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Con un silencio ensordecedor la negrura de aquella noche era el cómplice perfecto del temor que se apoderaba de su cuerpo con cada segundo que pasaba. Todo había sucedido demasiado rápido. Ni siquiera recordaba quien había tenido la última palabra, pero ¿de qué servía saber eso ahora?
Cómo todo en la vida, las cosas pueden perder su valor con un pequeño giro en la perspectiva.
¡Qué tonta se sentía ahora de sólo pensar en aquella discusión! Intentó moverse sin éxito, algo demasiado pesado oprimía sus caderas. ¿Qué había pasado?
En medio de la confusión, el rostro de Lucio apareció en su mente como una daga inesperada e inmediatamente intentó gritar.
El nombre del hombre que amaba se convirtió en un hilo rasgado que apenas se oyó. La desesperación la abordó y ya no pudo pensar en nada más que en encontrarlo. El destino no podía ser tan ingrato, no ahora que por fin creía que podía alcanzar la felicidad.
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Un año antes
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La claridad de aquella ventana sin cortinas hizo que fuera imposible continuar durmiendo. Si bien había manejado hasta la madrugada prefirió rendirse ante el insistente amanecer. Su padre seguramente estaría despierto y no había nada que le apeteciera más que desayunar junto a él.
Clara se encontraba en el último año de la universidad y casi no regresaba a su pueblo. Esas pascuas le había prometido a su padre que lo visitaría y aunque tomar la ruta de noche no era algo que le gustara, lo había hecho para complacerlo. Regresar a su querido pueblo “Los Toldos” suponía un sabor agridulce. Allí yacían sus recuerdos más felices, los de una infancia repleta de juegos y aventuras. Su amistad con los hijos de la familia Clutter, vecinos cuyos parques separaba apenas una hilera de arbustos, había sido fantástica. Siendo hija única, los mellizos habían obrado casi como la familia numerosa que siempre había soñado, sobre todo porque sin ellos, su grupo familiar se limitaba a su padre y ella.
Evangelina y Sergio Clutter siempre la habían hecho sentir parte de su familia, recordaba las festividades, los cumpleaños y los almuerzos dominicales en aquella casa, que conservaba su fachada prolija y sus jardines cuidados. No como la suya. Si bien su padre lo intentaba, cada vez pasaba más tiempo en el campo en el que trabajaba y desde su partida la leyes de la termodinámica habían hecho lo suyo con la vegetación rebelde y la pintura descascarada. No lo culpaba, siempre había hecho lo que podía y ella lo valoraba.
Bajó la escalera de madera crujiente y lo vio sentado en la misma mesa que compartían desde que podía recordarlo, llevaba sus gafas en la punta de la nariz y el periódico demasiado cerca de sus ojos. Debía ser uno de los únicos habitantes del pueblo que aún recibía las noticias en papel, pensó con una sonrisa. Alzó su vista y observó la fachada de la casa de los Clutter, la luz de la cocina estaba encendida y entonces recordó porqué dolía tanto regresar.
-¿Ya estás despierta?- le preguntó Anselmo haciendo a un lado el diario para ponerse de pie.
-Sí, tenía ganas de desayunar con vos y a lo mejor acompañarte al campo más tarde.- le respondió mientras se acercaba para darle un abrazo.
Anselmo le dio un beso en la frente y le ofreció un mate humeante con una sonrisa. ¡Cuánto había crecido su pequeña! El tiempo pareció golpearlo en la cara ¿dónde estaba la pequeña de trenzas coloradas y pecas diminutas que parecía ser demasiado alta para su edad? Clara tenía 24 años ahora, se había convertido en una mujer de cabello largo y tez de porcelana, sus ojos siempre tan expresivos, le recordaron que aún guardaba su inocencia y eso lo alegró, incluso al acercarse descubrió que algunas ligeras pecas podían adivinarse en sus mejillas y cuando sonrió con exageración para demostrarle cuanto le había gustado aquella infusión, cuidadosamente preparada, ya no le quedaron dudas de que su hija nunca cambiaría.
-Mmm.. ¡Cuánto hacía que no tomaba un mate tan rico!- le dijo a su padre, tomando asiento a su lado.
-Siempre exagerando, Clari. - le respondió Anselmo restándole importancia a su halago.
-En serio, pa. En Buenos Aires no hay mates como estos.- le respondió entregándole el mate vacio.
El hombre sonrió mientras cortaba un pan enorme para ofrecerle a su hija una rodaja.
-La señora Clota me dio este pan ayer por la tarde, sabía que venías y no quería que te lo pierdas.- le contó su padre.
Clota era la casera del campo que administraba Anselmo, era famosa por sus exquisiteces y siempre había tenido un cariño especial por la pequeña Clara, como la mayoría de los habitantes de ese lugar.
-Voy a agradecerle. Si me esperas dos minutos me cambio y te acompaño al campo.- le dijo Clara dándode un gran mordisco a aquel pan casero.
-Me encantaría pero Evangelina quiere verte, me pidió exclusivamente que pases por su casa ni bien llegues. ¿Por qué no vas allí hoy y mañana me acompañas al campo?- le sugirió su padre tomando su sombrero algo viejo del perchero.
Clara dudó unos segundos, le encantaba la idea de ver a Evangelina, pero los recuerdos de aquella casa eran demasiado abrumadores, una infancia y una adolescencia que les había sido arrebatada con demasiada crueldad. La mujer más feliz que conocía llevaba ahora una mirada triste que le dolía enfrentar.
-También nos invitó el domingo, creo que Enzo también vino de Buenos Aires. - agregó Anselmo, como si aquel nombre no congelara el corazón de Clara por unos segundos.
Clara se quedó paralizada, llevaba varios años sin ver a Enzo. No era que no hubiese pensado en él, pero desde su partida a la universidad no habían vuelto a coincidir y de repente, como una sorpresa del destino, se encontraba de regreso en el pueblo, en el mismo momento que ella.
Al ver que no respondió su padre continuó su camino y con un corto beso en la mejilla se despidió de su hija.
Clara no podía hacer que su mente dejara de girar, Enzo siempre había sido su amor imposible, ese primer enamoramiento de la juventud que casi parece irreal. Por un largo tiempo habían sido inseparables junto con Lucio. Como si fueran los tres mosqueteros se defendían y se buscaban a toda hora.
Pero luego todo había cambiado, ella había cambiado. Se había alejado intentando rehacer su vida, una que al principio no parecía tener sentido y de a poco había encontrado el camino. Una que había dejado a los mellizos Clutter en el lugar al que pertenecían: el recuerdo. ¿Entonces por qué con sólo escuchar su nombre se le había helado el corazón?
Ni siquiera sabía cómo lucía ahora, que era de su vida, por qué había regresado…
Respiró profundamente e intentó ordenarse. Era una mujer de 24 años a punto de recibirse, podía enfrentar su pasado, debía hacerlo.
Se levantó y subió a su cuarto, miró su reflejo en el espejo y a continuación la foto que colgaba del marco derecho. Ella ya no era esa niña, si bien sus ojos se parecían, el reflejo que devolvía el espejo era lo suficientemente diferente como para que las dudas regresaran a su mente. ¿Acaso ahora sí la encontraría atractiva?, pensó.
Sacudió su cabeza y se obligó a reaccionar. ¿Qué importancia tenía eso? Iría a saludar a Evangelina y regresaría a su casa. No tenía porque verlo y si lo veía no tenía ningún deber de charlar con él. Lo había intentado, lo había buscado luego de aquella tragedia, pero Enzo había elegido desaparecer. Si eso era lo que deseaba, no había nada más que ella pudiera hacer. No tenía caso pensar en él tanto tiempo después. Seguramente la había olvidado. Ni siquiera debería ser incómodo. ¿Entonces por qué no podía decidir ni siquiera qué ropa ponerse?
-¡Ay Lu! ¡Vos sí sabrías que decirme! - dijo mirando hacia arriba con una mezcla de indignación y dolor.
Al volver su vista sus ojos se desviaron hacia otra fotografía que pendía del borde inferior del mismo espejo. Era una que la mostraba a ella junto a Lucio y Enzo debajo de aquel enorme árbol que aún vestía el campo de la familia Clutter.
Entrecerró sus ojos para contener la emoción. Había pasado los años más felices junto a ellos, sólo por eso merecía la pena al menos intentarlo una vez más, pensó y sin darle más importancia tomó la primera remera de su bolso y luego de ponerse sus jeans viejos salió decidida a enfrentar lo que sea que el destino le tenía preparado.
Había llegado el momento que tanto había deseado y sin embargo temía que no fuera como lo había imaginado.