Todo cambiará.

1403 Palabras
Me levanté temprano, me arreglé con calma pero con intención —vestido ajustado, tacones altos, perfume sutil pero letal— y me dirigí directamente a la empresa. Tenía que ver a Maurizio. Necesitaba pedirle un favor, uno importante. Y estaba dispuesta a pagar el precio… con lo que hiciera falta. Conduje hasta las oficinas de los Santoro y, tras presentarme, la secretaria —una rubia delgada con pinta de saber más de la cuenta— me dejó pasar sin hacer preguntas. Entré sin tocar. Él estaba de espaldas, mirando por la enorme ventana de vidrio que dominaba la ciudad. Con ese porte que reconocería incluso con los ojos cerrados: hombros anchos, postura arrogante, manos en los bolsillos. Caminé hacia él sin hacer ruido, lo abracé por detrás con una sonrisa peligrosa y mis labios rozaron su cuello… justo antes de morderlo. —Cariño… necesito algo de ti —susurré contra su piel—. Y estoy dispuesta a pagar el precio. Pero entonces, él se giró. Y no era Maurizio. —Maldita sea… —murmuré al instante, retrocediendo un paso. Era su hermano mayor. Y me estaba mirando con una sonrisa arrogante dibujada en los labios, como si acabara de atrapar a una presa jugando con fuego. —Vaya, vaya… —dijo con voz grave y burlona—. Qué forma tan interesante de saludar, cuñadita. Me quedé en silencio un segundo, intentando recomponer mi dignidad mientras su mirada recorría mi cuerpo sin ningún pudor. —Creí que eras Maurizio —dije entre dientes, sin perder la compostura. No del todo, al menos. —¿Y así lo saludas siempre? —replicó con un brillo oscuro en los ojos—. Empiezo a entender por qué mi hermano anda tan distraído últimamente. Me crucé de brazos, alzando la barbilla. —¿Vas a decirle algo? —Depende —respondió, dándose la vuelta y caminando lentamente hacia su escritorio—. ¿Qué estás dispuesta a hacer para que guarde el secreto? Es al menos dos años mayor que Maurizio, aunque a veces parece que lo dobla en todo: en fuerza, en oscuridad… y en crueldad. Él renunció o su padre lo desheredó, nadie lo sabe y por eso Maurizio será el Packman. Massimo es un maldito hijo de puta. Cuando llegué a la mafia siendo una niña temeraria y con los puños apretados, él fue el primero en ponerme a prueba. No con palabras. Con golpes. Una vez, durante uno de los entrenamientos en el cuartel, me rompió el brazo. Y lo hizo con una sonrisa en los labios, como si estuviera enseñándome una lección. Desde entonces supe quién era realmente. Despiadado. Frío. Dominante. Por algo lo llaman Massimo el Sangriento. El apodo no es gratuito. Se lo ganó a base de brutalidad. Ha matado a hombres de la cúpula, a hijos de los propios socios de su padre… y nunca ha pedido perdón por ello. Ni siquiera el señor Luca —el patriarca de los Santoro— ha podido controlarlo del todo. Massimo hace lo que quiere. Cuando quiere. Porque puede. Y lo peor de todo: me odia. Desde que éramos pequeños. Desde el primer día que me vio. Quizás porque no le gusta ver mujeres en su mundo. O quizás porque, incluso siendo una niña, nunca me dejé quebrar ante él. Ahora, allí estaba. De pie frente a mí, luego de haberlo confundido con su hermano. Su mirada oscura, esa sonrisa ladeada y arrogante… y el cuello donde dejé la maldita mordida. —No eres Maurizio —murmuré, dando un paso atrás, aunque mi orgullo ardía por dentro. —Bravo, cuñadita —dijo él con voz grave y peligrosa—. Pensé que ibas a darte cuenta después de arrancarme la camisa. —Fue un error —espeté, intentando recomponerme. —¿Un error? —su mirada se volvió más intensa, más burlona—. No pareció un error cuando tus labios estaban en mi cuello. O cuando me susurraste que estabas dispuesta a pagar el precio. —No empieces, Massimo. Él dio un paso hacia mí. El aire se volvió más denso. Casi irrespirable. —¿Sabes? —susurró, con ese tono entre amenaza y seducción que solo él sabía usar— Siempre pensé que eras peligrosa, Vicenta… Pero ahora veo que también eres imprudente. Y eso te hace aún más interesante. —No estoy jugando —le advertí, con el corazón latiendo a mil. —Yo tampoco. Y si crees que solo te odio, es porque no me has visto tentado todavía —Por lo visto no has cambiado nada —espeté, con los ojos encendidos de rabia—. Sigues siendo el mismo maldito miserable de siempre… El que me rompió el brazo entrenando como si yo fuera un saco de carne. Massimo soltó una carcajada profunda, oscura, arrogante. Esa risa que me ponía los nervios de punta. —Oh, cariño… —dijo, acercándose un poco—. No te sientas tan especial. No fuiste la única. Solo una más en mi lista. —Imbécil… —murmuré entre dientes. —¿Todavía te sigues creyendo especial, Vicenta? —dijo, bajando el tono de voz con una frialdad que helaba la sangre—. La pobre huérfana recogida por caridad… ¿Aún no ves lo obvio? Fruncí el ceño. —¿De qué demonios hablas? —De que te están usando, preciosa. Todos. Mi padre, tu padre y sí… incluso mi querido hermanito. —Estás delirando. —¿Ah, sí? —me miró fijamente, ladeando la cabeza—. Dime, ¿todavía no te han contado la verdad? —¿Qué verdad, Massimo? —pregunté, el corazón acelerado. Él se acercó hasta que pude sentir el calor de su cuerpo a escasos centímetros del mío. Su mirada era puro veneno. —Que el reemplazo nunca supera a la original. Y tú, Vicenta... —hizo una pausa, cruel— tú solo eres eso. Una copia. Una impostora útil. Mi garganta se secó. Di un paso atrás. —¿Qué está pasando aquí? —la voz de Maurizio irrumpió desde la puerta. Me giré bruscamente. Él estaba allí, con el ceño fruncido y los ojos clavados en su hermano. Apretaba la mandíbula como si ya intuyera que algo no iba bien. —Nada, hermanito… —respondió Massimo con su sonrisa más falsa y cínica—. Solo estábamos teniendo una charla… familiar. Pero sus ojos seguían en los míos. Y los míos, ardiendo porque en esa mirada… había más secretos de los que estaba lista para escuchar. Massimo finalmente se marchó, dejándome con el pulso agitado y un sabor amargo en la boca. Ese hombre tenía el don maldito de hacer que todo lo que toca se vuelva inestable. Pero ahora, tenía que centrarme. En lo que de verdad me importaba. Maurizio cerró la puerta detrás de él, aún mirándome con cierta desconfianza. —¿Estás bien? —preguntó. —Sí… ahora sí —respondí, obligándome a respirar hondo. Me acerqué a él, despacio, y posé mis manos sobre su pecho. Sentí su calor, su seguridad. Y supe que tenía que hablar. —Mi amor… necesito pedirte algo —dije, con voz suave, casi susurrando. —Dime —contestó, acariciando mi cintura. —Karla… ya sabes, mi mejor amiga —empecé, con cuidado—. Su padre quiere casarla con un viejo, un tipo horrible. Sé que no es tu problema, pero tal vez tú podrías hablar con el señor Luca, con tu padre. Podrías interceder por ella… Maurizio frunció ligeramente el ceño. Sus manos seguían en mi cintura, pero su expresión se volvió más seria. —Amor… sabes que no puedo intervenir en las decisiones de mi padre. No cuando se trata de pactos con otras familias. Lo sabes. ¿Ya hablaste con tu padre? —Lo sé… —negué con la cabeza, frustrada—. Ayer hablé un poco con él, pero esta noche tendremos una cena familiar. Creo que Leonardo metió la pata. —Eres mi mundo entero, Vicenta y yo siempre te cuidare pase lo que pase. —Te amo —susurré. Él me respondió con un beso suave en los labios, y luego me rodeó con sus brazos, envolviéndome con su calor. —Y yo a ti, princesa —murmuró contra mi cabello—. Aunque me vuelvas loco. Y mientras me abrazaba, no pude evitar pensar que esa noche… las cosas podrían cambiar para todos.
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