Capitulo 4

4304 Palabras
Mírame las manos. Pienso en la frase «no creado por manos humanas». Sé lo que significa, aunque cada vez que he oído esta frase pronunciada con emoción se refería a algo que yo mismo había creado. Me gustaría pintar, tomar un pincel y hacerlo como lo hacía entonces, sumido en un trance, con furia, de un solo trazo, cada línea y masa de color combinándose sobre la tela, cada decisión la definitiva. No obstante, estoy muy desorganizado, abrumado por mis recuerdos. Permite que elija el punto en el que deseo comenzar. Constantinopla estaba gobernada desde hacía poco por los turcos. Era una ciudad musulmana desde hacía menos de un siglo, cuando llegué a ella, un joven esclavo, que había sido capturado en las regiones agrestes de su país, del que apenas conocía su nombre: la Horda de Oro. La memoria me había sido arrebatada, junto con la lengua, y toda capacidad de razonar de forma coherente. Recuerdo unas sórdidas habitaciones que debían de hallarse en Constantinopla porque oí hablar a unas personas, y por primera vez desde que me habían despojado de mis recuerdos, comprendí lo que decían. Los mercaderes que trataban con esclavos destinados a los burdeles de Europa hablaban en griego. No conocían religión ni alianza, que era todo cuanto conocía yo, lamentablemente desprovisto de detalles. Me arrojaron sobre una gruesa alfombra turca, semejante a las suntuosas alfombras que uno ve en un palacio, utilizada para exhibir mercancía de lujo. Tenía el pelo húmedo y largo; alguien lo había cepillado con tanta energía que me dolía la cabeza. Todos los objetos personales que me pertenecían me los habían arrebatado de mi persona y mi memoria. Iba cubierto sólo con una vieja y raída túnica de tejido dorado. La habitación era húmeda y calurosa. Estaba hambriento, pero como no tenía la menor esperanza de que me dieran de comer, deduje que era un dolor que me atormentaría durante un rato y luego se desvanecería de modo espontáneo. La túnica debía de conferirme un cierto aire a ángel caído. Tenía unas mangas largas y holgadas, y me llegaba a las rodillas. Cuando me levanté, descalzo, y vi a esos hombres, comprendí lo que deseaban, que eran unos seres viciosos y despreciables y que el precio de su vicio era el infierno. Evoqué las críticas de mis mayores ya difuntos: demasiado lindo, demasiado suave, demasiado pálido, en sus ojos se refleja el diablo y tiene una sonrisa endiabladamente seductora. Con qué vehemencia discutían y regateaban esos hombres. Con qué atención me observaban sin mirarme a los ojos. De pronto me eché a reír. En este lugar todo se hacía con premura. Los hombres que me habían llevado allí me habían abandonado. Los que me habían lavado no se habían movido de los baños. Yo era una mera mercancía que habían arrojado sobre la alfombra. Durante unos momentos recordé haber sido en el pasado un ser cínico y elocuente, un buen conocedor de la naturaleza humana. Me reí porque esos mercaderes me habían tomado por una muchacha. Esperé, aguzando el oído, tratando de captar unos fragmentos de la conversación. Nos encontrábamos en una habitación amplia, con un curioso techo bajo endoselado con una seda bordada con los espejitos y volutas tan apreciados por los turcos, y las lámparas, aunque exhalaban humo, estaban perfumadas y saturaban la atmósfera con un hollín fino y negruzco que hacía que me escocieran los ojos. Los hombres, vestidos con unos caftanes y turbantes, no me resultaban desconocidos, como tampoco el idioma que hablaban. Sin embargo, sólo alcancé a oír unas pocas frases. Busqué con los ojos una vía de escape, pero no había ninguna. Unos individuos altos y fornidos estaban apoyados en la pared junto a las puertas, custodiándolas. En un rincón había un hombre sentado ante un escritorio que utilizaba un abaco para llevar las cuentas. Ante él había varios montones de monedas de oro. Uno de los mercaderes, un hombre alto y delgado con los pómulos y la mandíbula pronunciados, avanzó hacia mí y me palpó los hombros y el cuello. Luego me levantó la túnica. Yo me quedé inmóvil, ni enfurecido ni temeroso, simplemente paralizado. Ésta era la tierra de los turcos, y yo sabía lo que les hacían a los muchachos. Pero nunca había visto una ilustración ni había oído relatar ninguna historia sobre esa tierra, ni conocía a nadie que hubiera vivido en ella, que la hubiera visitado y regresado a casa. Mi casa... Supongo que yo deseaba olvidar quién era, obligado por la vergüenza que sentía. Pero en aquellos momentos, en aquella habitación semejante a una tienda de campaña con su floreada alfombra, entre mercaderes y tratantes de esclavos, me esforcé en recordarlo como si, al descubrir un mapa en mi interior, éste me hubiera facilitado el medio de huir de allí y regresar a mi hogar. Logré recordar unos pastizales, una región agreste donde nadie ponía jamás los pies salvo para... No obstante, tenía lagunas en mi memoria. Yo había estado en esos pastizales, desafiando al destino, estúpidamente pero no contra mi voluntad. Transportaba algo de suma importancia. Después de desmontar de mi caballo, tomé un voluminoso fardo que estaba sujeto a los arreos de cuero y eché a correr sosteniendo el fardo contra mi pecho. —¡Los árboles! —gritó él, pero ¿quién era él? Sin embargo, comprendí que debía alcanzar el bosque y depositar el tesoro allí, ese espléndido y mágico objeto que portaba, «no creado por manos humanas». No obstante, no llegué al bosque. Cuando me capturaron, dejé caer el fardo y ellos ni siquiera se molestaron en recogerlo, al menos que yo recuerde. Cuando me alzaron en el aire, pensé: «No deben hallarlo así, envuelto en un pedazo de lana. Debo depositarlo en los árboles.» Deduzco que me violaron en el barco porque no recuerdo haber llegado a Constantinopla. No recuerdo haber pasado hambre ni frío, ni sentirme humillado o aterrorizado. Una vez aquí, conocí lo que significa ser violado, presencié disputas y airadas protestas por haber lastimado al corderito. Sentí una insoportable impotencia. Eran unos hombres deleznables que transgredían las normas de Dios y de la naturaleza. Emití un rugido tan feroz que uno de los mercaderes tocados con un turbante me golpeó en la oreja y caí al suelo. Le miré con toda la rabia que era capaz de expresar con los ojos. Pero no me levanté, ni siquiera cuando me propinó un puntapié. No dije una palabra. El mercader me cargó sobre sus hombros y me sacó de allí. Atravesamos un patio atestado de gente, pasamos frente a unos apestosos camellos y burros y unas montañas de basura, hasta llegar al puerto donde aguardaban los barcos. El mercader subió a bordo de una embarcación y me arrojó en la bodega. Era un lugar tan inmundo como la tienda de campaña, invadido por un olor a excremento y el sonido de ratas correteando por el barco. Caí sobre un jergón cubierto con una burda manta. Busqué de nuevo el medio de huir, pero sólo vi la escalera por la que había bajado el mercader y en cubierta oí las voces de un grupo de hombres. Aún no había amanecido cuando el barco zarpó. Al cabo de una hora, me puse a vomitar; me sentía tan mal que deseaba morirme. Me acurruqué en el suelo y permanecí tan inmóvil como pude, oculto bajo la suave y mullida túnica de tejido dorado. Dormí durante varias horas seguidas. Cuando me desperté, vi a un anciano. Lucía un atuendo distinto al de los turcos tocados con turbantes y presentaba un aspecto menos fiero. Tenía una mirada bondadosa. El anciano se inclinó hacia mí y me habló en una lengua extraordinariamente suave y dulce, pero no comprendí lo que decía. Una voz le dijo en griego que yo era mudo, imbécil y que rugía como una bestia. Era el momento para soltar la carcajada, pero yo estaba demasiado mareado para reírme. El griego explicó al anciano que yo no presentaba el menor rasguño ni herida y que valía mucho dinero. El anciano hizo un gesto ambiguo con la mano y meneó la cabeza mientras pronunciaba unas palabras en la lengua que yo desconocía. Luego apoyó las manos en mis hombros y me ayudó a levantarme. A continuación, me condujo a través de una puerta hacia un pequeño camarote tapizado en seda roja. El resto de la travesía lo pasé en ese camarote, excepto una noche. Esa noche, no recuerdo cuál, al despertarme y comprobar que el anciano estaba dormido junto a mí, un anciano que jamás me puso la mano encima salvo para darme unas palmaditas de aliento, abandoné el camarote, subí la escalera y pasé un buen rato en cubierta contemplando las estrellas. Echamos el ancla en el puerto de una ciudad repleta de edificios azul oscuro y negros, rematados por cúpulas y unos campanarios construidos sobre los riscos que presidían el puerto, donde unas antorchas ardían bajo los vistosos arcos de una arcada. Todo esto, la civilizada costa, me pareció viable, atrayente, pero no pensé que lograría saltar a tierra y escapar. Bajo la arcada iban y venían continuamente numerosos hombres. Debajo del arco más próximo a donde me encontraba, vi a un individuo extrañamente ataviado con un casco reluciente y una enorme espada que le colgaba del cinto, el cual montaba guardia junto a una columna adornada con grecas, tan maravillosamente tallada que parecía un árbol que sostenía el claustro, como los restos de un palacio cuyos muros habían excavado para construir este burdo canal para los barcos. A partir de esa larga y memorable noche no me entretuve contemplando la costa. Prefería alzar la vista al cielo y observar su corte de míticas criaturas fijadas para siempre en las poderosas e inescrutables estrellas. Estas relucían cual gemas en la noche oscura como boca de lobo. De pronto recordé unos viejos poemas, incluso el sonido de unos himnos entonados sólo por hombres mortales. Según creo recordar, transcurrieron varias horas antes de que me atraparan, me azotaran salvajemente con un látigo y me encerraran de nuevo en la bodega del barco. Yo sabía que los azotes cesarían en cuanto me viera el anciano. Furioso y temblando de indignación, el anciano se apresuró a abrazarme y nos acostamos en su camarote. Era demasiado viejo para pedirme nada. Yo no le amaba. Pese a ser mudo e imbécil, no tardé en comprender que ese hombre me consideraba un bien muy valioso, digno de ser vendido por un elevado precio. Pero yo le necesitaba y él me enjugaba las lágrimas. Me pasaba buena parte del día y de la noche durmiendo. Cada vez que el mar se agitaba, me ponía a vomitar. A veces me mareaba debido al calor que reinaba en el barco. Jamás había experimentado un calor tan sofocante. El anciano me alimentaba tan bien que a veces pensé que me cebaba para venderme como si fuera un ternero. Llegamos a Venecia un día al atardecer. Yo no podía adivinar que Italia fuera un país tan bello. Había permanecido encerrado en esa inmunda bodega con el viejo guardián, y cuando me condujo a la ciudad, mis sospechas sobre el anciano se vieron confirmadas. En una oscura habitación, él y otro hombre se enzarzaron en una acalorada discusión. Pese a sus esfuerzos, no consiguieron hacerme hablar. No lograron hacerme reconocer que comprendía lo que decían, pero entendí cada palabra. El otro individuo entregó un dinero al anciano, que se marchó sin volverse para mirarme. Se afanaron en enseñarme cosas que yo desconocía. Se expresaban en una lengua suave y cadenciosa. Venían unos chicos que se sentaban a mi lado y trataban de instruirme con tiernos besos y abrazos. Me pellizcaban las tetillas y trataban de tocar mis partes íntimas, que a mí me habían enseñado que no debía mirar nunca so pena de cometer un pecado. En varias ocasiones traté de rezar, pero no recordaba las palabras. Hasta las imágenes eran borrosas. Las luces que me habían guiado durante toda la vida se habían apagado para siempre. Cada vez que me sumía en unas profundas reflexiones, alguien me golpeaba o me tiraba del pelo. Después de azotarme, siempre me aplicaban ungüentos para disimular mis heridas. En cierta ocasión, cuando un hombre me golpeó en la mejilla, otro protestó airadamente y le sujetó la mano para evitar que lo hiciera por segunda vez.Me negué a comer y a beber. No lograron obligarme a probar bocado. La comida se me atragantaba. No es que decidiera matarme de hambre; es que era incapaz de tratar de mantenerme vivo. Sabía que regresaría a casa, estaba convencido de ello. Me moriría y regresaría a casa. Pero nunca estaba solo. Tenía que morirme delante de otras personas. Hacía mucho tiempo que no veía la luz del sol. Incluso el resplandor de las lámparas herían mis ojos porque estaba acostumbrado a la oscuridad. No obstante, siempre había alguien presente. De pronto se encendía una lámpara. Los hombres se sentaban en un corro a mi alrededor con sus sucios rostros y sus manazas con las que se apresuraban a retirar un mechón de pelo que me caía sobre la frente o me daban unos golpecitos en el hombro para despabilarme. Yo me volvía hacia la pared. Había un sonido que me hacía compañía. Un sonido que me acompañaría hasta el fin de mis días. El murmullo del agua. La oía lamiendo el muro en el exterior. Podía adivinar cuándo pasaba un barco por los crujidos de los pilotes de madera; apoyaba la cabeza contra la piedra y sentía que la casa se mecía en el agua, no como si estuviera construida junto a ella sino dentro del agua, como así era, por supuesto. En una ocasión soñé con mi hogar, pero no recuerdo qué. Me desperté gritando, y desde las sombras brotaron unas palabras de consuelo, unas voces tiernas y sentimentales. Pensé que anhelaba estar solo, pero no era así. Cuando me encerraban durante varios días y noches en una habitación a oscuras sin agua ni un mendrugo de pan, me ponía a gritar y a aporrear los muros, pero no acudía nadie. Por fin caía dormido y, al rato, cuando alguien abría la puerta de golpe, me despertaba sobresaltado. Entonces me incorporaba y me tapaba los ojos, pues aquella lámpara representaba una amenaza. La cabeza me dolía. De pronto percibí un perfume suave e insinuante, una mezcla del fragante olor de la leña al arder en un invierno nevoso y de flores trituradas y aceite aromático. Sentí el tacto de algo duro, hecho de madera o metal, pero el objeto se movía como si fuera orgánico. Por fin abrí los ojos y vi un hombre que me abrazaba, y esas cosas que parecían de piedra o de metal eran sus dedos. El hombre me miró preocupado con unos ojos azules y amables. —Amadeo —dijo. Iba ataviado de terciopelo rojo y era imponentemente alto. Tenía el pelo rubio y lo llevaba peinado con raya al medio, un peinado que le daba cierto aire de santo, en una melena que le rozaba los hombros y se desparramaba sobre su capa, formando unos lustrosos bucles. Tenía la frente lisa, sin la menor arruga, y unas cejas altas de color dorado oscuro que conferían a su rostro una expresión franca y decidida. Sus párpados estaban orlados por unas pestañas de color dorado oscuro como sus cejas, que se curvaban hacia arriba. Cuando sonreía, sus labios adquirían de pronto un tono rosa pálido que resaltaba su perfilada forma. Yo le reconocí. Le hablé. Jamás había contemplado esos prodigios en el rostro de otra persona. Él me miró, sonriendo. No observé ni sombra de vello sobre su labio superior ni en su barbilla. Tenía la nariz fina y delicada, pero lo bastante grande para guardar la debida proporción con el resto de sus atractivas facciones. —No soy Jesucristo, hijo mío —comentó—, sino alguien que porta su propia salvación. Abrázame. —Me muero, maestro —respondí, no recuerdo en qué idioma, pero él comprendió mis palabras. —No, pequeño, no te mueres. Te acogeré bajo mi protección y, si los astros nos son propicios, jamás morirás. —Pero tú eres Jesucristo. ¡Te reconozco! Él denegó con la cabeza y luego, en un gesto muy común y humano, bajó los ojos y sonrió. Cuando sus labios carnosos se entreabrieron, vi unos dientes blanquísimos de un ser humano. El hombre me tomó por las axilas, me alzó y me besó en el cuello, lo cual me provocó un intenso escalofrío. Cerré los ojos y sentí sus labios sobre mis párpados. —Duerme mientras te llevo a casa —me murmuró al oído. Cuando me desperté, comprobé que nos hallábamos en un baño de gigantescas dimensiones. Ningún veneciano había poseído jamás un baño semejante; eso lo sé por todo lo que contemplé más tarde. Pero ¿qué sabía yo sobre las costumbres de aquel lugar? Esto era un auténtico palacio; yo había visto muchos palacios. Me levanté del nido de terciopelo sobre el que yacía, formado por su capa roja, si no recuerdo mal. A mi derecha vi un gigantesco lecho rodeado por una cortina y, más allá, una bañera ovalada. El agua manaba de una concha sostenida por unos ángeles y de la amplia superficie se alzaba una nube de vapor. De pronto mi maestro se levantó de la bañera y apareció enmarcado por el vapor, mostrando su pecho desnudo y sus tetillas levemente rosadas. Tenía el pelo estirado hacia atrás, más espeso y hermoso que antes. Mi maestro me indicó que me acercara. El agua me infundía respeto. Me arrodillé junto a la bañera y metí la mano en el agua. Con un ademán pasmosamente rápido y airoso, mi maestro me agarró y sumergió en la cálida bañera hasta que el agua me cubrió los hombros. Luego me inclinó la cabeza hacia atrás. Al alzar la vista, observé que el techo azul estaba pintado con unos ángeles de aspecto muy real provistos de unas grandes y plumosas alas. Jamás había contemplado unos ángeles tan lustrosos y juguetones, triscando sin el menor pudor, exhibiendo su belleza humana y sus musculosas piernas bajo unas túnicas vaporosas, sus rizados cabellos agitados por el viento. Me pareció un tanto exagerado, esas robustas y retozonas criaturas, esa orgía de juegos celestiales plasmada en el techo hacia el que ascendía el vapor de la bañera, esfumándose en una luz dorada. Miré a mi maestro, cuyo rostro estaba ante mí. «Bésame otra vez, sí, haz que vuelva a estremecerme.» Sin embargo, él era de la misma pasta que esos ángeles pintados en el techo, era uno de ellos, y ese cielo era un lugar pagano habitado por dioses-soldados en el que abundaba el vino, la fruta y los placeres de la carne. Me había equivocado de lugar. Él echó la cabeza hacia atrás y lanzó una sonora carcajada. Tomó un puñado de agua y la vertió sobre mi pecho. De golpe abrió la boca y durante unos instantes vi el destello de algo nocivo y peligroso, unos dientes afilados como los de un lobo. Pero desaparecieron de inmediato y sólo sentí sus labios sobre mi cuello, mis hombros. Luego comenzó a succionarme una tetilla, sin hacer caso de mis esfuerzos por detenerle. Emití un gemido de gozo. Me sumergí de nuevo en el agua cálida sintiendo los labios de él sobre mi pecho y mi vientre. Mi maestro me succionó la piel con delicadeza, como si succionara la sal y el calor que emanaba, e incluso el tacto de su frente sobre mi hombro me provocaba un cosquilleo delicioso. Le rodeé con un brazo y cuando él halló el objeto de pecado, sentí que éste se disparaba como una flecha; sentí el impulso, la potencia de esa flecha, y volví a gemir de placer. Él dejó que reposara un rato apoyado en él mientras me lavaba lentamente. Me lavó el rostro con un esponjoso trapo. Luego me obligó a inclinar la cabeza hacia atrás para lavarme el pelo. Luego, cuando creyó que yo había reposado lo suficiente, empezamos a besarnos de nuevo. Me desperté antes del alba, apoyado en su hombro. Me incorporé y le observé mientras se ponía la capa y se cubría la cabeza. La habitación estaba llena de muchachos, pero muy distintos de los tristes y depauperados instructores del burdel. Estos jóvenes que estaban congregados alrededor del lecho eran hermosos, bien alimentados, risueños y dulces. Iban vestidos con unas túnicas de vibrantes colores, plisadas, y la cintura ceñida por un cinturón que les confería una gracia femenina. Todos lucían unas espesas y lustrosas cabelleras. Mi maestro se volvió hacia mí y en una lengua que yo comprendí perfectamente, me dijo que yo era su único pupilo, que regresaría aquella noche y que para entonces yo habría contemplado un mundo nuevo. —¡Un mundo nuevo! —exclamé—. No me dejes, maestro. No deseo conocer el mundo entero. ¡Sólo te deseo a ti! —Amadeo —repuso, inclinándose sobre el lecho y utilizando un lenguaje íntimo y confidencial. Tenía el pelo seco y cepillado; se había aplicado unos polvos en las manos para suavizarlas—. Me tendrás siempre. Deja que estos chicos te den de comer y te vistan. Ahora me perteneces a mí, a Marius Romanus. Mi maestro se volvió hacia ellos y les dio unas órdenes en aquella lengua dulce y melodiosa. A juzgar por los alegres rostros de los jóvenes, cualquiera habría pensado que les había dado oro y golosinas. —Amadeo, Amadeo —canturrearon mientras se arremolinaban a mi alrededor. Me contuvieron para impedir que siguiera a mi maestro. Me hablaban en griego, rápidamente y con fluidez, aunque me costaba un poco entenderlos. No obstante, comprendí lo que decían. Ven con nosotros, eres uno de los nuestros, nos portaremos bien contigo, tenemos órdenes de tratarte muy bien. Me vistieron apresuradamente con prendas suyas, discutiendo entre ellos sobre qué túnica me sentaba mejor, protestando porque esas medias estaban deslucidas, aunque era un atuendo provisional. Cálzale estas zapatillas; ponle esta chaquetilla, a Riccardo le queda muy estrecha. A mí me parecían unas prendas dignas de un rey. —Te amamos —dijo Albinus, el segundo en orden jerárquico después de Riccardo, un joven rubio de ojos verde pálido cuya belleza contrastaba con la de Riccardo. En los otros no me fijé, pero estos dos constituían un festín para los ojos. —Sí, te amamos —apostilló Riccardo, apartándose el pelo n***o de la frente y guiñando el ojo. Tenía la piel más suave que los demás y unos ojos negros como el azabache. Me tomó de la mano y observé que tenía los dedos largos y finos. Aquí todo el mundo tenía unos dedos finos muy hermosos. Tenían unos dedos como los míos, los cuales destacaban entre los de mis compatriotas, pero en aquellos momentos no pensé en eso. De pronto se me ocurrió la extraña posibilidad de que yo, ese pálido jovencito, el que había provocado aquella situación, el de los dedos finos y largos, había sido conducido a la tierra a la que pertenecía. Sin embargo, eso era inverosímil. Me dolía la cabeza. Vi unas imágenes efímeras y silenciosas de los fornidos jinetes que me habían capturado, de la hedionda bodega del barco en el que me habían trasladado a Constantinopla, de los individuos delgados y de ademanes bruscos que se habían hecho cargo de mí allí. Dios mío, ¿por qué me amaron aquellos hombres? ¿Con qué fin? ¿Por qué me amas tú, Marius Romanus? Mi maestro sonrió al despedirse con la mano desde la puerta. Se había enfundado la capucha, un marco escarlata que ponía de realce sus hermosos pómulos y perfilados labios. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Una bruma blanca envolvió a mi maestro cuando la puerta se cerró tras él. La noche se desvanecía, pero las velas seguían ardiendo. Entramos en una espaciosa estancia, donde vi unos potes de pintura y unos recipientes de barro que contenían unos pinceles. Unos grandes lienzos cuadrados aguardaban que alguien les aplicara pintura. Aquellos chicos no elaboraban sus colores con la yema de un huevo al estilo tradicional. Mezclaban los hermosos pigmentos directamente con los óleos de color ámbar. Los potecitos contenían unas grandes y relucientes masas de color dispuestas para que yo las utilizara. Tomé el pincel que me entregaron los jóvenes. Contemplé la tela inmaculadamente sobre la que debía pintar. —No creado por manos humanas —comenté. Pero ¿qué significaban esas palabras? Alcé el pincel y comencé a esbozar al hombre rubio que me había rescatado de las tinieblas y la escualidez. Introduje el pincel en los potes de pintura crema, rosa y blanco, aplicando esos colores al lienzo perfectamente tensado, pero no fui capaz de pintar un cuadro. —¡No creado por manos humanas! —musité. Dejé caer el pincel y me cubrí el rostro con las manos. Busqué las palabras en griego. Cuando las pronuncié, varios de los jóvenes asintieron, pero no captaron el significado. ¿Cómo podía explicarles aquella catástrofe? Me miré los dedos. ¿Qué había sido de...? Pero ahí concluían mis recuerdos y lo único que me quedaba era Amadeo. —No puedo hacerlo —dije contemplando el lienzo, aquel amasijo absurdo de colores—. Quizá podría pintar sobre madera en lugar de tela. Los muchachos me observaron sin comprender a qué me refería. Mi maestro, el rubio de ojos azules, no era el Señor encarnado en un mortal, pero era mi señor. Y yo no podía hacer lo que se suponía que debía hacer. Para tranquilizarme, para distraerme, los muchachos tomaron sus pinceles y, al poco rato, me asombraron con las imágenes que pintaban en un abrir y cerrar de ojos.
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