Las calles seguían siendo un puto infierno, pero dentro de la oficina, el caos sobrepasaba cualquier cosa que la ciudad pudiera soltar. Después del choque de cuchillas entre Damián y Clara, la tensión estaba a punto de reventar, y la única manera de sostener los pedazos era montar un puto espectáculo que distrajera a todos los bastardos que babeaban esperando verlos caer. Fernando estaba jodidamente obsesionado con una sola cosa: apagar la mierda en la mirada del mercado, llevarles una cortina de humo que les cerrara la boca a esos hijos de puta que buscaban derribar a Vértice con cada rumor y mala noticia. Porque algo tenía claro: sin confianza, la empresa era un cadáver andante que Salazar y sus tóxicos iban a bailar sobre sus huesos. —Chingados —gruñó Fernando, destrozando un maldito

