Mírame las manos. Pienso en la frase «no creado por manos humanas». Sé lo
que significa, aunque cada vez que he oído esta frase pronunciada con emoción
se refería a algo que yo mismo había creado.
Me gustaría pintar, tomar un pincel y hacerlo como lo hacía entonces,
sumido en un trance, con furia, de un solo trazo, cada línea y masa de color
combinándose sobre la tela, cada decisión la definitiva. No obstante, estoy muy
desorganizado, abrumado por mis recuerdos.
Permite que elija el punto en el que deseo comenzar.
Constantinopla estaba gobernada desde hacía poco por los turcos. Era una
ciudad musulmana desde hacía menos de un siglo, cuando llegué a ella, un joven
esclavo, que había sido capturado en las regiones agrestes de su país, del que
apenas conocía su nombre: la Horda de Oro.
La memoria me había sido arrebatada, junto con la lengua, y toda capacidad
de razonar de forma coherente. Recuerdo unas sórdidas habitaciones que debían
de hallarse en Constantinopla porque oí hablar a unas personas, y por primera
vez desde que me habían despojado de mis recuerdos, comprendí lo que decían.
Los mercaderes que trataban con esclavos destinados a los burdeles de
Europa hablaban en griego. No conocían religión ni alianza, que era todo cuanto
conocía yo, lamentablemente desprovisto de detalles.
Me arrojaron sobre una gruesa alfombra turca, semejante a las suntuosas
alfombras que uno ve en un palacio, utilizada para exhibir mercancía de lujo.
Tenía el pelo húmedo y largo; alguien lo había cepillado con tanta energía
que me dolía la cabeza. Todos los objetos personales que me pertenecían me los
habían arrebatado de mi persona y mi memoria. Iba cubierto sólo con una vieja y
raída túnica de tejido dorado. La habitación era húmeda y calurosa. Estaba
hambriento, pero como no tenía la menor esperanza de que me dieran de comer,
deduje que era un dolor que me atormentaría durante un rato y luego se
desvanecería de modo espontáneo. La túnica debía de conferirme un cierto aire a
ángel caído. Tenía unas mangas largas y holgadas, y me llegaba a las rodillas.
Cuando me levanté, descalzo, y vi a esos hombres, comprendí lo que
deseaban, que eran unos seres viciosos y despreciables y que el precio de su
vicio era el infierno. Evoqué las críticas de mis mayores ya difuntos: demasiado
lindo, demasiado suave, demasiado pálido, en sus ojos se refleja el diablo y tiene
una sonrisa endiabladamente seductora.
Con qué vehemencia discutían y regateaban esos hombres. Con qué atención
me observaban sin mirarme a los ojos.
De pronto me eché a reír. En este lugar todo se hacía con premura. Los
hombres que me habían llevado allí me habían abandonado. Los que me habían
lavado no se habían movido de los baños. Yo era una mera mercancía que habían
arrojado sobre la alfombra.
Durante unos momentos recordé haber sido en el pasado un ser cínico y
elocuente, un buen conocedor de la naturaleza humana. Me reí porque esos
mercaderes me habían tomado por una muchacha.
Esperé, aguzando el oído, tratando de captar unos fragmentos de la conversación.
Nos encontrábamos en una habitación amplia, con un curioso techo bajo
endoselado con una seda bordada con los espejitos y volutas tan apreciados por
los turcos, y las lámparas, aunque exhalaban humo, estaban perfumadas y
saturaban la atmósfera con un hollín fino y negruzco que hacía que me
escocieran los ojos.
Los hombres, vestidos con unos caftanes y turbantes, no me resultaban
desconocidos, como tampoco el idioma que hablaban. Sin embargo, sólo alcancé
a oír unas pocas frases. Busqué con los ojos una vía de escape, pero no había
ninguna. Unos individuos altos y fornidos estaban apoyados en la pared junto a
las puertas, custodiándolas. En un rincón había un hombre sentado ante un
escritorio que utilizaba un abaco para llevar las cuentas. Ante él había varios
montones de monedas de oro.
Uno de los mercaderes, un hombre alto y delgado con los pómulos y la
mandíbula pronunciados, avanzó hacia mí y me palpó los hombros y el cuello.
Luego me levantó la túnica. Yo me quedé inmóvil, ni enfurecido ni temeroso,
simplemente paralizado. Ésta era la tierra de los turcos, y yo sabía lo que les
hacían a los muchachos. Pero nunca había visto una ilustración ni había oído
relatar ninguna historia sobre esa tierra, ni conocía a nadie que hubiera vivido en
ella, que la hubiera visitado y regresado a casa.
Mi casa... Supongo que yo deseaba olvidar quién era, obligado por la
vergüenza que sentía. Pero en aquellos momentos, en aquella habitación
semejante a una tienda de campaña con su floreada alfombra, entre mercaderes y
tratantes de esclavos, me esforcé en recordarlo como si, al descubrir un mapa en
mi interior, éste me hubiera facilitado el medio de huir de allí y regresar a mi
hogar.
Logré recordar unos pastizales, una región agreste donde nadie ponía jamás
los pies salvo para... No obstante, tenía lagunas en mi memoria. Yo había estado
en esos pastizales, desafiando al destino, estúpidamente pero no contra mi
voluntad. Transportaba algo de suma importancia. Después de desmontar de mi
caballo, tomé un voluminoso fardo que estaba sujeto a los arreos de cuero y eché
a correr sosteniendo el fardo contra mi pecho.
—¡Los árboles! —gritó él, pero ¿quién era él?
Sin embargo, comprendí que debía alcanzar el bosque y depositar el tesoro
allí, ese espléndido y mágico objeto que portaba, «no creado por manos
humanas».
No obstante, no llegué al bosque. Cuando me capturaron, dejé caer el fardo y ellos ni siquiera se molestaron en recogerlo, al menos que yo recuerde. Cuando
me alzaron en el aire, pensé: «No deben hallarlo así, envuelto en un pedazo de
lana. Debo depositarlo en los árboles.»
Deduzco que me violaron en el barco porque no recuerdo haber llegado a
Constantinopla. No recuerdo haber pasado hambre ni frío, ni sentirme humillado
o aterrorizado.
Una vez aquí, conocí lo que significa ser violado, presencié disputas y
airadas protestas por haber lastimado al corderito. Sentí una insoportable
impotencia. Eran unos hombres deleznables que transgredían las normas de Dios
y de la naturaleza.
Emití un rugido tan feroz que uno de los mercaderes tocados con un turbante
me golpeó en la oreja y caí al suelo. Le miré con toda la rabia que era capaz de
expresar con los ojos. Pero no me levanté, ni siquiera cuando me propinó un
puntapié. No dije una palabra.
El mercader me cargó sobre sus hombros y me sacó de allí. Atravesamos un
patio atestado de gente, pasamos frente a unos apestosos camellos y burros y
unas montañas de basura, hasta llegar al puerto donde aguardaban los barcos. El
mercader subió a bordo de una embarcación y me arrojó en la bodega.
Era un lugar tan inmundo como la tienda de campaña, invadido por un olor a
excremento y el sonido de ratas correteando por el barco. Caí sobre un jergón
cubierto con una burda manta. Busqué de nuevo el medio de huir, pero sólo vi la
escalera por la que había bajado el mercader y en cubierta oí las voces de un
grupo de hombres.
Aún no había amanecido cuando el barco zarpó. Al cabo de una hora, me
puse a vomitar; me sentía tan mal que deseaba morirme. Me acurruqué en el
suelo y permanecí tan inmóvil como pude, oculto bajo la suave y mullida túnica
de tejido dorado. Dormí durante varias horas seguidas.
Cuando me desperté, vi a un anciano. Lucía un atuendo distinto al de los
turcos tocados con turbantes y presentaba un aspecto menos fiero. Tenía una
mirada bondadosa. El anciano se inclinó hacia mí y me habló en una lengua
extraordinariamente suave y dulce, pero no comprendí lo que decía.
Una voz le dijo en griego que yo era mudo, imbécil y que rugía como una
bestia. Era el momento para soltar la carcajada, pero yo estaba demasiado
mareado para reírme.
El griego explicó al anciano que yo no presentaba el menor rasguño ni herida
y que valía mucho dinero. El anciano hizo un gesto ambiguo con la mano y
meneó la cabeza mientras pronunciaba unas palabras en la lengua que yo desconocía. Luego apoyó las manos en mis hombros y me ayudó a levantarme.
A continuación, me condujo a través de una puerta hacia un pequeño
camarote tapizado en seda roja.
El resto de la travesía lo pasé en ese camarote, excepto una noche.
Esa noche, no recuerdo cuál, al despertarme y comprobar que el anciano
estaba dormido junto a mí, un anciano que jamás me puso la mano encima salvo
para darme unas palmaditas de aliento, abandoné el camarote, subí la escalera y
pasé un buen rato en cubierta contemplando las estrellas.
Echamos el ancla en el puerto de una ciudad repleta de edificios azul oscuro
y negros, rematados por cúpulas y unos campanarios construidos sobre los riscos
que presidían el puerto, donde unas antorchas ardían bajo los vistosos arcos de
una arcada.
Todo esto, la civilizada costa, me pareció viable, atrayente, pero no pensé
que lograría saltar a tierra y escapar. Bajo la arcada iban y venían continuamente
numerosos hombres. Debajo del arco más próximo a donde me encontraba, vi a
un individuo extrañamente ataviado con un casco reluciente y una enorme
espada que le colgaba del cinto, el cual montaba guardia junto a una columna
adornada con grecas, tan maravillosamente tallada que parecía un árbol que
sostenía el claustro, como los restos de un palacio cuyos muros habían excavado
para construir este burdo canal para los barcos.
A partir de esa larga y memorable noche no me entretuve contemplando la
costa. Prefería alzar la vista al cielo y observar su corte de míticas criaturas
fijadas para siempre en las poderosas e inescrutables estrellas. Estas relucían
cual gemas en la noche oscura como boca de lobo. De pronto recordé unos
viejos poemas, incluso el sonido de unos himnos entonados sólo por hombres
mortales.
Según creo recordar, transcurrieron varias horas antes de que me atraparan,
me azotaran salvajemente con un látigo y me encerraran de nuevo en la bodega
del barco. Yo sabía que los azotes cesarían en cuanto me viera el anciano.
Furioso y temblando de indignación, el anciano se apresuró a abrazarme y nos
acostamos en su camarote. Era demasiado viejo para pedirme nada.
Yo no le amaba. Pese a ser mudo e imbécil, no tardé en comprender que ese
hombre me consideraba un bien muy valioso, digno de ser vendido por un
elevado precio. Pero yo le necesitaba y él me enjugaba las lágrimas. Me pasaba
buena parte del día y de la noche durmiendo. Cada vez que el mar se agitaba, me
ponía a vomitar. A veces me mareaba debido al calor que reinaba en el barco.
Jamás había experimentado un calor tan sofocante. El anciano me alimentaba tan bien que a veces pensé que me cebaba para venderme como si fuera un ternero.
Llegamos a Venecia un día al atardecer. Yo no podía adivinar que Italia fuera
un país tan bello. Había permanecido encerrado en esa inmunda bodega con el
viejo guardián, y cuando me condujo a la ciudad, mis sospechas sobre el anciano
se vieron confirmadas.
En una oscura habitación, él y otro hombre se enzarzaron en una acalorada
discusión. Pese a sus esfuerzos, no consiguieron hacerme hablar. No lograron
hacerme reconocer que comprendía lo que decían, pero entendí cada palabra. El
otro individuo entregó un dinero al anciano, que se marchó sin volverse para
mirarme.
Se afanaron en enseñarme cosas que yo desconocía. Se expresaban en una
lengua suave y cadenciosa. Venían unos chicos que se sentaban a mi lado y
trataban de instruirme con tiernos besos y abrazos. Me pellizcaban las tetillas y
trataban de tocar mis partes íntimas, que a mí me habían enseñado que no debía
mirar nunca so pena de cometer un pecado.
En varias ocasiones traté de rezar, pero no recordaba las palabras. Hasta las
imágenes eran borrosas. Las luces que me habían guiado durante toda la vida se
habían apagado para siempre. Cada vez que me sumía en unas profundas
reflexiones, alguien me golpeaba o me tiraba del pelo.
Después de azotarme, siempre me aplicaban ungüentos para disimular mis
heridas. En cierta ocasión, cuando un hombre me golpeó en la mejilla, otro
protestó airadamente y le sujetó la mano para evitar que lo hiciera por segunda
vez.Me negué a comer y a beber. No lograron obligarme a probar bocado. La
comida se me atragantaba. No es que decidiera matarme de hambre; es que era
incapaz de tratar de mantenerme vivo. Sabía que regresaría a casa, estaba
convencido de ello. Me moriría y regresaría a casa. Pero nunca estaba solo.
Tenía que morirme delante de otras personas. Hacía mucho tiempo que no veía
la luz del sol. Incluso el resplandor de las lámparas herían mis ojos porque
estaba acostumbrado a la oscuridad. No obstante, siempre había alguien
presente.
De pronto se encendía una lámpara. Los hombres se sentaban en un corro a
mi alrededor con sus sucios rostros y sus manazas con las que se apresuraban a
retirar un mechón de pelo que me caía sobre la frente o me daban unos
golpecitos en el hombro para despabilarme. Yo me volvía hacia la pared.
Había un sonido que me hacía compañía. Un sonido que me acompañaría
hasta el fin de mis días. El murmullo del agua. La oía lamiendo el muro en el exterior. Podía adivinar cuándo pasaba un barco por los crujidos de los pilotes de
madera; apoyaba la cabeza contra la piedra y sentía que la casa se mecía en el
agua, no como si estuviera construida junto a ella sino dentro del agua, como así
era, por supuesto.
En una ocasión soñé con mi hogar, pero no recuerdo qué. Me desperté
gritando, y desde las sombras brotaron unas palabras de consuelo, unas voces
tiernas y sentimentales.
Pensé que anhelaba estar solo, pero no era así. Cuando me encerraban
durante varios días y noches en una habitación a oscuras sin agua ni un
mendrugo de pan, me ponía a gritar y a aporrear los muros, pero no acudía nadie.
Por fin caía dormido y, al rato, cuando alguien abría la puerta de golpe, me
despertaba sobresaltado. Entonces me incorporaba y me tapaba los ojos, pues
aquella lámpara representaba una amenaza. La cabeza me dolía.
De pronto percibí un perfume suave e insinuante, una mezcla del fragante
olor de la leña al arder en un invierno nevoso y de flores trituradas y aceite
aromático.
Sentí el tacto de algo duro, hecho de madera o metal, pero el objeto se movía
como si fuera orgánico. Por fin abrí los ojos y vi un hombre que me abrazaba, y
esas cosas que parecían de piedra o de metal eran sus dedos. El hombre me miró
preocupado con unos ojos azules y amables.
—Amadeo —dijo.
Iba ataviado de terciopelo rojo y era imponentemente alto. Tenía el pelo
rubio y lo llevaba peinado con raya al medio, un peinado que le daba cierto aire
de santo, en una melena que le rozaba los hombros y se desparramaba sobre su
capa, formando unos lustrosos bucles. Tenía la frente lisa, sin la menor arruga, y
unas cejas altas de color dorado oscuro que conferían a su rostro una expresión
franca y decidida. Sus párpados estaban orlados por unas pestañas de color
dorado oscuro como sus cejas, que se curvaban hacia arriba. Cuando sonreía, sus
labios adquirían de pronto un tono rosa pálido que resaltaba su perfilada forma.
Yo le reconocí. Le hablé. Jamás había contemplado esos prodigios en el
rostro de otra persona.
Él me miró, sonriendo. No observé ni sombra de vello sobre su labio
superior ni en su barbilla. Tenía la nariz fina y delicada, pero lo bastante grande
para guardar la debida proporción con el resto de sus atractivas facciones.
—No soy Jesucristo, hijo mío —comentó—, sino alguien que porta su propia
salvación. Abrázame.
—Me muero, maestro —respondí, no recuerdo en qué idioma, pero él comprendió mis palabras.
—No, pequeño, no te mueres. Te acogeré bajo mi protección y, si los astros
nos son propicios, jamás morirás.
—Pero tú eres Jesucristo. ¡Te reconozco!
Él denegó con la cabeza y luego, en un gesto muy común y humano, bajó los
ojos y sonrió. Cuando sus labios carnosos se entreabrieron, vi unos dientes
blanquísimos de un ser humano. El hombre me tomó por las axilas, me alzó y
me besó en el cuello, lo cual me provocó un intenso escalofrío. Cerré los ojos y
sentí sus labios sobre mis párpados.
—Duerme mientras te llevo a casa —me murmuró al oído.
Cuando me desperté, comprobé que nos hallábamos en un baño de
gigantescas dimensiones. Ningún veneciano había poseído jamás un baño
semejante; eso lo sé por todo lo que contemplé más tarde. Pero ¿qué sabía yo
sobre las costumbres de aquel lugar? Esto era un auténtico palacio; yo había
visto muchos palacios.
Me levanté del nido de terciopelo sobre el que yacía, formado por su capa
roja, si no recuerdo mal. A mi derecha vi un gigantesco lecho rodeado por una
cortina y, más allá, una bañera ovalada. El agua manaba de una concha sostenida
por unos ángeles y de la amplia superficie se alzaba una nube de vapor. De
pronto mi maestro se levantó de la bañera y apareció enmarcado por el vapor,
mostrando su pecho desnudo y sus tetillas levemente rosadas. Tenía el pelo
estirado hacia atrás, más espeso y hermoso que antes.
Mi maestro me indicó que me acercara.
El agua me infundía respeto. Me arrodillé junto a la bañera y metí la mano en
el agua.
Con un ademán pasmosamente rápido y airoso, mi maestro me agarró y
sumergió en la cálida bañera hasta que el agua me cubrió los hombros. Luego me
inclinó la cabeza hacia atrás.
Al alzar la vista, observé que el techo azul estaba pintado con unos ángeles
de aspecto muy real provistos de unas grandes y plumosas alas. Jamás había
contemplado unos ángeles tan lustrosos y juguetones, triscando sin el menor
pudor, exhibiendo su belleza humana y sus musculosas piernas bajo unas túnicas
vaporosas, sus rizados cabellos agitados por el viento. Me pareció un tanto
exagerado, esas robustas y retozonas criaturas, esa orgía de juegos celestiales
plasmada en el techo hacia el que ascendía el vapor de la bañera, esfumándose
en una luz dorada.
Miré a mi maestro, cuyo rostro estaba ante mí. «Bésame otra vez, sí, haz que vuelva a estremecerme.» Sin embargo, él era de la misma pasta que esos ángeles
pintados en el techo, era uno de ellos, y ese cielo era un lugar pagano habitado
por dioses-soldados en el que abundaba el vino, la fruta y los placeres de la
carne. Me había equivocado de lugar.
Él echó la cabeza hacia atrás y lanzó una sonora carcajada. Tomó un puñado
de agua y la vertió sobre mi pecho. De golpe abrió la boca y durante unos
instantes vi el destello de algo nocivo y peligroso, unos dientes afilados como los
de un lobo. Pero desaparecieron de inmediato y sólo sentí sus labios sobre mi
cuello, mis hombros. Luego comenzó a succionarme una tetilla, sin hacer caso
de mis esfuerzos por detenerle.
Emití un gemido de gozo. Me sumergí de nuevo en el agua cálida sintiendo
los labios de él sobre mi pecho y mi vientre. Mi maestro me succionó la piel con
delicadeza, como si succionara la sal y el calor que emanaba, e incluso el tacto
de su frente sobre mi hombro me provocaba un cosquilleo delicioso. Le rodeé
con un brazo y cuando él halló el objeto de pecado, sentí que éste se disparaba
como una flecha; sentí el impulso, la potencia de esa flecha, y volví a gemir de
placer.
Él dejó que reposara un rato apoyado en él mientras me lavaba lentamente.
Me lavó el rostro con un esponjoso trapo. Luego me obligó a inclinar la cabeza
hacia atrás para lavarme el pelo.
Luego, cuando creyó que yo había reposado lo suficiente, empezamos a
besarnos de nuevo.
Me desperté antes del alba, apoyado en su hombro. Me incorporé y le
observé mientras se ponía la capa y se cubría la cabeza. La habitación estaba
llena de muchachos, pero muy distintos de los tristes y depauperados instructores
del burdel. Estos jóvenes que estaban congregados alrededor del lecho eran
hermosos, bien alimentados, risueños y dulces.
Iban vestidos con unas túnicas de vibrantes colores, plisadas, y la cintura
ceñida por un cinturón que les confería una gracia femenina. Todos lucían unas
espesas y lustrosas cabelleras.
Mi maestro se volvió hacia mí y en una lengua que yo comprendí
perfectamente, me dijo que yo era su único pupilo, que regresaría aquella noche
y que para entonces yo habría contemplado un mundo nuevo.
—¡Un mundo nuevo! —exclamé—. No me dejes, maestro. No deseo
conocer el mundo entero. ¡Sólo te deseo a ti!
—Amadeo —repuso, inclinándose sobre el lecho y utilizando un lenguaje
íntimo y confidencial. Tenía el pelo seco y cepillado; se había aplicado unos polvos en las manos para suavizarlas—. Me tendrás siempre. Deja que estos
chicos te den de comer y te vistan. Ahora me perteneces a mí, a Marius
Romanus.
Mi maestro se volvió hacia ellos y les dio unas órdenes en aquella lengua
dulce y melodiosa.
A juzgar por los alegres rostros de los jóvenes, cualquiera habría pensado
que les había dado oro y golosinas.
—Amadeo, Amadeo —canturrearon mientras se arremolinaban a mi
alrededor. Me contuvieron para impedir que siguiera a mi maestro. Me hablaban
en griego, rápidamente y con fluidez, aunque me costaba un poco entenderlos.
No obstante, comprendí lo que decían.
Ven con nosotros, eres uno de los nuestros, nos portaremos bien contigo,
tenemos órdenes de tratarte muy bien. Me vistieron apresuradamente con
prendas suyas, discutiendo entre ellos sobre qué túnica me sentaba mejor,
protestando porque esas medias estaban deslucidas, aunque era un atuendo
provisional. Cálzale estas zapatillas; ponle esta chaquetilla, a Riccardo le queda
muy estrecha. A mí me parecían unas prendas dignas de un rey.
—Te amamos —dijo Albinus, el segundo en orden jerárquico después de
Riccardo, un joven rubio de ojos verde pálido cuya belleza contrastaba con la de
Riccardo. En los otros no me fijé, pero estos dos constituían un festín para los
ojos.
—Sí, te amamos —apostilló Riccardo, apartándose el pelo n***o de la frente
y guiñando el ojo. Tenía la piel más suave que los demás y unos ojos negros
como el azabache. Me tomó de la mano y observé que tenía los dedos largos y
finos. Aquí todo el mundo tenía unos dedos finos muy hermosos. Tenían unos
dedos como los míos, los cuales destacaban entre los de mis compatriotas, pero
en aquellos momentos no pensé en eso.
De pronto se me ocurrió la extraña posibilidad de que yo, ese pálido
jovencito, el que había provocado aquella situación, el de los dedos finos y
largos, había sido conducido a la tierra a la que pertenecía. Sin embargo, eso era
inverosímil. Me dolía la cabeza. Vi unas imágenes efímeras y silenciosas de los
fornidos jinetes que me habían capturado, de la hedionda bodega del barco en el
que me habían trasladado a Constantinopla, de los individuos delgados y de
ademanes bruscos que se habían hecho cargo de mí allí.
Dios mío, ¿por qué me amaron aquellos hombres? ¿Con qué fin? ¿Por qué
me amas tú, Marius Romanus?
Mi maestro sonrió al despedirse con la mano desde la puerta. Se había enfundado la capucha, un marco escarlata que ponía de realce sus hermosos
pómulos y perfilados labios.
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
Una bruma blanca envolvió a mi maestro cuando la puerta se cerró tras él. La
noche se desvanecía, pero las velas seguían ardiendo.
Entramos en una espaciosa estancia, donde vi unos potes de pintura y unos
recipientes de barro que contenían unos pinceles. Unos grandes lienzos
cuadrados aguardaban que alguien les aplicara pintura.
Aquellos chicos no elaboraban sus colores con la yema de un huevo al estilo
tradicional. Mezclaban los hermosos pigmentos directamente con los óleos de
color ámbar. Los potecitos contenían unas grandes y relucientes masas de color
dispuestas para que yo las utilizara. Tomé el pincel que me entregaron los
jóvenes. Contemplé la tela inmaculadamente sobre la que debía pintar.
—No creado por manos humanas —comenté. Pero ¿qué significaban esas
palabras? Alcé el pincel y comencé a esbozar al hombre rubio que me había
rescatado de las tinieblas y la escualidez. Introduje el pincel en los potes de
pintura crema, rosa y blanco, aplicando esos colores al lienzo perfectamente
tensado, pero no fui capaz de pintar un cuadro.
—¡No creado por manos humanas! —musité. Dejé caer el pincel y me cubrí
el rostro con las manos.
Busqué las palabras en griego. Cuando las pronuncié, varios de los jóvenes
asintieron, pero no captaron el significado. ¿Cómo podía explicarles aquella
catástrofe? Me miré los dedos. ¿Qué había sido de...? Pero ahí concluían mis
recuerdos y lo único que me quedaba era Amadeo.
—No puedo hacerlo —dije contemplando el lienzo, aquel amasijo absurdo
de colores—. Quizá podría pintar sobre madera en lugar de tela.
Los muchachos me observaron sin comprender a qué me refería.
Mi maestro, el rubio de ojos azules, no era el Señor encarnado en un mortal,
pero era mi señor. Y yo no podía hacer lo que se suponía que debía hacer.
Para tranquilizarme, para distraerme, los muchachos tomaron sus pinceles y,
al poco rato, me asombraron con las imágenes que pintaban en un abrir y cerrar
de ojos.