La Distancia De Elián

1080 Palabras
El amanecer llegó silencioso, demasiado silencioso, como si la mansión entera contuviera la respiración. Elisa despertó con la sensación de que alguien había estado sentado al borde de su cama durante la noche, observándola. Se levantó lentamente, sin ganas de enfrentar lo que fuese que el día trajera. La segunda entrega había sido diferente a la primera. Más intensa. Más íntima. Más peligrosa. No solo por la cantidad de sangre, sino por el modo en que Elián la había tomado: sin tocarla, sin hablar, sin mirarla… pero con una tensión tan feroz que parecía que estaba a un paso de romper algo o de romperse él mismo. Elisa no sabía si temerle o temer por él. Cuando bajó al gran salón para desayunar, la mesa larga estaba servida… pero vacía. Elián no estaba. Nadie parecía saber dónde se encontraba. Elvira depositó una taza de té caliente frente a ella y se inclinó con un respeto casi inquietante. —El señor Elián ha salido temprano —dijo, con su voz calmada y sin emociones—. Indicó que no estará disponible en los próximos días. “¿Qué significa eso que no estará disponible?”, pensó Elisa mientras removía el té sin beberlo. Algo había cambiado. Ella lo sentía. El aire vibraba con una energía distinta, como un hilo tenso a punto de romperse. El día transcurrió entre pasillos silenciosos y habitaciones que parecían observarla. Elisa intentó concentrarse en su hermana, que descansaba bajo supervisión médica, aparentemente tranquila… demasiado tranquila. Pero, aun así, cada movimiento que hacía dentro de la mansión se sentía diferente, como si Elián hubiera dejado un vacío a su alrededor. Un vacío que dolía. Hacia el atardecer, finalmente lo vio. Estaba en el extremo del jardín interior, donde los rosales oscuros crecían como sombras. De pie, manos en los bolsillos, la cabeza inclinada hacia un costado, como si analizara algo invisible. Su aura era distinta: más rígida, más fría. Cuando ella se acercó, él ni siquiera se volvió. —No deberías estar aquí sin compañía —murmuró. Su voz, profunda, resonó con un filo extraño, como si cada palabra le pesara. —Es mi casa también ahora, ¿no? —preguntó ella, tratando de sonar ligera. Él no respondió. —Elián… ¿estás bien? Un silencio prolongado. Tan largo que Elisa pensó que no contestaría. —Estoy bien —dijo finalmente, pero su tono era un muro impenetrable. Ella sintió una punzada que no esperaba: algo parecido al rechazo. Era absurdo sentirse herida; él no le debía nada. Solo un contrato, una transacción. Pero la forma en que la miró la noche anterior, la forma en que cada confesión salió de su boca… había demasiada emoción contenida como para que ahora pretendiese ser de piedra. —Si hice algo mal… puedes decírmelo —susurró ella. Él apretó la mandíbula. Un músculo vibró bajo su mejilla. —No hiciste nada mal —dijo, sin girarse—. Ese es precisamente el problema. Elisa frunció el ceño, confundida. —No entiendo. —No debes entender. Quiso tocarle el brazo, aunque fuera con la punta de los dedos, para que se volviera. Pero cuando dio un paso más, él retrocedió. Ella se detuvo, sorprendida. Él… ¿Estaba evitando tocarla? Elián por fin giró la cabeza hacia ella. Sus ojos, normalmente oscuros y tranquilos, parecían más claros, como si estuvieran llenos de una tormenta que se negaba a desbordarse. —Elisa —pronunció su nombre con un cansancio que ella jamás le había escuchado—. Debemos mantener distancia. Ella sintió un frío que no provenía del aire. —¿Por qué? ¿Por mi sangre? —Por mí —corrigió él, bajando la mirada. Aquella simple palabra la atravesó. —No lo entiendo. Ayer… —Ayer no debió haber ocurrido así —la interrumpió. Su voz era firme, pero temblaba en un punto escondido—. Fui descuidado y hablé demás. —Elián —tragó saliva—, escuchar lo que sientes fue lo mejor de ayer. Él cerró los ojos con una expresión casi dolorosa. —Ese es el problema. Ella dio un paso más. Esta vez, él no retrocedió, pero se tensó como si el suelo se abriera bajo sus pies. —Elián, ¿qué te pasa? Él levantó la vista, y en sus ojos había algo que no había mostrado antes: miedo. Pero no miedo hacia ella… sino hacia sí mismo. —La sangre… tu sangre… no es como la de nadie —susurró—. Me altera. Me despierta cosas que no deberían despertarse. Elisa sintió un latido fuerte en el pecho. —¿Cosas peligrosas? —Para ti —respondió él sin dudar. El viento movió las hojas oscuras a su alrededor, haciendo que el jardín pareciera respirar. Ella se quedó congelada. —No tienes por qué protegerme de ti —dijo despacio. —Sí, Elisa. Sí debo hacerlo —respondió él, con un susurro que parecía quebrarse—. Si pierdo el control… no habrá vuelta atrás. Ella notó que él apretaba los dedos hasta clavarse las uñas en la palma, como si luchara contra algo dentro de sí. —Yo no te tengo miedo —dijo ella. —Deberías —susurró él, casi sin voz—. Porque lo que siento cuando estás cerca… no es algo que un vampiro como yo deba sentir. Elisa abrió la boca, pero él levantó una mano, impidiendo que hablara. —No puedo mezclar mis impulsos con el contrato. No puedo cruzar esa línea. Y si sigo cerca de ti después de una entrega de sangre… sé que voy a hacerlo. Sus palabras cayeron entre los dos como una sentencia. Ella dio un paso atrás, sintiendo un peso extraño, casi doloroso. No quería admitirlo, pero también ella sentía algo: una tensión, una atracción, un miedo dulce que se le metía bajo la piel. —Entonces… ¿qué quieres que haga? —preguntó ella en un hilo de voz. —Mantén tu distancia —dijo Elián—. Hasta que yo recupere la mía. Se dio media vuelta antes de que ella pudiera responder. Caminó entre los rosales oscuros y desapareció en la sombra del pasillo, como si la oscuridad misma lo reclamara. Elisa se quedó sola. Sola con la certeza de que algo entre ellos estaba cambiando. Sola con la sospecha de que la distancia que él pedía era la prueba más peligrosa de todas. Porque, por primera vez, Elisa deseó que él no se alejara.
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