​CANTO IV

975 Palabras
​CANTO IV [ Un trueno despierta al poeta de su letargo. Sigue el viaje con su guía y desciende al limbo, que es el primer círculo del infierno. Encuentra allí las almas que vivieron virtuosamente, pero que están excluidas del paraíso por no haber recibido el agua del bautismo. Los grandes poetas antiguos. Los espíritus magnos. Después, desciende al segundo círculo. ] Rompió mi sueño un trueno estrepitoso, que sacudió con fuerza mi cabeza, y desperté, mi cuerpo tembloroso; y el ojo reposado, con sorpresa, me levanté, miré en contorno mío, por conocer el sitio con fijeza; y vi que estaba en el veril sombrío del valle del abismo doloroso, y ayes sin fin subían del bajío: era oscuro, profundo y nebuloso, que aun hundiendo de fijo la mirada, no alcanzaba su fondo tenebroso. Mi guía, con la faz amortajada, dijo: «Bajemos a ese mundo ciego: primero yo: tú, sigue mi pisada.» Yo, que su palidez vi desde luego, respondí: «Si el bajar a ti te espanta, ¿quién a mi pecho infundirá sosiego?» «Es la angustia», dijo él, «por pena tanta, y la piedad pintada en mi semblante; no pienses que es temor que me quebranta. »Vamos: el trecho es largo y apremiante.» Y entramos en el círculo primero, que ceñía el abismo colindante. Aquí volvía el grito lastimero, de suspiros sin fin, mas no de llanto, que en aire eterno tiembla plañidero. Era rumor de pena, sin quebranto, de hombres, niños, mujeres, numerosos, que en turba iban girando, sin espanto. «Quiero sepas que espíritus llorosos son esos que tú ves», el maestro dijo, «antes de ir a otros antros tenebrosos. »No pecaron, ni el cielo los maldijo; pero el bautismo nunca recibieron, puerta segura que tu fe predijo. »Antes del cristianismo, ellos nacieron; no adoraron al Dios omnipotente. y uno soy yo de los que así murieron. »Por tal culpa aquí yacen solamente, y el castigo, es desear, sin esperanza, piadosa remisión del inocente.» Un gran dolor al pecho se abalanza, al hallar en el limbo tanta gente, digna de la celeste bienandanza. «Dime, maestro, dime ciertamente», pregunté, para estar más cerciorado de la fe que al error vence potente: «¿Salió de esta mansión algún penado, por méritos que el cielo le abonaba?» Y comprendido el razonar velado, me respondió: «Apenas aquí entraba, cuando miré venir un prepotente, que el signo de victoria coronaba. »Sacó la sombra del primer viviente, de su hijo Abel, y de Noé el del Arca, y de Moisés, que legisló obediente; »con la de Isaac, la de Abraham, patriarca; y a Jacob con Raquel, por la que hizo tanto, y su prole; y a David monarca; »y muchos más, a quienes dió el bautizo; que hasta entonces, jamás alma nacida subió de esta región al paraíso.» Sin parar nuestra marcha de seguida, íbamos al través de selva espesa, digo, selva de gente dolorida. Casi vencida la primera empresa, un fuego vi, que en forma de hemisferio vencía de la sombra la oscureza. Sin comprender de lejos el misterio, bien pude discernir, siquiera en parte, que era de noble gente cautiverio. «¡Oh tú!, que honras la ciencia a par del arte, ¿quiénes tienen tal honra, y en qué nombre de las almas la vida así se parte?» Y respondióme: «El caso no te asombre; la fama que publica tu planeta se propicia en el cielo con renombre.» «¡Honremos al altísimo poeta! Su sombra vuelve a hacernos compañía», clamó una voz, y se calló discreta. Al expirar la voz que así decía, vi cuatro grandes sombras por delante, que ni dolor mostraban ni alegría. «¡Míralos en su gloria fulgurante!» Dijo el maestro: «El que la espada en mano se adelanta a los otros, arrogante, »es Homero, el poeta soberano; el otro, Horacio; Ovidio es el tercero; y el que les sigue, se llamó Lucano. »Como cada uno cree merecedero el nombre que me dió la voz aislada, me honran con sentimiento placentero.» Así, la bella escuela vi adunada, del genio superior del alto canto, águila sobre todos encumbrada. Luego que hubieron departido un tanto, hacia mí se volvieron placenteros, y el maestro sonrióse con encanto. Mayor honor me hicieron lisonjeros; y dándome un lugar en compañía, el sexto fuí, contado entre primeros. Y así seguimos, hasta ver del día la dulce luz, en cuento razonado, que es bien callar, y allí muy bien venía. Un castillo encontramos, rodeado con siete muros de soberbia altura, de un hermoso arroyuelo circundado. Paso el arroyo dió cual tierra dura; siete puertas pasamos y seguimos hasta pisar de un prado la verdura. Gentes de tardos ojos allí vimos, de grande autoridad en su semblante y que muy bajo hablaban, percibimos. Montamos una altura d*******e, que campo luminoso dilataba, y que a todos mostraba por delante; y en el prado, que todo lo esmaltaba, los espíritus vi del genio magno, y de sólo mirarlos, me exaltaba. A Electra vi en un grupo soberano; a Héctor reconocí, y al justo Enea; y armado, César, de ojos de milano. Y vi a Camila, y vi a Pentesilea, a la otra parte; y vide el rey Latino que con su hija Lavinia se parea. Y vide a Bruto, que expelió a Tarquino; Lucrecia y Julia y Marcia, y a Cornelia; y solo, aparte, estaba Saladino. Y ante la luz, que mi mirada auxilia, vi al maestro, que el saber derrama, sentado, en filosófica familia: todos lo admiran, lo honran, se le aclama, de Platón y de Sócrates cercado, y de Zenón, y otros de excelsa fama: Demócrito, que al caso todo ha dado; Diógenes, Anaxágoras y Tales, y Heráclito, de Empédocles al lado; Dioscórides, en ciencias naturales, el gran observador; y vide a Orfeo, y a Tulio y Livio y Séneca, morales; al sabio Euclides, cabe a Tolomeo; Hipócrates, Galeno y Avizena, y Averroes, de la ciencia corifeo. Mas a todos nombrar fuera gran pena, y así, debo dejar interrumpido este discurso, que no todo llena. Quedó a dos nuestro grupo reducido: por otra senda me llevó mi guía, del aura quieta al aire estremecido, para volver a la región sombría.
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