Entré al departamento y cerré la puerta con el peso de todo el día detrás. Me quedé un segundo ahí, con la espalda apoyada en la madera, sintiendo el eco de sus voces aún en mi piel. El pasillo olía a pan tostado y crayones, y el suelo… bueno, el suelo parecía una selva de juguetes. Mis hijos dormían. O eso quería creer.
Dejé las telas sobre la mesa y suspiré, al ver a mis pequeños terremotos, dormir. Y pensar que ya han pasado 5 años. Me dolían los brazos, pero más que el cansancio físico, era ese otro. El que nace cuando el alma lleva peso de sobra. —¿Jodieron mucho hoy?— les dije mientras los veía dormir, ya me imagino las caras de las gemelas al ver que les hablo. Ellas seguro hicieron hasta lo imposible para poderlos dormir.
Me senté frente a la máquina de coser. Mis manos rozaban el lino como si fuera papel antiguo. Quería crear algo bello. Algo que mis hijos pudieran mirar y decir -mi mamá lo hizo cuando todo dolía- Pero cuando puse el hilo en la aguja, lo sentí. Esa punzada. Ese hueco con nombre propio.
-Cristopher
A veces creo que si digo su nombre en voz alta, me quiebro. No porque lo ame todavía… sino porque todavía me duele que me haya dejado creyendo que eso era amor.
Tomé el primer trozo de tela y lo pasé bajo la aguja. El zumbido de la máquina llenó el silencio. Era un ruido extraño, sanador, pero también desolador. Porque era solo mío. Porque él no estaba aquí para verlo.
Un pequeño sobre cayó del interior del rollo. Me congelé. Lo reconocí sin abrirlo, –Malditas revistas, ¿Quien será ella?– murmure contra la revista, se que debo tirarlo a la basura para que no duela, pero
lo había guardado ahí hacía tiempo. Juré que lo había tirado… pero los recuerdos tienen la mala costumbre de esconderse donde más dolían.
No lo abrí.
Solo lo sostuve.
Y en silencio, cosí.
Porque hoy no iba a llorar por él.
Hoy, mi dolor iba a transformarse en algo hermoso.
Desperté con la cara pegada a la almohada, el cabello hecho un desastre y la espalda reclamando las horas que pasé frente a la máquina. No recordaba haberme metido a la cama. Solo sabía que, en algún punto, mis ojos se cerraron y el cansancio ganó.
Y entonces… -toc, toc.-
Un golpecito suave en la puerta me hizo fruncir el ceño. Ni siquiera abrí los ojos. Murmuré algo, creo que fue un —¿qué hora es?– aunque apenas si moví los labios.
—¡Maaaamá! —gritó una vocecita
—¡Mamáááá, tocan la puertaaaa!
Y en menos de tres segundos, dos pequeños cuerpos se me lanzaron encima como si fueran guerreros en plena batalla matutina.
—¡Despierta, mamá! ¡Tía Dani está tocando!– dijo la más inquieta, mientras el otro intentaba abrirme un ojo a la fuerza con sus deditos de gremlin.
Reí, a medias. O quizá suspiré como quien está demasiado agotada para resistirse al amor.
—Ayyy… ya voy, ya voy, ¡terroristas!— grité, medio riendo, medio llorando por dentro de lo hermosa y caótica que era mi vida.
Me senté en la cama y los observé por un segundo. Una con el cabello todo alborotado, el otro con su pijama del revés. Y pensé, mientras me desperezaba con ellos encima, que no importaba cuántas sombras quedaran pegadas a mi alma… –Ustedes son la luz de mi oscuridad.
Tocaron de nuevo. Esta vez con más fuerza. Y entre bostezos, revolví el cabello de mis bebés y me puse de pie.
—Vamos… no vayan a hacer que la tía Dani tumbe la puerta— les dije con una sonrisa que todavía cargaba restos de nostalgia —Y ustedes saben que ella es capaz.
El día apenas comenzaba cuando tocaron la puerta de nuevo. Esta vez no eran golpecitos tímidos, no. Sonaban como si quisieran echarla abajo.
—¡Ya vaa! —grité, arrastrando las pantuflas mientras uno de mis peques se colgaba de mi pierna y el otro intentaba abrir la puerta con su lanza imaginaria de juguete.
Cuando abrí, Daniela entró como un torbellino de sol, con el cabello aún húmedo y una sonrisa de esas que no anuncian paz.
—¡Quiero ver ese vestido, Kathia! ¡Vamos, vamos, suéltalo!— dijo, con ojos brillando de emoción mientras cruzaba directo hacia la mesa de costura.
Antes de que pudiera decirle que aún no estaba terminado, Revenna apareció justo detrás con su hijo pegado como koala a la espalda y una taza de café en la mano.
—¿Ya lo vieron?— preguntó, con esa voz suave que nunca engaña… pero siempre manda.
Y ahí estaban, ambas, rodeando el maniquí con el lino trabajado durante la madrugada, tocando la tela como si pudiera cantar. Daniela soltó un gritito de emoción y, sin más, se lanzó sobre mí, hundiéndome en un abrazo que me dejó sin aire.
—¡Hermoso! ¡Eres una bruja mágica de los hilos! —chilló entre risas.
—¡Y con ojeras!— respondí entre carcajadas, abrazándola de vuelta.
En ese momento, Cata empujó la puerta y entró como solo ella sabe hacerlo, con energía de comando y mirada afilada.
—Buenos días, costureras revolucionarias—dijo, sin perder el paso —Los enanos ya están desatados. vayan con su tío Julean, está haciendo panqueques.
Ni bien terminó de hablar, mis hijos salieron disparados como flechas por el pasillo.
—¡Tío Juleaaaaan, panquequeeees!
Y entonces, el grito se escuchó nítido desde el fondo del edificio:
—¡Yo no estoy cocinando, maldición, es Neit!– gritó Julean con la voz ronca, justo antes de que el sonido de carcajadas infantiles llenara todo el pasillo.
Daniela se dobló de la risa, Revenna se tapó la boca con la taza tratando de no escupir el café, y yo… yo solo cerré los ojos un segundo y sonreí.
Mi hogar era un caos, pero era nuestro.