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EL HIJO SECRETO DEL REY

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el amor después del matrimonio
de amigos a amantes
dominante
chica buena
rey
drama
sweet
medieval
secretos
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Descripción

Isabel Terly ha estado enamorada del príncipe Christian Dampierre desde la infancia. Por eso, acepta casarse con él en una boda apresurada que pensó que nunca ocurriría creyendo que él le correspondía.

Pero al enterarse de las verdaderas intensiones del príncipe, se aleja de él llevando consigo un gran secreto que, incluso cinco años después, no puede salir a la luz.

En medio de una guerra, siempre debes proteger lo que más amas.

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La separación
Isabel contenía las lágrimas más por costumbre que de ganas. Llorar no devolvería el bebé a su vientre igual que las dos ocasiones anteriores. Su cuerpo estaba agotado y su estado de salud era pésimo. Debería estar agotada, pero en realidad se sentía furiosa. Enojada con el destino que le arrebataba a sus hijos, con Alexei Dampierre por crear una guerra sin cuartel, con su padres, por no frenar sus descabelladas ideas y, sobre todo, Isabel se odiaba a sí misma por ponerse en esa situación. “No te amo, Isabel. Si no lo he hecho en tres años, lo mejor es que ambos admitamos que nunca lo haré”. Las palabras hirientes como el fuego seguían grabadas en su mente incluso después de meses sin ver a Christian. Su esposo. Qué enigmático caballero. Christian Dampierre, quién con una mirada podía darle ganas de vivir y con una palabra podía destruir su corazón en pedazos. ¿Por qué le dio semejante poder sobre ella? Lo amaba con pasión, del tipo que desquiciada la mente. Quería llorar, gritar y maldecir. Después de todo, era la única culpable de su tragedia. —¿Por qué, Isabel?¿Por qué abriste la maldita boca?—Pensó. Era incapaz de hablar. Sabía que, de intentar el menor susurro rompería el nudo en su garganta que frenaba su llanto, su hambre de ser correspondida. El orgullo Terly, tan famoso en Valenzana, por fin estaba saliendo a relucir viendo las sábanas rojas que arruinaban su futuro. —Está perdiendo mucha sangre—informó la comadrona mientras seguía tratando de aliviarla un poco. Aunque Isabel sentía esas manos extrañas manipulando su cuerpo, estaba muy lejos de ahí reviviendo el momento exacto en donde su vida comenzó a desmoronarse, tres años atrás, en el instante preciso donde le propuso matrimonio a su amor de toda la vida, el príncipe Christian Dampierre. —¿Casarnos?—Había preguntado él totalmente desconcertado. —Así mi tío apoyaría tu causa. En Valenzana, la industria militar está mucho más desarrollada que aquí—argumentó. La realidad era que Isabel, enamorada toda su vida de él, quería aprovecharse de su vulnerabilidad. Su esposo era un hombre muy apegado a sus deberes, fue lo que impulsó al viejo rey a saltarse la sucesión y nombrarlo heredero. Por eso, cuando su madre sugirió esa idea, no le pareció descabellado. Si ella lo amaba y él ya sentía aprecio por ella, podría nacer el amor. Pero no lo hizo. Christian no la había amado cuando juró ante el sacerdote honrarla el resto de su vida; tampoco cuando le quitó la virginidad meses después de su noche de bodas, ni siquiera después de que perdiera su primer embarazo. No, no y no. Ese amor tóxico comenzaba a envenenarla. Su corazón estaba hecho trizas desde que se dio cuenta de que jamás tendría oportunidad de ser correspondida. Su esposo tenía una amante, una a la que le había prometido matrimonio apenas terminara la guerra. La chica estaba en su corazón mucho antes de que ella tuviera su anillo de bodas. La villana era ella. En medio del shock, Isabel por fin abría los ojos a la verdad. La única culpable era ella por intentar forzar algo que no existió en otro lado que no fuera su mente. Y sus deseos la matarían de pena si seguía insistiendo. —Por favor, majestad, beba esto—ofreció la ayudante de la sanadora—. Necesitamos prevenir la infección. El tónico era turbio y olía amargo. Bien podría ser veneno. Isabel cogió el vaso esperanzada en que era láudano para que la hiciera dormir semanas. Quería olvidar los sueños marchitos, su corazón roto y, sobre todas las cosas, necesitaba encontrar las fuerzas para sobreponerse al hecho de que no tendría hijos jamás. Era la tercera pérdida. Sería la última. A punto de caer en la inconciencia, pudo sentir la presencia de su esposo junto a ella. Su perfume era inconfundible. —¿Cómo se encuentra?—preguntó con voz monótona. —Delicada. Ha perdido mucha sangre. Su majestad es joven, podrá recuperarse, aunque...no creo que vuelva a embarazarse. Él suspiró. Ahí estaba, el último clavo en el ataúd. Además de ser una esposa impuesta, era estéril. —Hay que darle oportunidad para descansar. Isabel tuvo la última esperanza de que, viéndola vulnerable, su marido le tendiera la mano, no en señal de amor, sino por compasión. De que limpiara las lágrimas que se estaban secando en sus mejillas y le recordara algo del joven que la había enamorado. Pero no lo hizo. Ambos entendían que, en ese punto de la historia, ya ni siquiera eran amigos. La separación no se trataba de un punto de orgullo, sino de vida o muerte. Isabel tenía que ser fuerte. Acababan de arrancarle el corazón.

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