Cuando llegué a casa, el olor a sopa caliente me dio la bienvenida.
Mamá estaba en la cocina, con el delantal manchado y el moño algo torcido.
—Justo a tiempo —dijo, sonriendo con ese cansancio tierno que solo ella sabe tener.
—Huele bien —respondí, dejando la mochila en la silla de siempre.
Cenamos sin prisa.
Ella hablaba del trabajo, de la nueva vecina, del precio de la fruta.
Yo la escuchaba a medias, contestando con monosílabos, intentando no pensar en el día.
En realidad, agradecía su voz.
Su manera de llenar los huecos sin hacer ruido.
Si por mí fuera, la dejaría hablar para siempre, solo para no oír mis propios pensamientos.
Después recogí los platos y los lavé con agua casi fría.
Mamá se quedó en el sofá, viendo una serie vieja que ya se sabía de memoria.
Esa es su forma de descansar: volver a lo conocido.
Yo también lo entiendo.
A veces lo rutinario es la única forma de sobrevivir.
Pasé por el pasillo, la luz del televisor se filtraba bajo la puerta.
—No te acuestes tarde, Luna —dijo sin mirarme.
—Ya voy.
En mi habitación, todo estaba igual: los libros apilados, las cortinas cerradas, la manta arrugada al pie de la cama.
Encendí la lámpara y abrí el cuaderno, pero las palabras no salían.
Solo dibujé líneas y sombras, como si necesitara vaciarme de lo que el día había dejado.
Apagué la luz y me tumbé boca arriba.
El silencio se sintió diferente esa noche.
Ni pesado ni incómodo, sino… expectante.
Como si el mundo estuviera conteniendo el aliento.
Cerré los ojos.
Y fue ahí, justo antes de dormir, cuando pensé en los dos.
En Dante y en Ares.
En cómo un nombre puede quedarse girando en tu cabeza sin permiso.
Y mientras el sueño me iba envolviendo, tuve la sensación de que, al despertar, nada sería igual.
No sé en qué momento me dormí.
Solo recuerdo la sensación de estar cayendo, despacio, como si el aire me sostuviera.
El aula, el pasillo, las risas… todo se desvanecía en una niebla dorada.
Y entonces aparecieron ellos.
Primero Dante, con esa sonrisa que parece una promesa y una amenaza a la vez.
Estaba apoyado contra la pared, con las manos en los bolsillos, observándome como si supiera algo que yo no.
Su voz no sonaba, pero sus labios se movían.
No entendía las palabras, aunque sentía el efecto:
mi piel se erizaba, el corazón se aceleraba.
Luego, detrás de él, una figura más difusa se acercó.
Ares.
No sé cómo lo supe, pero era él.
Su mirada era diferente: tranquila, clara, sin exigencia.
Se acercó sin ruido, sin prisa.
El aire entre nosotros cambió de temperatura.
Noté el roce leve de su aliento cerca de mi oreja.
No me tocó, pero el silencio se llenó de esa electricidad tibia que hace que el cuerpo se despierte antes que la mente.
Dante dio un paso hacia mí, y entonces todo se confundió.
Sus manos, la cercanía, el pulso que golpeaba en mis muñecas.
No era miedo.
Era vértigo.
Sentí que alguien me rozaba el cabello, que alguien me susurraba algo que no pude comprender.
Dos presencias, dos ritmos distintos.
Uno ardía, el otro calmaba.
El deseo y la calma mezclándose en un mismo espacio.
Quise hablar, preguntar qué estaba pasando, pero mi voz no salía.
Solo ese murmullo que no era mío.
Solo esa sensación de que ambos me miraban, no como la chica del último banco, sino como si importara.
Como si yo fuera parte de algo que ellos ya sabían.
Entonces el sueño se rompió.
Desperté sobresaltada, empapada en sudor, con la respiración entrecortada.
La habitación seguía igual, pero el aire era distinto.
Abrí la ventana.
El amanecer empezaba a asomar, pálido.
Y mientras el viento me tocaba la cara, supe que no iba a poder olvidarlo.
Ni a ellos.
Ni esa sensación de haber sido vista… por los dos.
Todavía me temblaban los dedos cuando cerré la puerta de casa.
El aire frío de la mañana me despejó un poco, pero no lo suficiente.
Había dormido mal, con imágenes que se disolvían apenas intentaba recordarlas.
Solo quedaban sensaciones: el roce de una voz, una mirada demasiado cerca, un nombre que no supe pronunciar.
El camino al instituto era el mismo de siempre: las aceras húmedas, las bicicletas, los mismos carteles en las ventanas.
Pero algo había cambiado.
O yo había cambiado.
Todo parecía más nítido, como si la realidad tuviera bordes nuevos.
Crucé la puerta del edificio justo cuando sonaba el timbre.
El murmullo habitual me envolvió, ese ruido que siempre me hacía sentir invisible.
Hasta que lo vi.
Ares.
Estaba apoyado junto a la escalera, con la mochila en un hombro y una carpeta bajo el brazo.
Su expresión era tranquila, como si nada en el mundo pudiera alterarlo.
Cuando nuestras miradas se cruzaron, sonrió.
No una sonrisa grande, sino leve, de esas que se sienten más que se ven.
—Buenos días, Luna —dijo, como si fuera lo más natural del mundo.
Me quedé quieta.
No recordaba haberle dicho mi nombre.
Y aun así, lo pronunció con la calma de quien lo ha sabido siempre.
—Hola —respondí, casi en un susurro.
El pasillo pareció quedarse sin aire por un momento.
O tal vez fui yo la que dejó de respirar.
Dante apareció unos metros más allá, rodeado por su grupo de siempre.
Se reía de algo, con esa confianza que ilumina todo alrededor, hasta que sus ojos se desviaron hacia nosotros.
Fue solo un instante, pero lo noté: un gesto breve, apenas una contracción en la comisura de los labios, algo entre la sorpresa y el disgusto.
No entendí por qué me afectó.
Dante era amable con todos. Siempre.
Entonces, ¿por qué esa mirada?
¿Le molestaba que Ares me hablara?
¿O simplemente no le gustaba verme ahí, en su campo de visión?
No lo supe.
Solo sentí el corazón golpearme el pecho con fuerza, como si quisiera escapar.
Ares pareció notarlo.
Su sonrisa se suavizó, y con un leve movimiento de cabeza, se despidió antes de subir las escaleras.
Yo me quedé en el pasillo, intentando recomponer el aire, cuando Inés llegó detrás de mí.
—¿Desde cuándo saludas a los nuevos? —me susurró, divertida.
—No lo sé —contesté, y era verdad.
No lo sabía.
Porque por primera vez en mucho tiempo, alguien había dicho mi nombre… y lo había hecho sonar diferente.
El aula huele a rotulador, a galletas y a nervios.
Todavía se oyen risas por el pasillo cuando la profesora entra con su carpeta azul, la que siempre anuncia problemas.
Golpea suavemente la mesa y deja el bolso en la silla.
—Buenos días, chicos.
Silencio general.
Su tono es amable, pero todos sabemos que después de un “buenos días” así viene algo que nos cambiará la vida o, al menos, el trimestre.
—Como sabéis, este curso tendremos un proyecto anual interdisciplinar —dice, ajustándose las gafas—.
Una forma de fomentar la colaboración, la planificación y… la paciencia.
Los murmullos empiezan a multiplicarse.
—Y para que el aprendizaje sea más completo —continúa—, trabajaréis en parejas.
La palabra resuena.
Parejas.
Y con ella, el caos.
Las sillas se arrastran, los nombres se cruzan al vuelo, hay quien grita “¡yo contigo!” como si eligiera equipo para sobrevivir al fin del mundo.
Inés me da un codazo.
—Tú conmigo, ¿no?
—Claro —respondo, aunque mi voz suena automática.
Ares levanta la mirada desde su pupitre.
No dice nada, pero su gesto es tan sereno que destaca entre el ruido.
Dante, en cambio, se ríe con los suyos.
Tiene esa facilidad natural para que todo gire a su alrededor, incluso la confusión.
La profesora levanta una mano, buscando orden.
—Si no eligen compañero hoy, mañana asignaré yo las parejas.
Y no quiero que nadie se quede sin proyecto.
Inés me mira, frunce el ceño.
—Eso significa que nos puede tocar cualquiera.
—Sí —murmuro, sin pensar.
Y por alguna razón, mi mirada se cruza con la de Ares.
Hay un instante, solo uno, en que el ruido del aula se apaga para mí.
Él mantiene los ojos fijos en los míos.
No hay sonrisa esta vez, solo una pregunta silenciosa.
Una que no me atrevo a responder.
Dante nota el cruce de miradas.
No dice nada, pero se le tensa la mandíbula.
El gesto es mínimo, apenas perceptible.
Y sin embargo, me deja el corazón en la garganta.
La profesora cierra la carpeta con un golpe seco.
—Mañana quiero la lista definitiva. Ah, y recuerden: las mejores duplas son las que aprenden a escucharse.
Suena el timbre.
Todos se levantan a la vez.
Yo guardo mis cosas con calma, intentando parecer normal.
Pero mientras cruzo la puerta, no puedo evitar pensar en lo irónico que es todo:
llevo años deseando ser invisible,
y justo hoy, cuando dos miradas me encuentran, empiezo a sentir miedo de ser vista.