El timbre suena como un zumbido eléctrico que me devuelve a tierra.
La profesora todavía no ha llegado, y el aula parece un pequeño ecosistema desordenado: los grupos de siempre, los murmullos que llenan el aire, las risas que rebotan en las paredes. Yo me quedo en mi lugar, junto a la ventana, donde la luz entra filtrada y el polvo flota como si no quisiera caer nunca.
Dante está rodeado de los suyos. Es curioso cómo siempre hay un círculo a su alrededor, como si su sola presencia mantuviera la gravedad de toda la clase. No hace falta que hable para que los demás se acomoden a su ritmo. A veces creo que todos aprendieron a reír solo cuando él lo hace.
Yo intento concentrarme en el cuaderno. El margen derecho ya tiene una mancha de tinta que se parece a un eclipse. Me gusta pensar que las manchas son pequeñas fugas de pensamiento, como si lo que no puedo decir escapara por ahí.
Inés me toca el brazo.
—¿Te pasa algo?
—No —respondo rápido.
—Estás ida —se ríe—, más que de costumbre.
Sonrío por cortesía, pero ella tiene razón. Estoy ida, sí.
O quizá observando más de lo que debería.
El murmullo de la puerta me distrae. Entra una figura alta, y todos se giran como si el aire hubiese cambiado. No lo reconozco al principio, pero noto que es nuevo. Lo sé por la forma en que se detiene a mirar el aula, buscando un punto fijo entre tantas caras que ya se conocen.
La profesora aparece detrás, ajustándose las gafas.
—Clase, hoy se nos une un nuevo compañero —dice con esa voz que quiere sonar amable y termina sonando formal—. Se llama Ares Doménech. Espero que lo ayudéis a integrarse.
El apellido me golpea como un eco conocido.
Doménech.
Mi mirada se desliza instintivamente hacia Dante. Él mantiene el gesto neutro, como si la palabra no tuviera ningún peso, pero en su mandíbula hay una sombra de tensión que no estaba antes.
Yo sigo quieta.
No entiendo nada.
No sé si son familia, si el nombre es casualidad o si el destino se divierte repitiendo patrones solo para confundirme.
Ares toma asiento al final del aula, dos filas por detrás de mí. Cuando pasa cerca, noto algo distinto. Su olor es limpio, como a madera recién cortada. Sus movimientos son tranquilos, sin esa urgencia de querer ser visto.
Y por un instante —solo un segundo— me mira.
No una mirada curiosa, ni incómoda. Una mirada que se detiene, como si de verdad me viera.
Y eso me desarma más que cualquier palabra.
No escuché la mitad de la clase.
Las palabras de la profesora se deslizaban entre mi atención como si estuvieran escritas sobre agua.
Solo una idea repetía en bucle dentro de mi cabeza: Doménech.
A veces los nombres pesan más que las personas que los llevan.
Y ese, precisamente ese, no podía ser una coincidencia.
Dante no levantó la vista en toda la hora, pero su silencio tenía filo.
Esa quietud suya no era natural. Lo conozco… o al menos creo conocerlo.
Cuando está relajado, suele girar el bolígrafo entre los dedos, apoyar la espalda contra la silla, mirar de reojo al resto con ese aire de suficiencia que no le cuesta.
Hoy no.
Hoy estaba tenso, contenido, como si cada movimiento fuera una amenaza de romper algo que no debe.
Yo fingí escribir, pero solo dibujaba espirales sin sentido.
Sentía los latidos en las sienes, el aire espeso, la mirada de alguien detrás de mí.
No era Dante.
Era el otro.
Ares.
No sé por qué lo sé, pero lo sé.
Hay una diferencia en la manera en que alguien te mira cuando solo te observa y cuando realmente te ve.
Ares tenía ese tipo de mirada que no invade, pero tampoco pasa de largo.
Era… cálida.
Eso me desconcertó más que todo lo demás.
Porque en un lugar donde siempre me sentí invisible, alguien acababa de notar mi existencia sin que yo tuviera que ganármela.
—¿Estás bien? —me susurra Inés.
—Sí —miento.
—Tienes cara de haber visto un fantasma.
—Tal vez lo vi —digo sin pensar, y ambas nos reímos por inercia.
Pero no es un fantasma lo que me inquieta.
Es esa sensación extraña de familiaridad.
Como si Ares no fuera un desconocido del todo, sino alguien que ya había aparecido en un sueño que no recordaba hasta hoy.
Cuando su voz resuena por primera vez —grave, serena, sin esfuerzo—, siento un escalofrío suave, como si todo el ruido del aula se reacomodara a su alrededor.
Dante lo mira de reojo.
Solo un segundo, pero lo suficiente para que entienda que entre ellos hay algo más que un apellido.
Una historia que no conozco.
Y que, sin querer, ya me arrastra con ellos.
El cielo se tiñe de un gris indeciso cuando salgo del instituto.
Ese momento del día en que el sol aún se resiste a marcharse y el viento trae olor a hojas y metal.
Camino despacio, con la mochila a medio cerrar, y las voces de los demás se desvanecen detrás de mí como si nunca hubieran existido.
No debería pensar tanto.
Eso me digo cada tarde.
Pero mi cabeza no entiende de órdenes.
Ares Doménech.
Repito el nombre en silencio, como quien prueba una palabra nueva en la lengua.
Tiene el mismo peso que otro nombre que llevo años evitando pronunciar demasiado alto.
Dante Doménech.
El primero brilla.
El segundo… abriga.
Y sin embargo, los dos me inquietan de una forma que no sé explicar.
Doblo la esquina, las calles se vuelven más tranquilas, los escaparates reflejan mi sombra.
Ahí estoy: la chica del último banco, la que escribe para no desaparecer.
Pero algo cambió hoy.
No lo sé decir, no tiene forma, solo un eco suave que me acompaña mientras camino.
Quizá fue la manera en que Ares me miró, con esa calma que parecía reconocerme.
O tal vez fue el silencio de Dante, ese silencio que no supe leer.
Entre los dos, siento que el aire se ha vuelto más denso.
Como si el universo hubiera contenido la respiración un instante… antes de moverse de sitio.
Me detengo frente al semáforo y cierro los ojos.
Por un segundo, escucho solo el latido en mis oídos.
Luego, la voz de mi madre desde el teléfono:
—¿Ya sales? No tardes, he hecho sopa.
La normalidad siempre llega para rescatarme.
Y sin embargo, mientras cruzo la calle, algo dentro de mí sabe que ya no soy la misma.
Que hoy, sin saberlo, alguien me ha mirado de verdad por primera vez.
Y que eso —aunque aún no lo entienda— cambia todo.