El sacerdote, el Padre Thierry, sintió que el peso de sus ochenta años se asentaba sobre sus hombros encorvados con una fuerza renovada. Sus ojos, empañados por décadas de servicio y compasión, escudriñaron el rostro del hombre al que había conocido desde su juventud. Buscaba desesperadamente algún vestigio del chico inocente que una vez fue Jean Paul, aquel niño de dieciséis años que llegó al templo buscando refugio de un mundo que lo había rechazado en donde estaba incluida, su madre. Entonces, el Padre Thierry rompió el silencio, con su voz en susurro bajo que parecía emanar de las mismas piedras centenarias de la catedral. —Jean, hijo mío —comenzó, con cada palabra cuidadosamente elegida—. Te he visto crecer, madurar, enfrentar adversidades que habrían quebrado a hombres más fuertes.

