El silencio cayó sobre la habitación como un velo pesado tras la confesión de Elián.
Elisa seguía acurrucada contra los almohadones, todavía débil, todavía temblando por esos sueños que la habían perseguido durante horas. Pero nada se comparaba con el vértigo que sintió cuando Elián, con esa voz baja y quebrada que jamás había escuchado en él.
—Puedes destruirme. Y por primera vez en siglos, a algo tan peligroso como yo… eso le importa.
El mundo se le detuvo.
Lo miró… y él apartó la mirada.
No era el mismo Elián de siempre: implacable, perfecto, distante.
Este hombre parecía roto, fracturado por una verdad que llevaba demasiado tiempo ocultando.
—No debiste decir eso —susurró ella, porque no encontraba otra cosa más sensata que pronunciar.
Elián cerró los ojos.
—Lo sé.
Sus manos, esas manos que podían levantar cuerpos con la facilidad de un suspiro, estaban tensas, crispadas. Como si se contuviera para no acercarse, para no tocarla. Como si ese simple gesto pudiera condenarlos a ambos.
—Dijiste que… —Elisa tragó duro— que me protegerías. Que nada pasaría mientras yo estuviera aquí.
—Y lo he cumplido. —Su voz fue firme, pero cargada de algo parecido al dolor—. Pero protegerte también significa protegerte de mí.
Elisa sintió que algo en su pecho se apretaba.
—Elián… ¿Qué estás diciendo realmente?
Él abrió los ojos.
Ojos hermosos, pero cargados de una tormenta que ella no entendía del todo. Elián dio un paso hacia atrás, como si huir fuera la única manera de no destruir lo que había entre ellos.
—No debí dejar que el vínculo creciera —murmuró él—. No debí aceptar tu sangre por segunda vez tan pronto. No debí cargar tu cuerpo en mis brazos, no debí…
Se detuvo. Cada palabra lo hería.
—¿No debiste qué? —preguntó Elisa con un hilo de voz.
—No debí sentir —hizo una pausa—. Porque cuando empecé a sentir, dejé de ser imparcial. Dejé de ser tu protector y me convertí en tu riesgo.
Elisa sintió un escalofrío.
No miedo… sino reconocimiento.
Porque ella también lo había sentido.
El peligro.
La atracción.
La entrega silenciosa que no quería aceptar.
Él inclinó apenas la cabeza.
—No puedo seguir cerca de ti… No voy a romper cada una de mis promesas.
Una corriente eléctrica recorrió el aire entre ellos.
Elisa no podía moverse, pero tampoco quería hacerlo. Era como si algo profundo, dormido, respondiera al dolor de Elián. Como si la parte de ella que había soñado con él, esa parte que temía y deseaba, despertara otra vez.
—¿Qué promesas romperías…? —preguntó, aunque no estaba segura de que su voz fuera real.
Pasó un largo momento antes de que él contestara.
—La de no tocarte… La de no desear más de lo que te corresponde dar —la miro devastado—. La de mantener intacto el límite que separa tu vida de la mía.
Elisa se quedó sin aliento.
Ese era el problema, había un límite. Y estaba hecho de sangre, miedo y tentación.
—Elián, yo…
—No hables —la interrumpió, con suavidad, con una súplica que la estremeció—. Si dices una palabra más… podría no ser capaz de detenerme.
Ella no sabía si huir o quedarse.
Una parte de ella quería correr por los pasillos de la mansión, esconderse de esa confesión que lo cambiaba todo.
Pero otra parte, la que latía acelerada, la que recordaba su sueño, la que había sentido calidez en esos brazos fríos quería pedirle que no se alejara.
—Entonces… ¿qué hacemos ahora? —preguntó sin poder evitarlo.
Elián se quedó inmóvil.
Por un momento pareció más una sombra que un hombre.
Y después, con una decisión visible, retrocedió un paso hacia la puerta.
—Lo que debía haber hecho desde el principio —respondió, su voz triste y hermosa a la vez—. Mantenerte segura. Aunque eso signifique mantenerme lejos.
Elisa sintió un golpe en el pecho.
—¿Te vas? —preguntó.
—Por esta noche. —Y sus ojos se suavizaron un instante—. Pero no estarás sola. Yo velaré desde afuera. Siempre lo hago.
Algo en ella se revolvió.
—¿Desde afuera? —preguntó confundida—. ¿Desde cuándo lo haces?
Elián no respondió.
Y en ese silencio, Elisa entendió que él había estado vigilándola desde el primer día. No por obligación. No por deber.
Si no porque no podía hacer otra cosa.
Cuando se volvió para salir, ella casi extendió la mano para detenerlo. Pero el miedo a lo desconocido ganó por un segundo. Un segundo que se sintió eterno.
Justo antes de cruzar la puerta, Elián habló sin mirarla:
—Elisa… no sabes lo que significas para mí. Ni por qué tu sangre despertó lo que llevaba siglos muerto. No entiendes cuánto poder te da sobre mí.
Y entonces la miró.
Una mirada que era fuego, dolor, hambre y devoción al mismo tiempo.
—Pero mientras yo exista… no permitiré que ese poder nos destruya a ambos.
La puerta se cerró con un susurro suave.
Elisa permaneció sentada en la cama mucho después de que la puerta se cerró.
El silencio de la habitación parecía distinto ahora, más denso, como si cada sombra guardara un secreto que acababa de despertar. Intentó controlar su respiración, pero su pecho subía y bajaba demasiado rápido, como si algo dentro de ella hubiera sido remecido de forma irreversible.
El eco de las palabras de Elián seguía vibrando en su mente:
“No sabes el poder que tienes sobre mí”
Era imposible.
Absurdo.
Peligroso.
Y aun así… su cuerpo respondió. Sus manos temblaron. Un calor extraño le subió desde el abdomen hasta la garganta, mezclándose con un miedo visceral que no lograba definir.
Porque si lo que él sentía era real, entonces nada de lo que había imaginado sobre la mansión, el contrato o la sangre tenía el mismo significado.
—Cálmate… —susurró, aunque ni ella misma creía sus palabras.
Elián no solo era el vampiro que la había comprado.
Ni el dueño de la mansión.
Ni el ser inmortal que exigía su sangre.
Era el peligro más grande al que jamás había estado expuesta…
Y la única promesa que su alma quería romper.
Miró hacia la ventana. Afuera, la noche era tan negra que parecía viva. Y no sabía por qué… pero sintió que Elián estaba allí, vigilando, luchando contra todo lo que era para no volver a entrar.
Elisa se llevó una mano al corazón.
Tenía miedo.
Pero también…
Por primera vez…
Tenía curiosidad por saber qué ocurría cuando un inmortal perdía el control.