Capítulo 7

2170 Palabras
Era difícil esclarecer en qué estado se encontraba el marqués de Ruttland, sentado rígidamente sobre el asiento y pareciendo elegir las palabras exactas para no maldecir delante de una dama. Margaret, regocijándose en su lado del asiento, lo observaba las facciones tensas, con las manos crispadas en las solapas de su chaqueta y el ceño fruncido bajo el ala del sombrero. Le dirigó a la muchacha una mirada reprobatoria, muy parecida a la que le había lanzado a Norfolk horas antes. -No me mire así. –le reprochó ella, visiblemente enfadada. -Soy yo la que debería estar furiosa con usted. Si estoy volviendo a su lado es porque no tenía otra forma de llegar a casa. Jamás le perdonaría como la había tratado en el jardín de lady Berkshire. Ruttland no dijo nada, permaneció aparentamente impasible mientras dirigía su mirada al paisaje húmedo y frío de Londres. Cruzaron el Támesis, y puede que impulsado por las cautelosas aguas del río, se giró para hablar. -¿Por qué ha aceptado la invitación de Norfolk? -preguntó, con un tono que no dejaba dudas sobre su enfado. -No tengo por qué darle explicaciones de lo que hago. Que usted esté dispuesto a casarse conmigo no nos convierte en pareja ¿sabe? Todavía soy libre de hacer lo que me apetezca. –advirtió Margaret, ofuscada. Aunque esa misma pregunta se la repetía mentalmente, una y otra vez y no encontraba una razón coherente más allá de molestarlo a él por haberla tratado de ese modo. Tampoco sería tan grave, la ópera era un lugar público y lo único que ocurriría era que estaría sentada a su lado mientras observaba la obra. ¿Qué podía haber de malo o de incriminatorio en algo así? Estaba segura de que Will era consciente de ello; había querido fastidiar a Ruttland, pero no a costa de su propia reputación o la de ella, ante todo parecía un hombre en sus cabales. ¡Más escandolosa había sido la propuesta de matrimonio de Ruttland! Era la segunda vez que pensaba en el conde por su nombre de pila, y es que por más que lo evitara, retumbaba en su mente sin poder remediarlo. -Su padre no le permitirá ir cuando sepa quién la acompaña, pero si tanta ilusión le hace asistir, no tendré ningún reparo en llevarla. -Ya le he dicho que sí al conde. –dijo, esperaba que le sirviera como excusa para desembarazarse de él, pero tratándose de George Berkley, el pedante hijo de Lady Ruttland, nada podía darse por seguro. -Yo mismo podría darle la noticia. –se acomodó en el asiento. –de que prefiere ir conmigo. Margaret lo miró fríamente. -No prefiero ir con usted. -¡Ese hombre le arruinará la vida! –gritó, lo suficientemente alto como para que ella se echara un poco para atrás, algo intimidada. El hombre respiró hondo y volvió a incorporarse. Había perdido los estribos muy fácilmente, pero ese miserable de Norfolk lo sacaba de sus casillas. A los bribones como él siempre les salía bien la jugada, por mucho que se arriesgaran, tenía alguna especie de suerte que debía brindarles la osadía o la desvergüenza. -Solo vamos a la ópera, por el amor de Dios. –se atrevió a decir Margaret, restándole importancia –Es usted el que hace unos minutos me ha ofrecido ser su esposa, no él. En estos momentos, no sé con quién arruinaría mi vida. Lord Ruttland se quedó mirándola, atónito. No solo lo había comparado con el conde sino que encima lo había dejado por debajo de él. ¿Era posible? ¿Una mujer lo estaba humillando? No sabía que era más difícil de soportar, que lo dejara en ridículo William Lowell, o la hija de un terrateniente con la absurda idea del romanticismo en la cabeza. El cochero indicó que ya estaban delante del portal de la casa de John Hamilton. Por mera formalidad, George bajó del carruaje y le tendió la mano para ayudarla, y ella la aceptó también por cortesía. Sin embargo, antes de que pudiera soltarse, el marqués, precedido por una sonrisa que no predecía nada bueno, le besó la palma a través de los finos guantes, sorprendiéndola. -Ya nos veremos, señorita Hamilton. Ha sido un placer. –cuando volvió a erguirse, Margaret lo vio saludar con una mano en su sombrero de copa a alguien que ella tenía a sus espaldas. Solo cuando el carruaje se alejó, ella dio la vuelta y vio a su padre en la entrada. Entonces entendió por qué de repente, después de la discusión, había sido tan amable. John lucía una sonrisa cargada de orgullo. ¿Debía estar contento porque ella pasara tiempo con el hijo de su gran amiga? Se acercó a él y le besó en la mejilla. -¿Qué tal ha ido? –preguntó, cuando estuvieron dentro y sentados en la salita de estar. -Papá… -comenzó, ignorando la pregunta, pues total, la respuesta que le hubiera dado sería inútil.- ¿Qué piensas de Lord Ruttland? Su padre la miró sin comprender. -Lo conocí ayer, Margaret. Pero me parece un buen hombre, tiene buenos planes de futuro. –hizo una pausa, frunciendo el ceño- ¿Por qué lo preguntas, hija? -Me dijo que ayer habló contigo. Tenía la vaga esperanza de que Ruttland le hubiera mentido en cuánto a la conversación que tuvo con el señor Hamilton sobre si ella sería o no una buena esposa. Una esperanza que se desvaneció ante sus ojos al ver que su padre se removía incómodo sobre el sillón. Sintió una punzada en el pecho ante esa leve traición por parte de su querido padre. -Sí. –comenzó.- Hablamos. Me contaba que había comprado unas tierras en Escocia. Tiene la intención de casarse en menos de un año e irse a vivir un tiempo con su esposa. –se detuvo cuando vio una cara de pocos amigos en su hija. –No te preocupes. No le ofrecí tu mano ni nada parecido. Pero la expresión de su rostro no se suavizó, sabía que aún no había terminado de decirlo todo. -Le pregunté si ya había elegido una buena mujer, y él lo negó, pero también dijo que se había fijado en una muchacha de la fiesta. Antes de poder preguntar te señaló a ti. -Y le dijiste que yo estaba soltera ¿verdad? Y que sería una buena esposa para él ¿no es así? –lo interrumpió, por primera vez enfadada con su padre. -No, Margaret. –intentó tranquilizarla.- Simplemente le dije que eras mi hija, se sorprendió y le expliqué que era tu primer baile. Amablemente, se ofreció a llevarte a actos sociales para presentarte. Al ser el hijo de lady Ruttland no me opuse demasiado, además, después hablé con ella y estuvo encantada. Fue por eso por lo que os presentó. Al ver que esta mañana has ido a la reunión de lady Berkshire junto a él, he deducido que te gustó su compañía durante la fiesta. Se levantó desconcertada, nada más lejos de la realidad. Si su padre supiera lo que era la compañía de George Berkley… Así que era por eso por lo que estaba tan seguro para cortejarla, pensaba que su padre le había dado completa bendición para hacerlo y cuando ella quisiera ir a protestar su padre le dijera que tenía su permiso para ello. Con lo que no contaba su padre era con las muestras de grosería que había tenido con Margaret. -Pues ese hombre cree que ya le pertenezco. –apostilló, cruzándose de brazos. -¿Qué dices, Margaret? ¿Ha hecho algo irrespetuoso? ¿No será que todavía no te has acostumbrado a la vida social de Londres? Puede que se comportara debidamente y a ti te pareciera que… Su hija no le dejó continuar, indignada como estaba, alzó la voz para interrumpirlo -Lord Ruttland es un impertinente, papá. Si lo que quiere es una esposa, que se vaya a otro sitio a buscarla. -De acuerdo. –John Hamilton se levantó y colocó las manos sobre sus hombros. –Cálmate. No tienes porque estar con él si no quieres, pero si lo encontramos en algún sitio, trata de ser amable.-la atrajo hacia él y la abrazó tiernamente, un gesto que logró tranquilizarla. Bien, el tema de lord Ruttland parecía estar bajo control, su padre no pretendía abrirle la puerta de la jaula para que se la llevaran a otra. No se fiaba de ese hombre, pero sí de su padre, y si ella le decía que no quería casarse con el marqués, él no daría permiso para ello aunque Ruttland se presentara en su casa con toda la corte de la reina para pedir su mano al señor Hamilton. Solo quedaba una cuestión que aclarar: ¿cómo le diría que el impresentable conde de Norfolk la había invitado a la ópera? ****************** El White’s se encontraba en el número treinta y siete de la calle St. James. William llegó con más de una hora de retraso a causa de las preguntas que una y otra vez le había lanzado lady Berkshire después de casi obligarle a pasear junto a ella por el jardín, lo que le había servido para intentar averiguar las razones de haber hecho algo tan estúpido como a dejar en evidencia a un caballero en público. Nadie podía creer que hubiera hecho tal propuesta a una joven casadera. El motivo, en realidad, era obvio. Disfrutaba sacando de quicio a lord Ruttland, e invitando a su acompañante lo había conseguido. Además, casi lo había insultado para creerse superior a todos los presentes. Se lo tenía bien merecido. No era la primera vez que se encontraba con ese dandi metomentodo en algún acto social, y su presencia se hacía más aborrecible cada una. Debía admitir, sin embargo, que tal trifulca le había servido a él para saber más cosas sobre la señorita Hamilton. Era la hija de un terrateniente acomodado, un viejo amigo de lady Ruttland. Entendió entonces como la pobre muchacha había terminado en manos de Berkley, no le extrañaría que su madre organizara todo un cortejo, un plan preparado al milímetro para que su hijo por fin encontrara una esposa conveniente. Por desgracia suya, la chica había resultado poco predispuesta a amoldarse a los gustos y las exigencias de Ruttland. Entró en el club y se dirigió directamente a la pequeña sala donde sabía que estarían Jordan y Anthony. Los encontró en una intensa y reñida partida de billar que apenas había acabado de empezar. -¿A qué se debe hoy, Will? –preguntó Jordan, el vizconde Dunhaim ,cuando lo vio aparecer. -No me creeríais. –dijo, acercándose a la mesa de juego. Era una sala pequeña poco concurrida, y en estos momentos ellos tres eran los únicos que la ocupaban. -¿Otra vez con la señorita Jazmín? –sugirió Anthony después de golpear una de las bolas y encertar en una tronera de la esquina. -Esa chica no se merece lo que le estás haciendo. Algún día te pedirá amor eterno. –Jordan se apoyó en su taco para mirarlo. -Todas las mujeres quieren eso. –se dejó caer pesadamente sobre un diván no sin antes servirse un vaso de whisky. –Aunque digan lo contrario. Intentan engañarse a sí mismas diciendo que buscan lo que yo puedo ofrecerles, para no decepcionarse. -Pero todas terminan haciéndolo. –sentenció Anthony. -No es culpa mía. –se excusó, enarcando las cejas. -¿No tienes remordimientos de conciencia al pensar en la cantidad de mujeres que se han enamorado de ti cuando tú solo buscabas acostarte con ellas? Will alzó los ojos hacia Jordan, quien hablaba mientras colocaba el taco ante la bola roja para asestarle un buen golpe. Cuando cayó dentro de la tronera, él contestó. -A veces, pero se me pasa enseguida. Lo superan con bastante rapidez, diría yo. -¿Pretendes que la decepción las lleve a un terrible sufrimiento? -Yo no he dicho eso, Wiltishire, no le deseo a nadie sufrir por semejante estupidez. -Algún día encontrarás a una mujer que no solo querrás llevártela a la cama, sino que cuando lo hayas hecho, tendrás la necesidad de abrazarla, y decirle cuanto la quieres. Te lo aseguro. -No seas ridículo, Anthony. -su amigo observaba el juego con una sonrisa burlona en los labios. –Casarte te ha vuelto débil. -Celia es lo mejor que me ha pasado. –dijo entonces, orgulloso de su matrimonio. –Existen grandes mujeres, Will, el día que te cruces con una te darás cuenta. En un acto inconsciente, Will pensó en la señorita Hamilton, con quién tendría el placer de compartir esta noche, aunque no de la manera que a él le gustaría. Pero si ella estuviera dispuesta a complacerlo de esa forma, tendría que negarse. Esa chica era la jovencita virginal a la que se suponía que no debía acercarse, pero fastidiar a George Berkley era siempre plato de buen gusto. Algo le decía, que ella era una gran mujer, pero las grandes mujeres no eran para él. -Venid a la ópera de esta noche. –dijo entonces.- Os presentaré a una.
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