La presencia de Margareth Blake llenaba la oficina como una sombra elegante, tan sofocante como inevitable. No era necesario alzar la vista para sentirla; su perfume, caro y penetrante, anunciaba su llegada antes que su voz. Pero cuando finalmente habló, el tono fue dulce y envenenado, como miel sobre un filo. —Vaya, vaya… —dijo con una sonrisa apenas curvada—. Así que los rumores eran ciertos. Ya no eres una simple arquitectucha cualquiera. Tus encantos han servido para lograr tus objetivos. Emilia fijó la mirada en ella, desconcertada. La mujer estaba de pie frente a su escritorio, impecable como siempre, con un conjunto de seda color marfil y un abrigo gris perla que colgaba de sus hombros como una declaración de estatus. Tenía esa manera de mirar que parecía diseccionar, hurgar en la

