♡PRÓLOGO♡
Hay secretos que se guardan en lo más profundo del alma.
No porque sean vergonzosos…
Sino porque, si salieran a la luz, cambiarían todo.
Yo tenía uno.
Comenzó como una simple idea, una fantasía traviesa nacida entre los pasillos de la facultad de Literatura. Una historia que no podía contar en voz alta, así que la escribí. Con cada palabra, cada escena prohibida, algo en mí se despertaba. Algo que siempre había estado oculto bajo la máscara de la chica tranquila y reservada que todos conocían.
Lo subí en línea, bajo un seudónimo. Sin rostro. Sin nombre.
Solo deseo.
Y entonces apareció él.
Un desconocido…
Un coeditor anónimo con el que empecé a construir, sin saberlo, más que una novela.
Una conexión.
Un juego de doble filo.
Mientras tanto, mi vida continuaba entre risas compartidas con Lana y Alan, mis mejores amigos de toda la vida, y nuestras nuevas amistades en la universidad.
Pero en las noches, cuando todos dormían, yo me perdía entre letras ardientes y mensajes que me hacían estremecer.
Nunca imaginé que ese juego me llevaría al borde del abismo.
Nunca imaginé que él… estaba más cerca de lo que pensaba.
Porque a veces, lo prohibido no está en los libros.
Está en las miradas.
En los silencios.
En lo que nunca nos atrevemos a confesar.
Mi nombre es Perla.
Y esta… es mi historia secreta.
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Perla tenía solo ocho años cuando su mundo cambió de golpe.
Una mudanza no era nada nuevo para ella, pero había algo distinto en aquel barrio de casas bajas y árboles viejos que mecían sus ramas como si saludaran. Era un lugar más tranquilo que cualquier otro en el que hubiera vivido, con aceras que olían a pasto recién cortado y voces de niños jugando al final de la calle.
Su madre le apretó la mano cuando llegaron frente a la nueva casa.
—Vamos, Perla, ve a mirar tu cuarto —le dijo con una sonrisa cansada.
Pero Perla solo asintió, sin despegar la mirada del portón blanco de la casa vecina.
Fue entonces cuando la vio.
Una niña de una edad contemporanea, con coletas desordenadas, una sonrisa sin miedo y un vestido lleno de manchas de pintura.
—¿Te vas a quedar a vivir aquí? —preguntó con naturalidad, apoyando los codos en la reja.
Perla parpadeó, sorprendida.
—Sí… creo que sí.
La niña extendió la mano como si fueran adultas cerrando un trato importante.
—Soy Alana. Vivo allá —señaló la casa de al lado—. Si quieres, puedo enseñarte dónde venden los mejores dulces.
Perla sonrió, por primera vez en días.
—Me llamo Perla. Y sí, quiero.
Desde ese momento, se volvieron inseparables.
Jugaban, reían, peleaban como hermanas. Alana era fuego, desorden y alegría. Perla, en cambio, era más callada, más observadora, pero con una imaginación que parecía no tener fin. Se complementaban como piezas de un mismo rompecabezas.
Con el tiempo, Perla conoció al hermano mellizo de su amiga: Alan.
Era lo opuesto a Alana en casi todo. Silencioso, meticuloso, con una mirada que parecía analizarlo todo. Pero algo en él también despertaba curiosidad en Perla. Tal vez porque, en el fondo, ambos eran más parecidos de lo que querían admitir.
A los diez años, ya escribían pequeños cuentos en cuadernos reciclados.
A los doce, hablaban de libros como si fueran secretos.
A los quince, juraron estudiar literatura juntos y perseguir sus sueños, sin importar qué dijeran los demás.
La adolescencia llegó como una ráfaga.
Rápida, impredecible… con demasiadas emociones para tan poco espacio en el pecho.
Perla, Alana y Alan crecieron juntos, pero cada uno empezó a cambiar a su manera. Alana seguía siendo ese huracán lleno de colores, pero ahora también era la chica que pintaba murales en el colegio, la que organizaba protestas estudiantiles y llevaba los labios pintados de rojo solo porque le gustaba. Perla la admiraba con una mezcla de orgullo y asombro.
Ella, en cambio, se refugiaba más en las palabras.
Se había enamorado de los libros como quien se enamora de un mundo secreto. Escribía a escondidas, leía hasta tarde, y llenaba cuadernos con historias que no se atrevía a mostrarle a nadie… excepto a Alan.
Él era el único que entendía ese lado suyo.
También escribía, aunque con más orden, más estructura. Mientras Perla dejaba que las emociones guiaran su pluma, Alan escribía como quien arma un rompecabezas complejo, pieza por pieza.
Y, sin darse cuenta, se convirtieron en lectores mutuos.
Críticos. Aliados. Cómplices.
—Tu protagonista está llena de contradicciones —le decía Alan mientras hojeaba uno de sus cuentos.
—Como tú —respondía Perla sin alzar la vista, con una sonrisa escondida.
A veces, Alana se quejaba de que hablaban demasiado de libros y no lo suficiente de cosas divertidas.
Pero en el fondo, ella también se sentía parte de esa pequeña tribu secreta.
Los tres sabían que eran distintos, pero también sabían que eso los hacía fuertes.
A los diecisiete, la decisión ya estaba tomada.
—Vamos a estudiar Literatura —dijo Alana una tarde, tirada en el césped del parque con los brazos extendidos como si volara—. En la misma universidad. Los tres.
—¿Y si no quedamos juntos? —preguntó Perla, sintiendo el nudo en la garganta.
—Entonces luchamos hasta lograrlo —dijo Alan, con una certeza que le erizó la piel.
Fue ahí, entre risas, ansiedad y sueños aún no alcanzados, que hicieron un nuevo pacto.
Una promesa silenciosa de mantenerse unidos, aunque el mundo cambiara a su alrededor.
Y ahora, con dieciocho, estaban a punto de comenzar una nueva etapa.
La universidad. La ciudad. Una vida compartida… pero distinta.
Donde nuevos amigos llegarían.
Y algunos secretos, también.
La ciudad los esperaba.
Y con ella, nuevas amistades, nuevas historias…
Y secretos que aún no habían nacido.
Porque, aunque ellos aún no lo sabían, no todo lo que se escribe con tinta permanece en el papel.
Pero todo empezó ahí.
Con una niña nueva, una reja blanca…
Y una promesa de amistad que cambiaría sus vidas para siempre.