La mansión Thorne se sentía como un susurro del pasado: majestuosa, oscura, de arquitectura gótica, sus torres afiladas parecían desgarrar el cielo gris como dedos huesudos que rogaban por un rayo. Las paredes de piedra, devoradas por enredaderas negras, absorbían la poca luz del atardecer. Las ventanas delgadas y altas permanecían cerradas con cortinas negras que no dejaban escapar ni una hebra de claridad, como si la casa temiera que el mundo exterior descubriera lo que guardaba en su interior.
Elisa se dirigió a las escaleras en silencio. Cada peldaño crujía bajo sus pies como un lamento antiguo, y la brisa nocturna que se colaba por alguna grieta le erizó la piel. Sentía una tensión en el aire, una vibración sutil que parecía responder a su presencia, como si la mansión la estuviera observando, analizando, juzgando.
Una mujer que no había visto los días previos a su llegada la esperaba al pie de la escalera. Rondaba los cuarenta, tal vez más, con el cabello recogido en un moño severo y vestida de n***o como todos allí. Su postura era recta, impecable. Tenía el rostro cruzado por una cicatriz fina que bajaba desde la sien hasta el mentón, apenas visible bajo el maquillaje, como una marca que no debía borrarse del todo.
—Señorita Adellver —saludó con un leve movimiento de cabeza—. Soy Elvira, ama de llaves de la casa. La llevaré a prepararse para su cena con el señor Thorne.
La voz de Elvira sonaba como un eco perfectamente controlado, sin emoción alguna. Ni fría ni cálida, simplemente… vacía.
Elisa la siguió, aunque cada paso que daba parecía hundirse en un terreno desconocido. En cada paso, sentía el peso de la historia, como si los muros respiraran a su alrededor, exhalando memorias ajenas que rozaban su piel como dedos helados. Algunas puertas del pasillo estaban entreabiertas, pero todas mostraban interiores sumidos en una oscuridad absoluta.
—¿Vive mucha gente aquí? —se atrevió a preguntar, intentando romper el silencio opresivo.
—Los necesarios —respondió Elvira, sin mirarla, sin disminuir el paso.
No hubo más conversación.
La llevó a un ala aislada de la mansión, una zona donde el aire olía a madera vieja y a algo más… un perfume dulce, casi metálico, que no supo identificar. La habitación asignada era más lujosa de lo que esperaba: una cama con dosel de terciopelo burdeos, muebles antiguos, pero relucientes, un tocador con espejo adornado con filigranas doradas… aunque algo en el reflejo era extraño. Turbio. Como si la luz que lo atravesaba no quisiera quedarse mucho tiempo allí.
—Si desea bañarse, hay agua caliente —explicó Elvira—. Y si escucha algo… no salga de la habitación.
Elisa frunció el ceño.
—¿Escuchar qué?
Elvira la miró por primera vez. En sus ojos oscuros había una advertencia silenciosa que no admitía réplica.
—Cosas que no son asunto suyo.
La puerta se cerró detrás de ella con un clic seco, un sonido demasiado definitivo. Elisa se quedó mirando la madera oscura como si pudiera leer algún mensaje oculto en sus vetas.
Finalmente, se sentó en el borde de la cama. El colchón era suave, demasiado suave, casi como si quisiera tragársela. Se sentía completamente fuera de lugar… como una pieza que no encajaba en el tablero, una intrusa en un mundo diseñado para otros.
Buscó algo familiar con la mirada. Había un teléfono, un televisor, un reloj. Tecnología mezclada con antigüedad. Un antiguo despertador marcaba las seis, aunque no estaba segura de que funcionara realmente.
El impulso de tomar el teléfono la golpeó, pero ¿a quién iba a llamar? Solo tenía a Elena, y lo último que deseaba era preocuparla más. Su hermana estaba frágil, sostenida a la fuerza por máquinas que Elisa jamás podría pagar. Esta mansión, con toda su oscuridad, era su única esperanza.
Se levantó y se acercó a la ventana. Intentó abrirla; no cedió. Entonces vio los finos barrotes disimulados en el marco, perfectamente integrados, casi invisibles a primera vista.
Estaba encerrada.
Contuvo un temblor. Respiró hondo, intentando calmar la presión que le crecía en el pecho. Se repitió que iba a hacer esto por su hermana. Por su única familia. Tenía que resistir, sin importar lo que encontrará dentro de esos muros.
Se dirigió al baño para prepararse. El aire allí era más caliente, húmedo, cargado con el aroma de aceites que no reconocía. Las velas de los candelabros se encendieron solas, una a una, como si la casa respondiera a un ritmo que ella no comprendía, a un latido oculto.
Elisa se sumergió en la tina, dejando que el agua perfumada la envolviera. Cerró los ojos. Quizás solo necesitaba relajarse. Quizás la mansión no era tan aterradora como parecía. Quizás…
Un crujido la sacó de su pensamiento. No fue fuerte, pero sí claro.
Como pasos dentro de la habitación.
Se quedó inmóvil. El corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Se incorporó poco a poco, tomó una toalla y salió del baño con cautela.
—¿Hola? —susurró.
Silencio.
Se acercó a la puerta, apoyó el oído contra la madera fría. Nada.
Se agachó, mirando por la rendija inferior. Oscuridad absoluta.
Entonces lo oyó.
Su nombre.
“Elisa…”
La voz era suave, masculina, como un susurro que se deslizaba entre sombras. Un murmullo cargado de deseo y advertencia al mismo tiempo, tan íntimo que sintió la piel erizarse en un latigazo. Parecía venir desde el otro lado de la puerta… o desde dentro de su propia mente.
Retrocedió de inmediato, cubriéndose la boca para contener un jadeo. El sudor frío se le acumuló en la nuca.
—Esto fue un error… —murmuró.
Pero la imagen de Elena en la cama del hospital apareció en su mente, pálida, exhausta, luchando por respirar. Conectada a máquinas cuyo costo superaba cualquier sueldo que Elisa hubiera tenido. Recordó la mano temblorosa de su hermana.
No, no había error.
Solo oscuridad.
Y ella ya había entrado en ella.
Lo único que podía hacer era aprender a caminar en la penumbra, sobrevivir a la casa, a sus susurros, y al hombre que la esperaba para cenar.