Al salir del baño, encontró un hermoso vestido sobre la cama con una nota.
“Úsalo esta noche, Elisa”.
Lo tomó con cautela, pero decidió arreglarse para ir a cenar y estar lo más presentable.
El reloj dio las ocho de la noche y un golpeteo suave en la puerta despertó a Elisa de su letargo. Uno de los hombres de traje la esperaba con la misma expresión impasible de Elvira.
—El amo Elián desea su compañía en el comedor principal.
No era una invitación. Era una cita marcada de antemano, y ella lo sabía. Elisa se levantó con lentitud. Su cuerpo aún se sentía extraño, pero la debilidad de la mañana había cedido, dejando una energía inquietante corriendo bajo su piel. Como si algo ajeno a ella la empujara hacia adelante.
El hombre la condujo por pasillos interminables hasta unas puertas dobles que se abrieron con solemnidad. El comedor era vasto, iluminado por decenas de velas que colgaban de un candelabro imponente. El aire olía a vino añejo, a madera antigua y a un perfume oscuro que la hizo estremecer.
Elián estaba allí, de pie al otro extremo de la mesa. Vestía un traje oscuro impecable, pero había algo diferente en él: sus cabellos caían levemente desordenados, y su semblante no mostraba la frialdad de costumbre.
—Elisa —dijo con un gesto elegante, indicándole la silla frente a él—. Me alegra que aceptaras cenar conmigo.
Ella se sentó con cautela. La mesa estaba servida con una vajilla de plata tallada y platos que parecían sacados de un banquete real. Sin embargo, la comida frente a ella era simple: pan fresco, frutas, una sopa humeante. Para él, en cambio, solo había una copa de cristal oscuro, idéntica a la de la noche en que bebió su sangre.
Elisa intentó no mirarla demasiado tiempo.
—No estoy segura de tener hambre —murmuró.
Elián sonrió, apenas.
—No es la comida lo importante esta noche. Es… la compañía.
El silencio se extendió entre ellos, denso como la propia mansión. Elisa probó un trozo de pan solo para romper la incomodidad. La textura era suave, casi demasiado perfecta, como si todo hubiera sido preparado para seducir más que para alimentar.
—¿Siempre cenas así? —preguntó con ironía, mirando la copa frente a él.
Elián inclinó la cabeza, entretenido.
—Siempre bebo lo que necesito, nunca más. La abundancia es vulgar.
La respuesta la dejó sin aliento por un instante. Había esperado evasivas, no aquella franqueza velada que rozaba lo macabro.
—¿Y yo? —preguntó, con un hilo de voz—. ¿Qué papel ocupó en todo esto, además de tu copa personal?
Los ojos color plata de Elián se clavaron en ella. Su mirada era profunda, pero no agresiva.
—Eres más que sangre, Elisa. Te lo dije. Lo que fluye en tus venas es único, pero no es lo único que me interesa. Hay algo en ti… esa voluntad de luchar por tu hermana, esa fuerza que no cede aunque tiemble. Me recuerda que aún queda belleza en este mundo corrupto.
El calor subió al rostro de Elisa, aunque sus labios se torcieron en un gesto amargo.
—¿Belleza? Me trajiste aquí contra mi voluntad. Firmé algo que ni siquiera leí. Me robaste la libertad.
Elián no se inmutó.
—Y, sin embargo, tu hermana vive. ¿Acaso no era eso lo que deseabas? Cada acto tiene un precio. El tuyo es permanecer a mi lado.
—Eres libre, puedes ir a cualquier lado, pero no sola.
El peso de sus palabras cayó como una cadena invisible. Elisa bajó la mirada a su plato, luchando contra la furia y la impotencia.
Pero en el fondo sabía que Elián tenía razón; su hermana estaba viva y era lo único que importaba.
La cena continuó en un extraño vaivén de silencios y frases medidas. Elián hablaba poco, pero cuando lo hacía, su voz tenía un magnetismo que llenaba el espacio. Habló de música, de libros antiguos, de épocas pasadas como si las hubiera vivido en carne propia. No se refería a “historia” en abstracto, sino como recuerdos personales.
Elisa lo notó.
—Hablas como si hubieras estado allí… —Lo interrumpió con desconfianza.
Elián dejó la copa sobre la mesa, y una sonrisa críptica cruzó sus labios.
—Tal vez lo estuve.
La joven tragó saliva. Quiso seguir preguntando, pero el peso de esa media confesión la dejó paralizada. Ya que eso le confirmaba lo que tanto ha estado sospechando.
Elián realmente era un vampiro.
La cena terminó, y los platos desaparecieron como por arte de magia, retirados por manos invisibles. Elián se levantó y se acercó a ella. No la tocó, pero inclinó la cabeza con la solemnidad de un caballero antiguo.
—Gracias por tu compañía esta noche. —Su voz bajó hasta ser casi un susurro—. No sabes cuánto la necesitaba.
Elisa lo miró con una mezcla de rabia y algo que no quería reconocer. Y mientras regresaba a su habitación, una idea la golpeó con más fuerza que nunca:
Elián no era simplemente su carcelero.
Era su tentación.
Una en la que no debía caer, una con la que debía luchar con todas sus fuerzas para no caer.
—Elisa, no debes enamorarte de él. —Escuchó esa voz que noche tras noche la atormentaba desde que estaba en ese lugar.
—¿Quién eres? —preguntó Elisa, pero nadie respondió.
Decidió olvidar lo que había escuchado y preparar la tina para tomar un baño y relajarse.
Tomó un largo baño dejándose sumergir en el agua por largo rato; cuando se sintió relajada, se preparó para dormir. Cuando se disponía a dormir, escuchó un golpeteo suave en la ventana. Al acercarse, no había nada más que ramas agitadas por el viento.
Pero cuando volvió a girarse hacia la cama, encontró algo sobre la almohada: una rosa azul, perfecta, con gotas rojas que parecían sangre resbalando por los pétalos.
La tomó con cautela. No tenía espinas. El perfume era embriagador, metálico, casi dulce. Y entonces lo comprendió.
Elián no necesitaba tocarla para entrar en su vida.
Ya lo había hecho sin ponerle un solo dedo encima.