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Zorro de Mar

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Descripción

Andaria de Mesti cambió los paradigmas del linaje. La historia de Celis niega su mandato y el continente la recuerda como una de las mejores reinas de su época.

¿Realmente merece el título de «reina»? o ¿mejor llamarla «comandante» Andaria?

Vivirás una aventura de fantasía con un protagonismo descentralizado. Todos participan y tienen un pasado que contar.

Zarpa a la mar, adéntrate en las batallas navales inspiradas en escenas históricas; respira y pasea por Nustredam, las Islas Aquaria, archipiélago del fénix, Muzannich y otros lugares.

Una historia donde el amor nupcial no es el motivo de la reina para embarcar El Basilisco, es su amistad por su mayor enemigo Zorro de Mar.

Prepara tus pistolas, ajusta el sable al tahalí, escribe misivas de despedida y mentalízate a luchar contra la piratería del continente. Pues, serás corsario de Lianca o m*****o de la flota imperial azulejo.

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Breve ensayo de piratas
Querido lector, soy Ryztal, espero estés bien. Dado que no completé la novela de fantasía "Zorro de mar" por cuestiones personales, hoy traigo un ensayo sobre piratas que elaboré, a modo de tesis, para una amistad que estudiaba historia en la universidad central de Venezuela. Espero les guste lo que compuse. Disculpen si esperaban una historia de fantasía, pero es preferible leer buen contenido a leer capítulos repetidos. Un saludo a todos y fuerte abrazo. Estos testimonios auténticos de cronistas fidedignos no constituyen más que un pequeño botón de muestra del sinfín de contradictorias opiniones emitidas sobre esos hombres (y mujeres) que, bajo el término genérico de piratas —u otros semejantes— hicieran inseguros los mares durante tres milenios bien contados. Un verdadero bosque bibliográfico ha crecido en torno a este tema desde hace cientos de años. Una serie de libros trabajados científicamente o nuevas ediciones de documentos originales se han empeñado en estudiar a fondo la piratería en todas sus formas y estilos. Pero no cabe duda de que la imagen de los piratas existentes en la conciencia pública ha sido modelada por otras fuentes: libros de aventuras de gran impacto, folletines, tebeos, filmes y series de televisión pensados de cara a la galería. Esgrimiendo sables y pistolas, tapado el clásico ojo tuerto, con su pata de palo y la prótesis de gancho encajada en el muñón del antebrazo, pululan sin patria ni ley los «malos» de las historietas cómicas sobre las cubiertas de los buques abordados, raptando rubias imponentes con el único objeto de que, un poco más adelante y tras una serie de desaforados zafarranchos, puedan rescatarlas otros fornidos «héroes», en su mayoría rubios también. O bien revuelven el contenido de arcas de oro o entierran tesoros en islas remotas, para terminar al fin —cómo podría ser de otro modo— colgados de una entena para dar satisfacción a la necesidad perentoria de que se cumpla la justicia. Es desde luego indiscutible que, entre los piratas, ha habido casos individuales, encarnación de ese tipo, pero constituían en realidad burdas excepciones de ese gremio y la abrumadora mayoría de los piratas que han de ser mencionados en este libro, no se hubieran dignado tocar semejantes personajes ni siquiera con pinzas asépticas. Así pintan a los piratas los tebeos y otros medios de hoy en día. Y sin embargo, hay un par de rasgos característicos comunes a todos los piratas desde el más insignificante y mezquino hasta el más apuesto y renombrado —audacia temeraria y afán aventurero a grandes dosis—. Se trataba de una profesión peligrosa y de la que podían sacar en limpio tanto el mejor como el peor de los resultados; pero ahí cesa el denominador común. Trofeos conquistados en toda una carrera de pirata: sable de honor del Emperador, cruz de oficial y águila de la Legión de Honor además de un título nobiliario: la reconocida y admirada posteridad le hizo estatuas y un museo propio. Así se honró a Robert Surcouf. El muestrario de los piratas abarca desde el rufián rechoncho hasta el elegante hombre de mundo y el aristócrata de blasones, desde el bandido de vía estrecha hasta el almirante creador de una flota, desde el patrón de una chalupa insignificante hasta el comandante de un navío de 70 cañones, desde el tahúr veleidoso hasta el tipo de ciudadano más recto incluyendo en casos un puritanismo fanático, desde analfabetos a exploradores, hombres de ciencia e incluso de cátedra universitaria. Vemos dentro de él a rateros andrajosos junto a hombres de leyes y jueces, desde los más abatidos desheredados de la fortuna hasta los más opulentos armadores y también, frente a delincuentes sin escrúpulos, destacan reformadores sociales y celebrados campeones de la libertad. A lo largo de tres milenios los piratas han contribuido lo suyo, y en muchas ocasiones de un modo decisivo, a dar forma al mundo en que vivimos y a su historia. Los salteadores del mar constituyeron desde un principio una potencia militar indiscutible. El imponente Imperio Romano hubo de echar mano de 500 naves, 120.000 soldados, 24 generales y su más brillante estratega, Gneo Pompeyo, para poder hacer frente al antiguo azote de la piratería mediterránea, y si salió al fin victorioso, fue más por su astucia política que por su poderío militar. Durante todo un milenio luchó en vano Europa contra los piratas islámicos del norte de África y Uluch Alí, uno de sus arráeces más grandes en el siglo XVI, contribuyó con 20.000 mosquetes de sus arsenales de Argel y Túnez cuando lo nombraron jefe supremo de la flota otomana. Un pirata catalán, Roger de Flor, mantuvo fuera del Imperio Bizantino durante luengos años a las huestes turcas, consideradas entonces como invencibles. Y fueron unos piratas ingleses los que —luchando también «contra los elementos»— salvaron en 1588 a su país de una invasión española, contribuyendo a la destrucción de la «Invencible». En segundo lugar, los asaltantes de los mares constituyeron también un factor económico de importancia indiscutible. Por sus manos pasaban sumas inmensas, para seguir conductos a los que nunca habían sido destinadas. Participaron en tales negocios reyes, banqueros y armadores y utilidades del orden del 500 por ciento distaron de ser cosa rara, distribuyéndose a manera de acciones las participaciones en el botín logrado por las naves piratas. Fueron piratas franceses y británicos los que llevaron a la quiebra y al estancamiento centenario el imperio colonial español en Centro y Sudamérica —a la vez que levantaban la potencia económica de sus propios países—. Los piratas cilicios podían permitirse en tiempos precristianos revestir la proa de sus naves de oro macizo y teñir sus velas de púrpura, cuando media onza costaba el equivalente de cinco mil duros. Un solo pirata, Bartholomew Roberts, capturó en el curso de pocos años más de 400 barcos y Jean Ango era tan poderoso que Francisco I de Francia hubo de decirle al embajador español que le pedía protección para sus costas: «Tiene más barcos que yo y por lo menos, el doble de dinero. Si queréis la paz, tendréis que empezar por tratar con él mismo». Es evidente que esa potencia militar y económica de los piratas se convertiría también en seguida en un factor político con el que había que contar en todo momento. Los príncipes, reyes y emperadores «hacían la corte» y adulaban a los corsarios, a cuyos pies pusieron cuantiosas sumas de dinero, títulos nobiliarios y las más altas condecoraciones, con el fin de propiciárselos. Bizancio, Turquía, Francia e Inglaterra compraban sencillamente a los capitanes piratas más famosos y les encargaban el alto mando de sus escuadras y hasta la misma España —único gran país europeo donde la piratería jamás llegó a echar raíces— hizo tratos en ese mismo sentido con hombres como Azor Jairedín y Sir Henry Mainwaring. Los «filibusteros» en Colombia y Venezuela En 1815 se inició la lucha de los sudamericanos por liberarse del dominio español y los gobiernos revolucionarios, como suele ocurrir, consideraron un deber primordial perjudicar a los españoles dondequiera que podían. Los hispanoamericanos («hispanos» para el público anglosajón) carecían de flota propia, razón por la que distribuyeron patentes de corso a diestro y siniestro (acabamos de hablar de William Read), incluyendo barcos que no llevaban a bordo ningún sudamericano ni habían tocado jamás en ningún puerto sudamericano. Nos ilustra el aspecto «etnográfico» de tales barcos la lista de la tripulación de la Heroine, que fuera apresada por una fragata portuguesa. La dotación se componía de 42 ingleses, 26 sudamericanos, 19 norteamericanos, 10 franceses, 7 italianos, 6 españoles, 4 hindúes, 3 suecos, 2 prusianos, 2 holandeses, un austríaco, un griego, un Africano, un portugués y un ruso (en teoría figuraban como «hispanos»). Philipp Gosse, en su libro Historias de la Piratería, enjuicia a esta gente con gran elocuencia: «Estos nuevos piratas eran más perversos que todos los que los precedieran. Los primitivos filibusteros, a pesar de sus negras, faltas y de su crueldad, no carecían de muestras ocasionales de humanidad y, cuando llegaba la ocasión, sabían luchar valientemente. Los nuevos piratas eran unos cobardes sin mostrar siquiera un solo rasgo conciliador. Formados de la escoria de las flotas sublevadas en las colonias españolas sumadas a la revolución y de las heces humanas de las Indias Occidentales, eran un hatajo de salvajes sedientos de sangre, que sólo se atrevían a atacar a los débiles y que no tuvieron más consideración con la vida de infinito número de personas que las que tendría un matarife hacia sus víctimas. El resultado es una monótona lista de c********a y saqueo sempiternos, del que muy rara vez descuella alguna personalidad o hecho capaz de estimular la fantasía». El lema de aquellos salteadores del mar era: «Los muertos no hablan» y de ese modo desaparecían muchos barcos sin dejar tras sí la menor huella y en poquísimas ocasiones dieron testimonio los supervivientes de lo que había ocurrido. El tristemente célebre capitán Gibbs confesó en su proceso que en la mitad de los 40 barcos apresados por él entre 1818 y 1824, había sido asesinada la tripulación hasta el último hombre. Huker de piratas. No es difícil suponer que los barcos españoles apresados por aquellos piratas eran sólo una minoría exigua, mientras que, por ejemplo, los norteamericanos hubieron de sufrir mucho más con sus asaltos. Las patentes de corso de los gobiernos revolucionarios sudamericanos no constituían para los piratas más que una garantía muy teórica de escapar a la horca, dado el caso de que los atrapasen y la revolución y la lucha por la independencia de Colombia y Venezuela, así como las banderas de estos países, bajo las que se escudaban, no significaban absolutamente nada para ellos. No es por ello de extrañar que fuesen los norteamericanos, ingleses y franceses los que emprendieran la lucha contra aquella gentuza, mientras los españoles, contra los que se dirigían oficialmente sus actividades, ironía de la historia, se mostraban muy mirados con aquellos piratas cuando caían en sus manos y, previas ciertas «participaciones», no sólo les respetaban el pellejo y los dejaban seguir sus correrías, sino que —cosa también bastante lógica, dado el contexto de las cosas— estorbaban dentro de lo posible la «caza de filibusteros» emprendidas por los norteamericanos, ingleses y franceses. En aquellas circunstancias, no lograron los Estados Unidos sino hacia 1926 poner al menos cierto coto a las desmedidas actividades filibusteriles, cosa tanto más difícil cuanto que cada uno de aquellos capitanes piratas operaba por su exclusiva cuenta, independiente de cualquier superioridad y por lo mismo, había que reducirlos independientemente uno por uno. Informes periodísticos Este es el de un testigo ocular, único superviviente del bergantín Mary. Atado al mástil, lo habían abandonado los piratas en el bergantín que se hundía y fue recogido casualmente por un barco que pasaba por allí: «Sobre mí fue izado a la v***a uno de nuestros marineros que al parecer estaba en las últimas; el capitán pedía de rodillas le perdonasen la vida. Aquellos monstruos se esforzaban por hacerle confesar el lugar secreto de nuestro dinero, pero durante un tiempo permaneció él firme e inflexible. Encolerizados con su obstinación en negarse, le abrieron los brazos y se los cortaron hasta los codos. Aquello desbarató su humana resistencia y el hombre torturado reveló el sitio donde habíamos escondido nuestro dinero. En unos minutos lo habían llevado a su barco. Para vengarse del infortunado capitán y una vez que se convencieron de que no quedaba ya nada más escondido, esparcieron por cubierta un montón de materia combustible y tras empaparla con aguarrás, amarraron al capitán encima y le prendieron fuego. Cuando miré hacia la popa del barco, descubrí que nuestro contramaestre estaba clavado por los pies sobre la cubierta. Se hallaba en la última agonía de la crucifixión. Nuestro quinto camarada no estaba a la vista durante esta tragedia; pero en pocos minutos lo trajeron sobre cubierta. Lo arrastraron hasta la boca de la carroñada y lo obligaron a arrodillarse. Entonces la dispararon y le destrozó la cabeza de una manera espantosa…». Filibusteros del Caribe del siglo XIX festejando un «buen golpe». No cabe duda de que la publicación de semejantes informes de testigos presenciales y los comunicados de prensa siguientes estaban orientados a satisfacer el afán de sensacionalismo del público; sin embargo, sirvieron también de algo porque a su través, el pueblo y el Congreso de los Estados Unidos tuvieron siempre delante de los ojos las atrocidades de aquellos bandidos del mar y no pusieron reparos en satisfacer los elevados costos de la lucha en el mar contra los piratas. New York Gazette, 3 de noviembre de 1821: «Según hemos sabido, algunos barcos de Maine han caído en manos de los piratas en agosto. El Dolphin, del puerto de Nobleboro, fue abordado, su capitán muerto y la tripulación torturada hasta que confesaron dónde tenían escondido el oro. Otros barcos sufrieron la misma suerte: el Mechanic, de Portland, la Allice, la Mary Jane, la Milo, la Evergreen y el Dispatch». The Lincoln Intellegencer, 31 de octubre de 1822: «Desde los días del capitán Kidd o del no menos temido Blackbeard, nunca había habido que relatar tantas atrocidades de piratas, como las que ahora llenan a diario las columnas de nuestros periódicos. Aquellos famosos piratas de antes tenían por objetivo hacerse ricos, pero su vida y sus hechos no están manchados ni con mucho con unos crímenes tan brutales y sanguinarios como los de los piratas de nuestros días. Es inconcebible que en nuestros ilustrados tiempos y a pesar de las fuerzas de que dispone la marina de los Estados Unidos, puedan cometerse semejantes rapiñas y asesinatos. Alrededor de Cuba, unos 20 barcos piratas hacen inseguras las aguas. La muerte y la perdición aguardan a los infelices marinos junto al maldito cabo San Antonio. He aquí el relato del capitán del bergantín Hannah de Filadelfia, que fue asaltado por la Creole, una goleta pirata armada de tres cañones cuyo capitán es un español de nombre Panchez. Saquearon el cargamento, 460 sacos de café, robaron 1000 dólares en metálico y carey por valor de 5000 dólares, así como todos los aparejos y las velas. Al capitán, junto con su hermano y cinco pasajeros, los encerraron en la cala y los quemaron con fuego hasta que confesaron dónde estaba el dinero. Fueron azotados también de un modo inhumano. El cocinero fue colgado y vuelto a bajar hasta que, medio muerto, confesó lo que sabía. El centro de operaciones de estos canallas se llama al parecer Fleuras, está a unas 30 o 40 millas a sotavento del cabo San Antonio». Salem Gazette, 15 de enero de 1823: «En la bahía de La Habana hay una aldea de nombre Regla. Sus habitantes son casi todos piratas. Se les llama los musulmanes. Todo el mundo los conoce allí y los conoce también mucha gente en La Habana. Su cabecilla se llama Mateo Gracia. Presume a menudo del botín que hace y de que los tribunales no le hacen nada porque tiene bastante dinero para sobornar a todos y cada uno de ellos. Desde su muelle tiene ocupadas una serie de lanchas costeras y veleros. Sin ser molestado por la policía o los aduaneros, pasan los barcos con provisiones, armas y munición y apenas se ven en la mar, bulle la cubierta de gente armada. Incluso a la vista de la costa cometen sus rapacerías. Cargados con mercancías de toda clase, regresan a La Habana y pasan su mercancía sin dificultad a través de los controles. Los funcionarios se sienten felices de ganar algo por su parte. Las mercancías se venden públicamente a los vecinos de La Habana». The Lincoln Intelligencer, 27 de febrero de 1823: «El capitán Granger, de Matanzas, nos informó que dos barcos, posiblemente americanos, habían caído en manos de los piratas a 16 millas al oeste de allí. Las tripulaciones fueron atadas a los mástiles, después prendieron fuego a los barcos y había ardido todo junto. Tres de estos piratas cruzan entre Punta Yercos y La Habana». New York Gazette, 8 de marzo de 1825: «Se ha conseguido por fin que diez chalupas armadas de la marina se encarguen de vigilar la plaga de los piratas en torno a Cuba. La última razón para la intervención de nuestro Congreso la ha proporcionado la carnicera matanza de los náufragos de Wiscasset, que fueron entregados a los piratas cubanos por los pescadores españoles a los que habían querido acogerse después de la pérdida del bergantín Betsy. Si no hubieran escapado dos de la tripulación no se hubiera hecho público tal vez jamás el tremendo crimen. Esa banda de asesinos fueron aprehendidos y ahorcados. En su ladronera se hallaron 13 esqueletos de otros tantos marineros asesinados. Citemos sólo un párrafo del relato del primer timonel, Daniel Collins: en medio de cánticos y risotadas, cogieron de los pelos al capitán Hilton, inhumanamente atado de pies y manos, le sujetaron la cabeza y hombros asomando sobre la borda de la chalupa y pude oír perfectamente cómo le hendían a hachazos las vértebras del cuello. A continuación y con un ligero golpe de machete, le separaron la cabeza del tronco y la arrojaron al agua. El agonizante grito, las terribles sacudidas del cuerpo y la sangre que salió a chorros del cuello habían dejado petrificado el inocente rostro del grumete, Mr. Merry. Se alzó sobre las rodillas y ya en el umbral de la muerte, gemía pidiendo misericordia. Una puñalada con un cuchillo de monte (parecido un tanto al cutlass o sable de asalto de los filibusteros) lo derribó hacia atrás. Con largas navajas le atravesaron después el cuerpo dando carcajadas y le rebanaron el cuello de oreja a oreja…». Los gatos muertos no dan maullidos Desde que, a partir de 1825, las chalupas patrulleras de los Estados Unidos, pese a las protestas de los españoles, sometieron a control las aguas que rodean a Cuba, la mayoría de las bandas de piratas se dispersaron, confundiéndose entre la gentuza de los bajos fondos de las ciudades portuarias de toda la América Latina. En noviembre de 1827 dos docenas de esos piratas se alistaron en el velero negrero portugués Defenso de Pedro. A fines de enero de 1828 el Defenso de Pedro estaba anclado frente a Mina, en la costa de Guinea y mientras el capitán y el primer timonel habían bajado a tierra para conseguir su próximo cargamento, se hicieron con la nave los piratas, bajo el mando del segundo timonel, Benito de Soto. Se cambió el nombre del barco a Black Joke (Broma Negra), pero no izaron en él la bandera de la calavera y las tibias, ya por entonces emigrada a los libros de cuentos, sino la enseña de la república, de la Gran Colombia. Después, el 13 de febrero, avistaron el Morning Star, un mercante que, procedente de Ceilán, iba camino de Inglaterra. Su armador, un cuáquero apellidado Tindall, había puesto mucho hincapié en darle buenas cualidades veleras y dotarlo de un capitán muy competente, pero fiel a su profesión de la no violencia, no dejó que le pusieran a bordo ni un solo cañón. La persecución duró desde temprano en la mañana hasta las últimas horas de la tarde, pero los barcos negreros eran rapidísimos y el Morning Star terminó por ponerse a la capa y arriar la bandera. Benito de Soto venía furioso por lo mucho que había durado la caza y asesinó al capitán del Morning Star por su propia mano en cuanto apareció a bordo del Black Joke. A continuación fue enviada una dotación de presa al barco capturado a las órdenes de un tal Barbazón, con la indicación de trasladar la carga al Black Joke y la contraseña de «Los gatos muertos no dan maullidos». Barbazón —por las razones que haya sido— llevó a cabo su cometido con bastante negligencia. Cierto es que aquellos bandidos mataron a tiros y sablazos a todos los tripulantes y pasajeros varones que hallaron sobre cubierta, pero les pareció demasiado latoso perseguir también a aquellos que se habían refugiado en lo más hondo de la cala. Barbazón se limitó a mandar clavar las cubiertas de las escotillas y halló también un empleo mejor para las mujeres y niñas que había entre los pasajeros en medio de la desbocada orgía pantagruélica que celebraron en el barco apresado, tras haberlo saqueado a conciencia, llevándose todo cuanto parecía tener algún valor. Cuando por último hubo de evacuar Barbazón el Morning Star por orden de De Soto, al que empezaba a durarle demasiado el vocerío de los borrachos y la gritería de las mujeres violadas, hizo cortar todos los aparejos, serrar los mástiles y practicar varios agujeros en el casco, bajo la línea de flotación. Entonces el Black Joke desapareció en la noche, rumbo al norte y las mujeres se atrevieron a hacer saltar las tapas de las escotillas. Cuando, tras indecibles esfuerzos lo lograron, se hallaron con que a los encerrados les llegaba literalmente el agua al cuello, pero aun así, lograron, achicando el agua a base de trabajar sin descanso en las bombas, mantener al Morning Star a flote hasta que en la mañana siguiente llegó a salvarlos otro barco inglés. El Black Joke merodeó a continuación por el rumbo de las Azores. No se sabe cuántos barcos cayeron allí en las garras de Benito de Soto, pues de los saqueos se encargó en lo sucesivo él en persona y procuró de un modo mucho más minucioso que Barbazón que no quedase realmente bicho viviente. Más adelante, se proporcionó en el puerto de La Coruña documentación que amparase sus mercancías, antes de poner la proa al sur rumbo a Cádiz, donde pensaba deshacerse debidamente de su rico botín. No le recibió allí la buena suerte, pues una tormenta arrojó al Black Joke contra unos acantilados. Sin embargo y por sólo 1700 dólares, casi regalado, consiguió el derecho a vender el casco del velero junto con las mercancías que se salvaron, tras haber contado a las autoridades que el capitán y el armador se habían ahogado al estrellarse el barco. Posiblemente le habría salido todo a pedir de boca si, al igual que a tantos piratas antes que a él, no le hubieran estropeado el asunto el aguardiente y las mujeres. Parece ser que a algunos de los suyos se les fue la lengua más de lo debido en las tabernas de la Tacita de Plata y tal vez los papeles falsificados no estaban todo lo claros que hubiera sido de desear, lo cierto es que algunos marineros fueron encarcelados y De Soto y Barbazón tuvieron que largarse. El dinero ayuda a conseguir pasaportes falsos y los dos bandidos lograron de momento escapar sin tropiezos al territorio de la plaza inglesa de Gibraltar, donde arrendaron una pequeña taberna apartada de la calle principal. Cuando los supervivientes del Morning Star desembarcaron en Inglaterra y los periódicos publicaron los primeros relatos de los testigos víctimas presenciales, estremeció a Europa un clamor indignado cuyos ecos, un poco retrasados, llegaron hasta Gibraltar. De Soto se separó de Barbazón. No sería de extrañar el que lo hubiera apuñalado lleno de cólera por su negligente trabajo, pero no hay pruebas en este sentido. Barbazón desapareció, desde luego, como si se lo hubiera tragado la tierra y con ello fue muchísimo más listo que De Soto, que no quería separarse de su entrañable tabernera, aunque debiera haberse dado cuenta de que la bribonzuela no era tan tonta como para no sospechar de la existencia de «ciertas correlaciones». Pero como quiera que su ninfa no fue a delatarlo el primer día al cuartelillo, sino que prefirió desplumarlo en forma previamente, como se hace con un pavo de Navidad, De Soto se sentía en el séptimo cielo. De hecho no lo denunció ella hasta que él le dio a entender que pensaba esfumarse sigilosamente —y lo denunció, al parecer, porque había hallado un puñal debajo de la almohada. La policía gibraltareña registró la habitación en ausencia de su propietario, halló armas, prendas de ropa y objetos de adorno que figuraban en la lista de pérdidas del Morning Star, así como el libro de notas del infortunado capitán de este barco. Benito de Soto fue aprehendido y se le procesó. Aunque trató de echarle toda la culpa a Barbazón, fue condenado y acabó en la cuerda.

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