El dolor se duplicó. Sentí náuseas. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Apreté los dientes. —¡Maldito seas, Alejo Blackwood! ¡Esto es por tu culpa! —grité, usando mi rabia como analgésico—. ¡Es como si el cinturón estuviera hecho de las almas de las pasantes muertas! —¡Increíble! ¡Alta intensidad, con componente dramático! —dijo el doctor con entusiasmo, anotando furiosamente. Moisés, que seguía en el suelo, me miró con lástima. —¡Te lo dije! ¡No confíes en nadie! —¡Nivel siete! —ordenó el canoso. —¡NOOOOOO! —grité, sintiendo un calambre que me dobló por la mitad. Me agarré la camisa, sintiendo que iba a colapsar. En ese momento de agonía, mi cerebro hizo una conexión brillante y ridícula. —¡Ya sé! ¡Este es el entrenamiento que Alejo quiere! ¡Quiere que me acostumbre a la tortura pa

