive en el tercer piso con sus gemelos, esos dos terremotos que claramente heredaron lo peor de su padre, y lo mejor también, aunque a veces cuesta verlos entre tanto caos. Y sí, Cail y Neit, sus eternos lobos guardaespaldas, viven aquí también… y contra todo pronóstico, no los odio. De hecho, a veces los respeto. Pero solo a veces.
En este edificio no hay silencios. Hay llantos, risas, gritos, juguetes por todos lados y preguntas que nunca paran. Pero también hay amor, complicidad y la certeza de que, pese a todo, encontramos algo parecido a la paz.
Claro… esa paz no dura mucho. No con nosotros.
Kathia:Las telas se me resbalaron de los brazos como si compartieran mi cansancio. De verdad pensé que podría subirlas sin ayuda, pero subestimar tres pisos, más mis piernas y cuarenta metros de lino fue mi primer error del día.
—¡Ay no! —murmuré mientras los rollos caían al suelo, rodando por el pasillo como si tuvieran vida propia.
Suspiré, agachándome para recoger el primero, cuando escuché esa risa que me seguía desarmando por dentro.
—¿Asaltamos una tienda de telas o vas a hacer trajes para toda la ciudad? —dijo Neit, apareciendo como siempre lo hacía, con esa sonrisa tranquila que escondía un mundo.
No dije nada al principio. Solo lo miré mientras recogía los rollos con la misma paciencia con la que me había visto llorar por Cristopher más de una vez. Neit nunca preguntaba mucho, pero siempre estaba. Como una sombra que da calor… o como una promesa que no sabe si debe cumplirse.
—Son para el taller —logré decir al fin, con la voz más firme de la que me sentía por dentro. —Quiero que mis hijos me vean haciendo algo hermoso con lo que tengo.
Él asintió. Me alcanzó el último rollo y, al tocarme la mano, lo sentí. Ese leve temblor que no tenía nada que ver con la electricidad… y todo que ver con lo que me negaba a admitir.
—Eso hacen las madres valientes —dijo en voz baja —Y tú eres una de ellas, mi gordita.
Suspiré. Quise agradecerle mirarlo de verdad… pero en mi mente, Cristopher aún aparecía como un eco, como una huella en la arena que no se borra con el tiempo. Aunque lo intente. Aunque lo desee.
Neit no insistió. Solo me ayudó a cargar las telas hasta mi puerta, en silencio. Y yo, mientras caminaba a su lado, me pregunté si alguna vez podría mirar a alguien y no buscar en su sombra el recuerdo de otro.
Quizá no hoy.
Pero al menos ya no caminaba sola, estaba rodeada de personas que me amaban y yo a ellos.
La puerta se cerró con un clic suave, pero en mi pecho sonó como un disparo. Me quedé ahí, quieto, con la vista clavada en esa madera que me robaba todos los días la oportunidad de ser algo más en su vida. No intenté moverme. ¿Para qué? Como si pudiera del silencio. Como si mirar el vacío pudiera borrar la sombra de él que todavía habita en sus pupilas.
Escuché los pasos de Cail. No venía con su paso firme de siempre. Esta vez eran más pesados… más humanos. Se paró junto a mí, y durante un segundo, ninguno de los dos dijo nada. Como si romper el silencio fuera traicionar ese dolor que también era nuestro.
—Lo bueno… es que nos tiene a nosotros —murmuró.
Respiré hondo, con ese nudo en la garganta que solo aparece cuando el orgullo no basta para sostenerte.
—Ella jamás lo va a olvidar— respondí, bajito, pero con todo el filo que me estaba conteniendo —Lo amó como se ama una sola vez en la vida… y él la dejó como si fuera prescindible. Como si su amor no valiera nada. Lo odio, Cail. Lo odio por haberla roto y por seguir colgado en su recuerdo, como una maldición.
Cail bajó la mirada. No hacía falta que dijera nada.
—¿Eliminaste las revistas?— pregunté, porque aunque parezca insignificante, cada pedazo de él que desaparece, es una herida menos que ella tiene que tocar.
—Ya eliminé todo— dijo —Fotos, cartas, los bocetos con su inicial… hasta los que estaban escondidos en las carpetas viejas. No quiero ver a mi gordita hundirse por ese imbécil nunca más. ¿Cómo puede estar comprometido?
Apreté el puño, conteniendo algo que no sé si era furia o pena.
—Si vuelve…— dije, con la mandíbula tensa
—no va a pasar. Esta vez, no.
—No va a volver— aseguró Cail —Y si lo hace… no va a vivir para su Luna de miel.
Lo miré, por fin. Y aunque su voz fue firme, en sus ojos había una promesa compartida.
—Que no se atreva— murmuré —Porque entre la sangre y el recuerdo… yo ya elegí con quién me quedo, y no voy a dejar esta vez a mi gordita.