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La Secta Milenaria - Libro I

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Descripción

Nahuel busca vengarse de su exjefe por la muerte accidental de su amada Laura, mientras lucha contra la depresión y el alcohol.

En paralelo, su prima Micaela trabaja como periodista sobre el trasfondo de una ley que, de aprobarse, reduciría la oferta de productos en las farmacias de toda la Argentina, sin sospechar los múltiples intereses detrás de la movida: política, medicina y religión.

Todo cambia para Nahuel con la aparición de una carta, que le da el impulso necesario para salir de su encierro y ver todas las consecuencias frente a sus ojos.

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Capítulo I - Antes del éxodo hebreo
Luego de vagar mucho tiempo por aquel desierto desconocido, el mugriento y sudoroso hombre se derrumbó, exhausto, bajo el ardiente sol. Intentó tragar saliva, pero la sequedad provocada por la prolongada exposición al calor se lo impidió. Agotado y sediento, abrió su cántaro, queriendo engañarse: contempló su interior vacío y lo volvió a cerrar con resignación. Se arrodilló o más bien sus piernas cedieron. Había tenido que escapar de Egipto por desafiar la ley y su vida corría un peligro inminente. Obligado a abandonar a su mujer embarazada y a sus dos hijos pequeños, que estarían muy probablemente sufriendo las consecuencias, el hebreo se veía huérfano en ese infinito lugar sin vida, que ocupaba kilómetros a su alrededor. Al no poder olvidar a su familia, se tiró sobre la ardiente arena y lloró sin consuelo. La noche no se hizo esperar, trayendo consigo un clima frío que luego se volvería más intenso, mientras el hebreo aún dormía, víctima de todo el esfuerzo que había hecho por días. Y una serpiente sin ojos se arrastraba a lo lejos. Con lentitud en la fría arena sacaba su lengua. De color marrón y manchas negras; cabeza grande y deprimida, apenas distinta del cuello; capucha de piel plegada; hocico ancho y redondeado; cuerpo cilíndrico y robusto con una larga cola; como la cobra egipcia que era, su aspecto intimidaba o provocaba algo peor. Una cobra sin ojos, que distinguió la presencia de un ser vivo y se le acercó, danzando sobre la arena. Y cuando estuvo frente a él, se incorporó transformada. Cadavérico, de rostro craneal rojizo, dos rendijas a modo de orificios nasales, dientes de tiburón, cuernos llameantes y huecos profundos en lugar de ojos, el extraño hizo su imponente presencia.  El hebreo, aturdido, movió la cabeza y despertó. Quedó cara a cara con aquella presencia fabulosa, y de inmediato se le apartó, temeroso, pero el extraño caminó de forma suave hacia él. —No se preocupe, Raveh. No lo mataré —dijo el ser, con una voz grave y amenazadora. —¿Quién es usted? ¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó Raveh, aún alarmado por la presencia de su acompañante. —Soy Anton. Puedo ayudarlo a salvar a su familia, si usted así me lo permite. Sé que su mujer está embarazada y que ella y sus dos hijos están padeciendo en su ausencia. —¿Están bien? —preguntó Raveh, con evidente desesperación. —Sí, lo están. No se preocupe. Raveh suspiró aliviado. —Puedo seguir cuidándolos. Necesito que usted me ayude. Raveh dudó por un instante. No solía confiar en extraños aparecidos de esa manera. Todavía no podía entender qué era Anton. —Claro, si usted me lo permite —dijo aquel, como queriendo ejercer algo de presión al pobre Raveh. —Lo que sea por mi familia —respondió el hebreo, nervioso. Anton se inclinó y le dijo algo al oído. Raveh entró en pánico, y con justa razón. Si bien él había vivido en Egipto, no compartía la creencia de sus dioses, sino la del Dios considerado verdadero. El Dios de Abraham. Como si leyera su mente, Anton preguntó: —¿Duda usted acaso de mi palabra? —No, no. Un poco, tal vez. Solo quiero el bienestar de mi familia. —Pues ello es mi precio. No tiene de qué preocuparse. Raveh, dudando, tuvo que ceder. Anton estiró su mano y lo que hizo sucedió sin apenas dolor: el insignificante hebreo, que en todo momento había estado en la arena, se contorsionó al mismo tiempo que una especie de vapor casi imperceptible salía de su boca y bailaba alegre en el aire. Anton abrió su boca y la recibió. Lo que sucedió a continuación fue algo que únicamente Dios y los ángeles más fieles pueden entender con claridad. Las voces del lamento se hicieron oír, y la arena se desplazó y el viento comenzó a soplar, primero de manera leve y luego con indomable bestialidad. Y una gran, gigantesca nube de arena, tapó la vista del exiliado y le impidió respirar. La más absoluta y densa oscuridad se pegó en los ojos de Raveh, que miraban sin ver la nada misma. Y algo le hizo pensar que era un lugar nuevo, desconocido para él. Pero para cuando esa idea se le había formado, algo de engañosa claridad asomó. —Hombre, aquí —dijo una voz poderosa. Raveh giró su cabeza y se encontró con quien le había hablado, aún cubierto por la negritud. —No desespere. Anton lo trajo conmigo mientras ayuda a su familia en Egipto. Él es mi nuevo aprendiz. La oscuridad redujo en lo mínimo su presencia, lo suficiente como para distinguir el interior de una cueva subterránea. Raveh sintió calor en todo su cuerpo y pudo ver al extraño, que usaba una llamativa túnica negra que le caía por los pies. Parecería una persona, si no fuera por su apariencia inquietante. —Supongo que, a sus ojos, soy de temer, sin embargo déjeme decirle que no hay razón. Ya usted me entenderá por qué. Raveh miró al extraño, que le tendió una mano. —Soy Lucifer, un amigo nada más. Insisto en la idea de que no debe tenerme miedo, aunque mi apariencia le inspire lo contrario. Lucifer siguió con la mano tendida. Raveh, sin ver otra opción, aceptó el ofrecimiento y se levantó. —¿Dónde estoy? —Esa es una buena pregunta, pero no puedo responderla. Sólo usted sabe qué es. Para todos es distinto este lugar. Raveh observó la cueva. —¿Esto es real? ¿O pasa en mi cabeza? —Claro que es real, si así lo cree. Yo también puedo serlo… Si le parece más creíble relacionarme con sus instintos carnales… Lucifer no completó la frase. —Es distinto para todos según lo crean. Para algunos puedo ser todo un ser sobrenatural que busca tentar a los hombres, mientras que para otros soy una representación interna. —¿Interna? —Sí, señor, es lo que acabo de decir. ¿Es religioso? Bah, qué pregunta, claro que lo es. Todo su pueblo en realidad. ¿Qué esperan? —No entiendo a qué se refiere. —¿Por qué no se rebelan contra los egipcios que los esclavizan? ¿O es que necesitan la llegada de un salvador que los guíe? —Hemos intentado rebelarnos varias veces. La última vez yo fui el que estuvo a cargo de un levantamiento, señor, uh, ¿Lucifer? —Ese es mi nombre. Prosiga, por favor. —Pues, como le decía, estuve a cargo y los soldados del faraón fueron por mi familia. Maté a uno para defender a mi mujer y a mis hijos, así que no me quedó más remedio que huir. —Pues está de suerte, mi amigo. Anton es mi aprendiz y también su protector. El desierto está arriba y no hay nada que pueda servirle, pero aquí tenemos todo para subsistir. Supongo que tiene hambre. Raveh sintió gruñir a su estómago. —Puede que así sea. Lucifer se dio vuelta y Raveh dudó de quedarse en donde estaba, hasta que recibió una señal de su anfitrión. Ambos caminaron en medio de la dudosa claridad hasta que un comedor se les apareció. Lucifer miró al hebreo y chasqueó los dedos de una mano tan negra como la otra. —¿Qué…? En la gran mesa de vidrio apareció un banquete completo de comida, como nunca había visto Raveh, dejándolo boquiabierto. Lucifer sonrió. La velada transcurrió de manera normal, con el hebreo cenando y el gobernador del bajo mundo preguntándole sobre su vida. —Lo único que deseo en este momento es que mi familia esté bien, porque no me perdonaría que les pase algo por mi culpa. —No debería preocuparse, le doy mi palabra. Raveh no pudo evitar sonreír. Se sentía seguro con la sola presencia de quien lo acompañaba, a pesar de su apariencia. —Velcorck, adelante. Raveh se dio vuelta y vio que un nuevo visitante se les había unido. —Saludos, mi señor. —¿Qué tal están tus colegas? ¿Volvieron a buscarte? Velcorck, que se acercaba a Lucifer, se detuvo y le dijo: —No son mis colegas. Pero sí, volvieron a buscarme a pesar de mis negativas. Le fallé a Dios y no puedo vivir con eso. —¿Y por eso te arrancaste las alas? Velcorck no contestó. —Raveh, le presento a Velcorck Lafarc, amigo mío. Antes era uno de los sabios, una especie de consultor entre los demás ángeles. Velcorck, él es Raveh, nuestro nuevo huésped. Estará con nosotros en tanto Anton cumpla un deber en Egipto. Velcorck, por cortesía, le tendió una mano a Raveh, que se dio cuenta de lo fría que era, a pesar del calor del mismo ambiente. —Mi señor, estoy para servirle mientras lo requiera. —No te preocupes por eso. ¿Quieres cenar? —Agradezco su amabilidad, mi señor, aunque debo rechazar su oferta. —¿Tienes un mejor plan? —Los ángeles aún patrullan arriba, buscándome para llevarme a la presencia del Altísimo, y no les voy a dar el gusto. —Supongo que irás a enfrentarlos —dijo Lucifer, encogiéndose de hombros. —Supone bien, mi señor. Con permiso. Lucifer hizo un ademán y Velcorck se retiró. Raveh preguntó: —¿Qué fue todo eso? Lucifer sonrió antes de contestar. —Él está castigándose por fracasar en una encomienda de mi opuesto, porque al parecer no tolera ese tipo de resultados. Se arrancó las alas con una espada y se tiró del reino de Dios. Raveh no supo qué decir. —No es necesario que hables, aunque te aclaro que ya han pasado varios siglos de aquel hecho. Velcorck tiene una guerra contra sus viejos colegas, que siguen insistiendo, pero él se decidió a ser renegado. —¿Renegado? —Velcorck no es parte del ejército de arriba, tampoco del mío, supongo que por simples preferencias. Le he propuesto ofertas por doquier, y él sigue sin aceptar. —¿Y por qué está aquí? —Porque necesita un lugar donde vivir. Esa fue la única propuesta que él aceptó, pero a un precio. Le pedí que se quede a mi lado. Y solo aceptó, sin remordimientos. —¿En serio es tan complejo el asunto? Yo en su lugar aceptaría todo lo que me ofrecieran. —¿De verdad? —preguntó Lucifer, impresionado—. Pensé que en tu pueblo eran monoteístas, que creían en un único dios. —Esa es la verdad para ellos. Yo siempre pensé que había oculto algo más. Algo que nunca se nos ha dicho. —Puede que eso sea cierto, depende de usted comprobarlo. —Tengo una pregunta, si no le molesta. Lucifer movió una mano como dando permiso. —¿Usted qué tipo de ejército tiene? —Ángeles caídos, como Velcorck, con la diferencia de ser todos condenados por desobedecer y rebelarnos contra Dios. Su dios. —Mi dios. —Su dios —repitió Lucifer. —Suena gracioso, porque siempre me pregunté si existe. Así como usted me dijo que puede ser todo un ser sobrenatural o representar los instintos carnales de las personas, deduzco que Dios también puede ser una representación de la bondad y la creación de la vida, pasajera o no, porque todos tenemos un límite. Y tal vez se deba a que la gente necesita creer en algo, preguntarse por el sentido de la existencia, cuestionarse que todo sea de una manera en lugar de otra. —Muy filosófico. Me agrada su postura, Raveh —dijo Lucifer, con las manos entrelazadas—. Y le aseguro, me encantaría seguir hablando del tema, pero por desgracia soy alguien muy ocupado. Debo ver que las cosas estén en orden. Mientras, usted puede quedarse en una habitación de las tantas que hay disponibles. Ah, casi lo olvido —Lucifer ya se había levantado cuando se volvió hacia el hebreo—, supongo que no tendrá problema de ayudarme con algunas cuestiones durante su estadía. —Cuente conmigo, no creo que tenga nada más interesante. Lucifer acompañó a Raveh hasta uno de los cuartos. Sonrió al ver que el hebreo quedó boquiabierto ante la opulencia del mismo, nada más al abrir la puerta. —Todo para usted —remarcó. Raveh entró a la habitación y la recorrió con la mirada. —Esto es como una parte del palacio del Faraón. Una vez entré y me acuerdo de lo que sentí esa vez. Pensé que tenía demasiados lujos, mientras nosotros trabajábamos y apenas teníamos. Y mi mujer era de agradecer eso, como si fuera motivo de orgullo el ser pobre. —Entiendo que a usted le gusta todo esto. ¿Le gustaría una vida como la del Faraón? —Me encantaría —dijo Raveh sin dudar. —Bien. Descanse, que lo va a necesitar. Mañana hablaremos. Lucifer salió de la habitación y Raveh vio la cama con dosel, sin poder creer aún que dormiría en ella. Se acostó y de inmediato se sintió un rey; pensó que debería aprovechar todo lo que le sucedía y sacar provecho de cuanto pudiera. Cerró los ojos y se durmió al instante, sin darse cuenta de que Anton lo observaba, sentado en una esquina. El ángel caído se paseó por la habitación tal como lo hiciera Raveh un momento antes. Consciente del trato que había hecho con él, fue de nuevo a la esquina, posó sus pútridas manos en una de las paredes y comenzó a trepar hasta desaparecer dentro de un hueco ubicado en una parte del techo. Piedras al rojo vivo cubrían el palacio de Lucifer, piedras que podrían dañar a un ser humano normal, mas no a Anton, que siguió subiendo. La luna seguía en lo alto del cielo azul estrellado y el frío aún seguía en el desierto. Anton sacó la cabeza de la arena hasta poder salir entero y convertirse en la misma cobra egipcia que había visto Raveh antes. Se deslizó durante lo que le parecieron horas. Amaneció y anocheció antes de que pudiera llegar al poblado donde los hebreos vivían, o eso creyó que eran, ya que tenían un aspecto cansado y maltratado, como si hubieran sufrido durante mucho tiempo las exigencias egipcias. Dudó antes de avanzar, al ver que unos soldados patrullaban por ahí: notó que vivían en unas casas bastante decentes a comparación de las usadas por los hebreos. Oculto en la oscuridad del desierto, esperó hasta que la última persona entrara a su casa para seguir. Y eso hizo: vio que algunos de los soldados de antes salieron de sus casas y caminaban como si buscaran algo. Atrapado por la curiosidad, los siguió a una distancia prudencial, deslizándose, para que no lo descubrieran, y se detuvo a un costado de un viejo pozo. Uno de los cinco soldados golpeó una puerta con marcado ímpetu, lo que alertó a los residentes. —¡Abran! ¡Sabemos que están ahí! La mujer rubia y joven se levantó de su cama, mientras su padre la miraba asustado, acompañado de dos niños pequeños. —¡Irene, mujer de Raveh! ¡Abra o tiraremos la puerta abajo! Irene sintió una muy leve contracción, pero caminó igual hasta la puerta; pensaba que los soldados no podrían hacerle nada peor. La abrió y, con cara de dormida, preguntó: —¿Qué necesitan ahora? Ya saben que mi marido nos abandonó. —Tenemos una pista sobre él. —¡Qué bien, magnífico! Ahora queremos dormir, pueden pasar mañana —dijo Irene, y cerraba la puerta con fastidio, cuando uno de los soldados puso un pie para evitarlo. —¿No le interesa lo que pase con su marido? Irene suspiró antes de responder. —Raveh siempre fue un desagradecido. No tuvo problemas en armar esa rebelión contra el Faraón. Nunca se interesó por nosotros. —¿En serio no quiere saber sobre su marido? —Díganme, ¿no creen que sería más bonito contarme que le cortaron la cabeza como mínimo? —Señora Irene, no tiene por qué ser tan cruel —dijo un soldado, pero la mujer embarazada lo enfrentó. —Tengo todo el derecho de ser cruel. Él me cortó la pierna un poco antes de huir, perseguido por varios de ustedes. No sé qué le pasó por la cabeza para incitar esa revuelta, así que no cuenten conmigo. Desde ahora les estoy diciendo —terminó Irene, y cerró por fin la puerta. —Hija, ¿por qué les dijiste eso? —preguntó su padre, un tanto descolocado. —Padre, en serio, no quiero saber nada de él ahora. Me da igual que esté vivo o que no lo esté. Y ahora quiero seguir durmiendo. Anton, transformado en serpiente, usó una de sus tretas. Se acercó a los soldados egipcios, que la vieron un poco más cerca, y se dejó tocar. Como cobra, Anton sabía que en esa forma era el protector de los faraones, así que no intentó morderlos. Ya había hecho su parte, cumplido la promesa con Raveh: cuidar a su familia. Por ese motivo Irene había reaccionado de tal forma y desorientado a los soldados. Anton se había metido en la mente de la joven hebrea, la había manipulado sin que ella fuera consciente; sabía que quizá al otro día no recordaría nada de lo dicho. Aunque lo que no le había quedado claro, era el verdadero motivo de la presencia de los soldados y ese trato para con Irene. Era algo que averiguaría antes de volver.

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