Damián Castillo estaba tan jodidamente cansado de que le dieran la espalda y de que le pintaran la cara una y otra vez que, aquella madrugada, decidió cerrar el puñetero círculo de una vez por todas. No había espacio para medias tintas ni planes a medias, el tiempo de la delicadeza había muerto junto con su paciencia. Con el ceño fruncido y una furia contenida que parecía estar a punto de estallar, entró al despacho como una tormenta. La luz del monitor iluminaba el humo de sus cigarros y las botellas vacías de un whisky barato que ya le venía acompañando semanas. —Escuchen bien, hijos de puta —rugió—. Se acabó la jodida espera. Hoy se jalamos la pinche mesa y dejamos a más de uno con la boca abierta. El equipo le miró con la mezcla de temor y respeto que merecía. Sabían que cuando Dami

