Llegamos a su consultorio, un espacio sobrio pero adornado con reconocimientos y diplomas. Era, como sabía, una eminencia en el mundo de la medicina, un hombre cuyo éxito profesional rivalizaba con su riqueza. Su vida era un libro abierto para mí, una de mis mayores inspiraciones, y la admiración que sentía por él era profunda y casi obsesiva. —Espero ser así de famosa y exitosa al iniciar mis treinta años —murmuré para mí misma, perdida en un ensueño. Después de un momento, la realidad me golpeó. Estaba con él, no soñando. Me senté frente a su escritorio. —Antes de que empiece a hablar, quiero que sepa que también soy médico —le dije, la voz más estable de lo que creí posible—. Puede hablarme sin rodeos. Entenderé todo lo que tenga que decirme. Una mirada de orgullo fugaz cruzó su ros

