Rodeado de Santos.

1379 Palabras
Azul y Mateo llegaron a casa empapados, dejando un rastro de agua por el pasillo principal. Al entrar en la cocina, se encontraron con Mía, su madre, quien estaba preparando la cena. Al verlos, dejó escapar un suspiro de falsa exasperación, aunque una sonrisa divertida iluminó su rostro. —¡Pececitos! ¿Dónde estuvieron? —rió, apoyando las manos en las caderas mientras los observaba de arriba abajo. —Ya no somos unos niños, mamá, para que nos digas así —se quejó Mateo, rodando los ojos, aunque no pudo evitar sonreír. —Siempre serán mis bebés —replicó Mía con ternura—. Suban a cambiarse, que ya estará la cena. David y tu papá no tardan en volver de trabajar, y no quiero que se congelen aquí abajo con esa ropa mojada. Ambos gemelos asintieron y subieron corriendo a sus respectivas habitaciones. El sonido de sus pasos resonó por las escaleras mientras dejaban el suelo aún más mojado. Una vez cambiados, bajaron a la mesa, donde la cena ya estaba lista. Mía lanzó una mirada significativa a Azul al notar el rastro de agua que habían dejado. Azul, entendiendo sin necesidad de palabras, tomó el trapeador y comenzó a limpiar el piso antes de sentarse. No quería recargar a la sirvienta con más trabajo, especialmente por algo que ellos mismos habían causado. —Gracias, amor —le dijo Mía con una sonrisa de aprobación mientras terminaba de poner la mesa—. Ahora, siéntate y come. Durante la cena, la conversación fluyó con naturalidad. Mateo hablaba animadamente sobre sus ideas de pasar el resto del verano en la playa, mientras Azul estaba más callada, perdida en sus pensamientos. Fue Mía quien rompió el silencio. —Mi amor, ¿ya has decidido la universidad a la que deseas ir? —preguntó, dirigiéndose a Azul con interés genuino. Azul levantó la vista y negó con la cabeza, dejando el tenedor a un lado. —Aún no lo decido, mamá —respondió, suspirando suavemente—. Es increíble que este será mi último verano aquí, en Villa del Carmen. Mateo, siempre el bromista, no perdió la oportunidad de intervenir. —No morirás, Azul —bromeó, fingiendo dramatismo—. Además, no entiendo por qué tenemos que estudiar. Papá es millonario, también los abuelos Emilio y Cristóbal. ¿O qué tal si me quedo aquí a pescar para siempre? Que David se encargue de la empresa. Mía soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza ante el comentario de su hijo. —Pescar no es un plan de vida, Mateo —respondió con paciencia—. Además, tú y Azul tienen tanto potencial. Quiero que aprovechen las oportunidades que tienen. —¿Potencial para qué? —refutó Mateo con una sonrisa socarrona—. Puedo ser millonario sin mover un dedo. —O puedes ayudar a tu hermana a decidir a qué universidad ir —replicó Mía con firmeza, aunque con una chispa de humor en sus ojos. Azul sonrió ante la dinámica familiar, sintiéndose agradecida por esos momentos de calma y cercanía. A pesar de las expectativas y las decisiones que pronto tendría que tomar, disfrutaba de la calidez de su hogar y de las personas que más amaba. La cena fue interrumpida por la llegada de Nicolás y David. Nicolás, su padre, entró con una sonrisa tranquila y un aire de cansancio propio de un hombre que había trabajado todo el día. David, en cambio, parecía menos accesible, con su expresión seria y su mirada perdida. Su cabello castaño desordenado y sus ojos avellana lo hacían atractivo, pero su actitud era lo que más llamaba la atención esa noche. Azul se levantó con entusiasmo al verlos entrar. —¡Papi! —saludó, acercándose a Nicolás para darle un beso en la mejilla. Nicolás le devolvió el gesto con una sonrisa cálida, aunque parecía distraído por algo en su mente. Azul, sin embargo, no le dio importancia y se dirigió a David con la misma intención. Pero antes de que pudiera acercarse lo suficiente, David dio un paso hacia un lado, esquivándola de forma evidente. —No tengo apetito, mamá —dijo, con voz seca, sin siquiera mirar a Azul. Mía, que estaba llevando una ensaladera a la mesa, lo miró con preocupación. —Mi amor, no puedes quedarte sin cenar. Has estado fuera todo el día —le insistió ella con dulzura. David negó con la cabeza, evitando cualquier contacto visual con su madre o su hermana. —Estoy cansado, iré a descansar —dijo finalmente, y sin esperar respuesta, subió las escaleras con pasos pesados. Azul se quedó en su lugar, confundida y dolida. Había notado que, desde hacía semanas, David la miraba de una forma diferente. Ya no era la misma cercanía que siempre habían tenido, especialmente porque, de los tres hermanos, ella y David habían sido los más unidos. Ahora, sus miradas parecían cargadas de hostilidad, como si hubiera hecho algo terrible para ganarse su rechazo. —¿Qué le pasa a David? —preguntó Azul, volviéndose hacia su madre y su padre—. Me esquiva como si tuviera rabia. Nicolás, que estaba tomando asiento, hizo un gesto con la mano para restarle importancia. —Vamos a cenar, Azul —dijo, cambiando de tema rápidamente—. ¿De qué hablaban antes de que llegáramos? Mateo, siempre oportuno, intervino para desviar la atención de la tensión en el ambiente. —De la universidad, papá. Azul está muy pensativa porque será su último verano aquí en Villa del Carmen. Nicolás asintió, recogiendo el hilo de la conversación, pero Azul no pudo evitar lanzar una última mirada hacia las escaleras. David ya no era el hermano protector y cariñoso que siempre había sido. Ahora parecía distante, incluso frío, y esa idea la inquietaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. Nicolás frunció el ceño mientras se dirigía a Mateo, señalándolo con el tenedor como si estuviera a punto de darle una lección. —Mateo, tus calificaciones fueron pésimas este año. Tuve que mover mis influencias para que pudieras entrar a una universidad. Yo, a tu edad... —comenzó a decir con un tono serio. Mateo, en cambio, soltó una carcajada, interrumpiéndolo con su habitual actitud despreocupada. —Ya sé, papá. Tú a mi edad eras perfecto —bromeó, levantando las manos teatralmente—. Cazabas tu propia comida, construías casas con tus propias manos, y además... ¿qué más hacías? ¿Salvar al mundo en tu tiempo libre? Azul no pudo evitar soltar una risa suave ante el comentario de su hermano, mientras Mía negaba con la cabeza, aunque una sonrisa se dibujaba en sus labios. —Mateo, estoy hablando en serio —replicó Nicolás, aunque había un leve destello de humor en su mirada—. No puedes tomarte todo a la ligera. Algún día tendrás que asumir responsabilidades, y no siempre podrás depender de mí o de tus abuelos. Mateo alzó una ceja y tomó un sorbo de su bebida, claramente no tan preocupado como su padre. —Lo sé, lo sé. Pero por ahora, ¿no puedo disfrutar de mi último verano sin que me recuerden que tengo que ser el heredero perfecto? —respondió con una sonrisa burlona—. Prometo que seré un adulto responsable... algún día. —Ese día llegará más rápido de lo que piensas, Mateo —intervino Mía, apuntándolo con la cuchara—. No puedes estar pescando toda tu vida, como dijiste antes. Mateo suspiró teatralmente y miró a su hermana en busca de apoyo. —Azul, por favor, diles algo. Tú también estás disfrutando del verano, ¿no? Azul, que había permanecido callada, sonrió con suavidad. —Lo estoy disfrutando, pero también sé que tenemos que prepararnos para lo que viene —dijo con sinceridad, mirando a su hermano—. Aunque no te guste, Mateo, papá tiene razón. Mateo puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar devolverle una sonrisa a su hermana. —Ustedes siempre tan responsables... Me siento rodeado de santos —dijo, alzando las manos en rendición. La conversación terminó con una risa general, aliviando la tensión que había traído David momentos antes. Sin embargo, en el fondo, Azul seguía sintiendo una inquietud que no podía ignorar, aunque decidió guardarla para sí misma.
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