Han sido días pesados, llenos de tensión, en los que me he sentido completamente sola. Daniela me trata como si no valiera nada, con esa frialdad que parece congelar el aire a su alrededor, mientras que Delfina no se queda atrás, aprovechando cada oportunidad para recordarme que, aunque vivo en esta casa, no soy bienvenida. Ambas se sienten dueñas de todo, incluyendo mi vida. El ambiente es sofocante, y cada palabra que pronuncian es una daga que se clava más profundo.
No puedo dejar de mirar la prueba de embarazo entre mis manos. Dos rayitas. Dos pequeñas líneas que han cambiado todo en un segundo. Estoy esperando un bebé. Un bebé de Fernando, mi hermanastro. Apenas tengo diecisiete años, y él está lejos, en otro país, estudiando sin saber nada de esto. No puedo dejar de preguntarme una y otra vez, ¿qué voy a hacer? ¿Cómo voy a enfrentar esto sola?
Las lágrimas caen sin control, mi pecho se siente oprimido, y mis pensamientos son un caos. Todo parece irreal, como si estuviera atrapada en una pesadilla de la que no puedo despertar. Me sobresalté cuando escuché el sonido de la puerta abriéndose bruscamente.
Daniela entró en mi habitación sin anunciarse, como siempre. Instintivamente, intenté esconder la prueba de embarazo detrás de mi espalda, pero fue inútil. Con un movimiento rápido y cruel, ella la arrancó de mis manos.
—¡Devuélvame eso! —grité, mi voz rota por la desesperación, mientras me lanzaba hacia ella.
—¿Qué es esto? —preguntó, ignorándome por completo mientras sus ojos se clavaban en las dos líneas de la prueba—. ¿Estás embarazada?
Me quedé paralizada, mi corazón latiendo con fuerza en mi pecho. Daniela levantó la vista y me miró con una mezcla de asco y burla.
—¡Maldita zorra! —espetó, su tono venenoso me hizo retroceder un paso—. ¿Te acostaste con un miserable?
El enojo brotó dentro de mí, superando momentáneamente el miedo.
—¡No es un miserable! —le respondí, mi voz temblorosa pero firme—. Es Fernando… su hijo. Él me ama…
El golpe fue tan rápido que ni siquiera lo vi venir. La bofetada resonó en la habitación, haciendo que mi rostro ardiera con el impacto. Tropecé hacia atrás, llevándome una mano a la mejilla, los ojos llenos de lágrimas de dolor y rabia.
—¡Mi hijo no te ama! —gritó Daniela, su rostro desfigurado por la furia—. Jamás te ha amado, Azul. ¿De verdad creíste que alguien como él estaría contigo por amor?
Su risa amarga me atravesó como un cuchillo.
—Yo le pedí que se acercara a ti —continuó, con una sonrisa cruel—. Y yo me acerqué a tu padre. Todo esto ha sido para obtener tu fortuna. ¿Qué pensabas? ¿Qué mi hijo te veía como algo más que una herramienta? ¡Eres una ingenua!
—Eso es mentira —susurré, sintiendo cómo el suelo bajo mis pies se desmoronaba—. No puede ser…
Mis palabras se ahogaron entre sollozos. Daniela se acercó, su sombra cubriéndome mientras yo retrocedía, sintiendo que el mundo se me venía encima.
—Oh, querida, es mejor que te acostumbres a la realidad —dijo con una frialdad que me heló el alma—. Porque nadie vendrá a salvarte.
—¡Lárgate de mi casa! —me gritó Daniela con furia.
—¡Esta es la casa de mi mamá! —le grité de vuelta, con la garganta apretada y el corazón latiendo a mil por hora.
Sus ojos se llenaron de desprecio mientras daba un paso hacia mí, como si mi sola presencia le repugnara.
—Tú no tienes madre, ni tienes padre —escupió, sus palabras como dagas—. No eres más que una huérfana y una zorra que se metió en la cama de mi hijo. Pero no le arruinarás la vida.
Antes de que pudiera reaccionar, Daniela me agarró del brazo con fuerza, sus uñas clavándose en mi piel. Me arrastró por el pasillo, forzándome a bajar las escaleras. Intenté liberarme, pero su agarre era firme. Justo en ese momento, mi padre apareció en el vestíbulo.
—¿Qué está pasando aquí, Daniela? —preguntó con el ceño fruncido, su mirada desconcertada.
—Descubrí que tu hija está embarazada —soltó Daniela con una frialdad venenosa.
Mi padre, Raúl Vidal, me miró incrédulo, su rostro oscureciéndose de inmediato.
—¿Tú no tienes novio, Azul? —me preguntó con voz fría—. ¿Quién fue el miserable que te embarazó?
Las palabras se atascaban en mi garganta, sentía un nudo que no me dejaba hablar. Todo parecía suceder demasiado rápido.
—Fue…
—Seguramente ni siquiera ella lo sabe, Raúl —interrumpió Daniela con una sonrisa amarga—. Delfina me ha dicho que tu hija es una zorra. Mira estas fotografías.
Con un movimiento triunfal, Daniela sacó un sobre del bolso y le entregó unas fotos a mi papá. Mis ojos se abrieron de par en par al verlas. Eran de mí, desnuda. Esas fotos… esas fotos me las tomó Fernando. Él me había prometido que las había borrado, ¡me juró que no existían más! ¡Y yo le creí!
Mi padre revisó las fotos con el rostro endurecido, y de repente, sentí su mano estrellarse contra mi cara. El golpe fue tan fuerte que caí al suelo, el dolor irradiando por mi labio roto. Me llevé la mano a la boca, sintiendo la sangre brotar.
—Papá, te juro que es mentira —sollozaba, apenas pudiendo hablar entre lágrimas—. Daniela me odia…
Pero su mirada estaba llena de desprecio, de un odio que jamás había visto en él.
—Eres una zorra, Azul. Jamás debí permitir que Julia te trajera a esta casa. Jamás te vi como mi hija… y ahora entiendo por qué.
—¡No me digas eso! —grité, el dolor emocional aplastándome más que el físico—. ¡Tú eres mi papá!
—Yo no soy tu padre —respondió con voz helada, sus palabras cortándome como un cuchillo—. Jamás lo he sido. Lárgate. No quiero saber nada más de ti ni de tu bastardo.
El mundo pareció detenerse en ese instante. Las paredes se cerraron sobre mí, el aire se hizo pesado y difícil de respirar. Mi propio padre… ¿Cómo podía decirme eso? Las lágrimas nublaban mi visión, pero ni siquiera podía sentirlas caer. Todo a mi alrededor se desmoronaba, y yo estaba completamente sola.