Capítulo 8

2109 Palabras
Margaret estaba inquieta. Sentada en su sillón preferido en un rincón de la biblioteca, no conseguía concentrarse con el libro que sostenía entre las manos. Exasperada, tras haber avanzado apenas cinco páginas en una hora, lo cerró y lo dejó descansando sobre su regazo mientras pensaba en cómo decirle a su padre la cita que tenía al caer. Existía la remota posibilidad de que no conociera al conde, o al menos su reputación, aunque ya se imaginaba la cara de Grace cuando le contara su padre que estaba con lord Norfolk, y la de Will cuando los dos irrumpieran en la ópera como locos, buscándola por detrás de las cortinas de los palcos exageradamente preocupados por integridad física, o peor, su castidad. El reloj de pie de la salita sonó con un gran estruendo, apenas una hora, exactamente, para que William Lowell se personificara en las puertas de su casa. Salió de la biblioteca para dirigirse al despacho de su padre, lugar en el que podía pasarse una media de cinco o seis horas al día, y no más porque Margaret no se lo permitía. A John Hamilton no le gustaba que lo interrumpieran mientras estaba en esa parte de la casa, pero sin duda sería mucho mejor no interrumpirlo. Sin embargo, cuando se encontró delante de la puerta, fue incapaz de llamar. En su cabeza se sucedían las posibles situaciones que su mensaje podía derivar, todas catastróficas. ¿En qué momento había creído que su padre estaría en condiciones de dejarla salir con un completo desconocido? Y sobre todo, teniendo en cuenta lo sobre protector que era él en ese sentido. Desistió, por el momento, de comunicárselo. Aunque sabía que no podía demorarlo más, la sola idea de que le prohibiera asistir le parecía terrible. ¿Cómo podía sentirse así si hasta ahora no había experimentado tal necesidad? Parecía que desde que había catado la libertad, ya no podía renunciar a ella. ¿Tenía algo que ver con que fuera Norfolk quien la estaría esperando para asistir a la ópera? ¿Podía ser posible que ese hombre influyera tanto en su manera de comportarse? -¿Señorita? La voz de Grace parecía lejana. La mujer la había encontrado de pie, como un pasmarote, en el pasillo, delante del despacho de su padre. Se quedaron unos segundos sin decirse ni una palabra, quizá Grace esperaba a que Margaret se explicara de alguna forma, pero no dijo nada. La muchacha vio que estaba visiblemente preocupada, casi angustiada. -Señorita. –volvió a repetir, con un tono mucho más urgente -¿Qué hace aquí el conde Norfolk? ¿Lo ha invitado usted? Margaret pensó que el corazón le iba a saltar del pecho. ¿Lo había oído bien? Ahora ya no había vuelta de hoja, lo único que separaba a su padre de la verdad era una puerta. De hecho, a Margaret le extrañó que Grace no hubiera entrado corriendo en su despacho como alma que lleva al diablo. Debía aparentar normalidad, hacerle ver a Grace que no había nada de qué preocuparse y que debía considerar la presencia de William como la de otro cualquiera. Al fin y al cabo, si Grace estaba como estaba era debido a los rumores, y no había nada más inestable y poco fundado que eso. Estaba segura que cuando viera al conde con sus propios ojos, todo un caballero de pies a cabeza, cambiaría de opinión. -¿Le has dicho que pase? La mujer miró abajo, algo avergonzada. Eso era un no. -¿Lo tienes esperando fuera? Tienes suerte de que estemos en verano, o estaría helado. –se quejó Margaret. Iría ella misma a invitarlo a pasar, pero no se veía con fuerzas para mirarlo a la cara, todavía.- ¿Ibas a decírselo a mi padre? -No. –contestó.- Cuando ha preguntado por usted he decidido decírselo antes que al señor Hamilton.-pero entonces se acercó a ella.- Le dije que era un mal hombre, señorita. No debe fiarse de él. ¿Por qué está aquí? –volvió a preguntar. Si se lo decía Margaret temía provocarle un infarto a su corazón maternal. -Tranquila, Grace. No es tan malo como crees. –o puede que era lo que prefería creer ella.- Voy a asearme, hazlo pasar y ofrécele algo de beber o comer. –comenzó a subir las escaleras antes de darle tiempo a responder. Se dejó caer sobre la silla enfrente del tocador en un largo suspiro. Su padre no tardaría en oír voces y bajar para comprobar de donde procedía. Entonces debería explicárselo todo, y esperaba que no armara ningún escándalo. En realidad, no necesitaba arreglarse, ya estaba arreglada. Se había preparado con unas seis horas de antelación, pero necesitaba un momento para respirar. Notaba la piel del rostro acartonada y los ojos pesados, como si el mero hecho de pensar en toda esa situación le provocara un estado de agotamiento terrible. Grace no tardó en tocar a la puerta y entrar. -Ya está, señorita. –se acercó a ella para mirarla, seriamente. –No ha querido nada. Está esperando en la sala de estar. Le he preguntado a qué ha venido, y dice que la lleva a la ópera. ¿Es eso cierto? A Margaret comenzaba a irritarle en cierto modo que Grace tuviera tanta confianza con la familia, si no, no haría tantas preguntas y se dedicaría a hacer su trabajo en silencio. -Sí. –contestó, incapaz de alargarse más.-Me invitó ayer en casa de lady Berkshire, y no he querido rechazarlo. -¿¡Pero no lo ve!? –se alteró la mujer.- ¡Solo pretende aprovecharse de usted! -Por favor, Grace. Acabas de conocerlo, no hace ni cinco minutos. ¿Te ha parecido un mal hombre? -Las apariencias engañan, señorita. No deje que la embauque. Margaret recordó el elegante rostro del conde. Con la mandíbula cuadrada, labios finos, y esos ojos acechantes en todo momento… Un rubor se extendió por sus mejillas cálidas. Y si Grace supiera todo lo que ella sabía acerca de él... lo que había visto... -Solo va a llevarme a ver una obra. –dijo, usando la misma excusa que con George Berkley. A todos les decía que era un encuentro sin importancia, pero ella sabía más que nadie que sería totalmente lo contrario. ¡Por el amor de Dios! ¡Si lo había visto medio desnudo! Recordó más clara de lo que debería la escena del jardín en el baile. Se había sorprendido de la manera en que el conde besaba a esa mujer. Primero en los labios, después en el cuello. Un pensamiento fugaz atravesó su mente. ¿Cómo sería besar a Norfolk? Enseguida se amonestó por pensar esas cosas, pero el pensamiento seguía ahí, empecinado en no desaparecer. Y tendría que estar a su lado durante más de una hora… Dudaba de poder aguantar tanto tiempo sin respirar, porque seguro que la tensión que sentiría en su cuerpo se lo impediría. En su cabeza se enfrentaban dos sentimientos contradictorios. Por un lado, no podía creer todas las habladurías que conocía sobre él, y mucho menos que la gente se dejara llevar por ellas para dar rienda suelta a sus prejuicios. Menuda imagen tenía Grace de él sin apenas haber cruzado cuatro palabras. Y, sin embargo, ella había visto cosas que no eran propias de caballeros respetables. Los hombres no debían seducir a las mujeres y mucho menos en público. Margaret tenía a su padre como el modelo de hombre ideal, un ejemplo a seguir, y podía poner la mano en el fuego que entre él y Norfolk había un abismo. Cuando estuvo lista, y con Grace yendo a buscar a su padre de mala gana, bajó a la sala de estar. El hombre estaba de espaldas a ella cuando entró, mirando por la ventana la vida ajetreada de Londres. No la oyó bajar, pues ella tuvo que hablar para que él se girara. -¿Hay algo interesante ahí fuera? –preguntó. -La gente puede llegar a ser muy interesante –respondió. Margaret pensó que diría algo más pero estuvo unos segundos más pegado al cristal y después caminó hacia ella para besarle la mano enguantada. –Encantado de volver a verla. -No lo esperaba tan pronto. –admitió, confundida. Si seguía mirándolo a los ojos temía perderse en ellos y no poder desprenderse jamás de semejante mirada. De alguna forma incomprensible, esos ojos glaciares conseguían transmitirle una calidez inusual, una confianza extraña en ese hombre. -Esta mañana no he tenido tiempo para charlar con usted, y he pensado que de camino podría conocerla mejor. Durante la función sería de mala educación que nos pusiéramos a hablar. ¿No le parece? De todas formas, me disculpo por mi retraso, sé que no ha sido cortés por mi parte. La verdad es que estaba impaciente por esta noche. Acaba de admitir que había tenido ganas de verla. ¿Se dedicaban semejantes cumplidos a alguien con quien no se pretendía comprometerse? Estaba segura de que no. Podía notar sobre su nuca los ojos de Grace, mordiéndose la lengua. A Margaret se le pasó por la cabeza la idea de marcharse enseguida, sin decirle nada a su padre. Quizá debería haber convencido a Grace para que le comunicara al señor Hamilton que se había retirada en la cama, indispuesta. Oh, pero eso sería mentirle, y ella nunca mentía. Apenas unos días antes, jamás se le habría ocurrido semejante idea. Por desgracia o fortuna, su padre ya entraba en la estancia cuando quiso volver a la cruda realidad. Grace se frotó las manos con nerviosismo. John Hamilton parecía malhumorado, o peor, enfurecido. La joven observó perpleja como su padre saludaba a William Lowell y le decía, educadamente, que ella no podía ir con él a la ópera, alegando que aún no estaba lista por su reciente presentación en sociedad. Margaret se sintió ridícula e impotente. ¿Cómo podía hacerle eso? De repente se sintió como una niña pequeña que no tenía ni voz ni voto en aquella situación. ¿Cómo podía ser que su padre no tuviera en cuenta su voluntad? ¿Dónde había quedado su confianza en su hija? Quería decir algo, pero se había quedado totalmente paralizada. Oía como su padre le pedía disculpas al conde por haberle hecho venir hasta aquí. No, no, no… Ella quería ir con él, quería salir de su estricta vida por un momento. Quizá era por esa razón que había aceptado la invitación de Norfolk. El conde la miró, perplejo, pero no dijo nada. La autoridad en esa casa recaía sobre el señor Hamilton, pensó. Los ojos de Margaret empezaron a colmarse de lágrimas, hasta el punto de verlo todo tan borroso como en un sueño, pero no permitió que estas se derramaran. Llorar la haría parecer todavía más una jovencita desvalida que necesita de la aprobación de su padre. Observó con un nudo en el pecho como William se colocaba de nuevo el sombrero y Gracel le devolvía la chaqueta. Todo ocurrió despacio, a cada segundo sentía que quizá las cosas cambiarían de repente, pero nada pasó, más que el conde abandonó la sala de estar con una ligera inclinación, acompañado por su padre y Grace. Cuando éste volvió a la sala de estar, Margaret seguía en la misma posición. Enfadada y humillada. -¿Por qué, papá? –preguntó, con un hilo de voz. -Lo he hecho por tu bien, Margaret. –giró sobre sí mismo, y volvió a entrar en su despacho, dejándola en la sala junto a Grace, quien la miraba con gran pesar. -Lo siento, señorita, pero su padre tiene razón. Ella no contestó, y en los segundos siguientes se encontró corriendo hacia la puerta y saliendo a la calle. No le importaba lo que podría pensar su padre, Grace, o toda la sociedad londinense. Si Will podía vivir con toda la ciudad esparciendo rumores sobre su vida, ella también podría hacerlo con algún escándalo en su espalda. Salió de su casa con el corazón desbocado. El aire chocó contra ella en una ráfaga liberadora, y observó cómo el carruaje del conde acababa de partir. -¡Will! –gritó, en una exhalación aún eufórica por desobedecer a su padre. Gracias a Dios que el coche paró, y de él bajó el hombre, más perplejo que antes, si cabía. Margaret corrió en dirección a él, como si fuera su salvador, ajena a cualquier transeúnte que la mirara con asombro. Se sintió libre, por primera vez desde que su madre no estaba con ellos, y eso le causó una gran felicidad. Ignoró los gritos de Grace y su padre, y ayudada por él subió al carruaje y se desplomó sobre el asiento, exhausta. -Dígame. –habló el conde al estar dentro y haber ordenado al cochero que continuase.- ¿Por qué me ha llamado Will?
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