Paciencia
Azul Mendoza caminaba con elegancia por la orilla de la playa en Villa del Carmen, dejando que la suave brisa marina jugara con su cabello rubio y acariciara su rostro de porcelana. Sus ojos azules reflejaban el inmenso cielo despejado, mientras el agua tibia mojaba sus pies descalzos. Llevaba un vestido corto de color blanco que se movía al compás del viento, resaltando su figura delicada pero firme, y aunque los muchachos que pasaban no podían evitar mirarla embelesados, Azul apenas notaba su presencia. No era una mujer que se dejara impresionar fácilmente.
Villa del Carmen era su hogar, un lugar paradisiaco lleno de playas cristalinas, hoteles de lujo y una comunidad que conocía su apellido como símbolo de prestigio. Su padre, un renombrado arquitecto y dueño de una importante empresa constructora, tenía negocios que abarcaban desde México hasta otras ciudades prominentes. Azul estaba orgullosa de su familia, aunque en ocasiones el peso del apellido Mendoza parecía exigirle más de lo que estaba dispuesta a dar.
Su abuelo materno, otro hombre poderoso y respetado, había moldeado el legado familiar con mano firme. Pero Azul no pensaba mucho en esos asuntos mientras paseaba por la playa. Su mundo, en ese momento, era tan simple como las olas que venían y se iban. Solo estaba ella, la arena cálida y el horizonte infinito.
A pesar de su popularidad, Azul no sentía necesidad de probarse ante nadie. Creía firmemente que algún día conocería al amor de su vida, alguien que no solo viera su belleza exterior, sino que pudiera llegar al fondo de su alma. Pero ese alguien, lo sabía con certeza, no estaba entre las personas que intentaban captar su atención en Villa del Carmen. Sus expectativas eran altas, y no estaba dispuesta a conformarse con menos.
Mientras avanzaba por la playa, una figura conocida apareció a lo lejos. Era Mateo, su hermano gemelo, inseparable compañero desde siempre. Con una sonrisa que podía igualar la de ella en calidez y encanto, él caminó hacia ella con las manos en los bolsillos. Los dos compartían un vínculo tan fuerte que parecían entenderse sin palabras.
—¿Qué haces aquí sola? —preguntó Mateo al alcanzarla, deteniéndose junto a ella y mirando al mar.
—Nada en particular —respondió Azul con un suspiro ligero—. Solo pensaba en lo que podría haber más allá de este lugar.
Mateo ladeó la cabeza, estudiando a su hermana.
—Siempre soñando, ¿eh? Pero, ¿sabes? A veces, lo que buscas no está allá afuera. A veces está más cerca de lo que imaginas.
Azul sonrió, pero no respondió. Su corazón le decía que aún le faltaba algo, alguien. Y aunque no sabía cuándo ni dónde lo encontraría, estaba segura de que su destino aguardaba más allá de la tranquila Villa del Carmen.
Azul no podía contener las carcajadas mientras Mateo, con una sonrisa traviesa en el rostro, la levantaba entre sus brazos como si no pesara nada.
—¡Mateo, bájame! —exclamó entre risas, tratando de zafarse, pero sin mucho esfuerzo, porque en el fondo sabía lo que seguía y lo disfrutaba.
—¡Ni lo pienses, Azul! —respondió él con determinación fingida—. ¡Es tu turno de mojarte primero!
Sin darle tiempo a protestar, Mateo corrió hacia las olas, con el agua salpicando a su paso, hasta que el mar les llegó a las rodillas. Azul gritó entre risas cuando sintió el agua fresca subir por sus piernas, pero antes de que pudiera reaccionar, Mateo se lanzó con ella al agua, sumergiéndolos a ambos en el abrazo salado del océano.
Al salir a la superficie, Azul apartó el cabello mojado de su rostro y le lanzó una mirada de fingido enfado.
—¡Estás loco, Mateo! —dijo, mientras una sonrisa inevitable se dibujaba en sus labios.
—Y tú me agradeces por hacerlo, admítelo —replicó él con una risa contagiosa.
Los dos comenzaron a nadar como si el tiempo no existiera, deslizándose entre las olas con la gracia y la familiaridad de quienes habían crecido amando el mar. Desde pequeños, nadar había sido su mayor pasión, una habilidad que compartían y que los hacía sentir libres. Competían por quién llegaba más lejos o quién aguantaba más tiempo bajo el agua, pero siempre terminaban juntos, flotando de espaldas mientras miraban el cielo infinito.
—A veces creo que nacimos en el lugar perfecto —comentó Azul mientras flotaba, dejando que el sol calentara su rostro.
—O tal vez es perfecto porque estamos aquí —respondió Mateo con una sonrisa, salpicándola con agua.
Azul rió nuevamente y nadó hacia él para devolverle la salpicadura. En esos momentos, no había preocupaciones, ni expectativas familiares, ni sueños lejanos. Solo estaban ellos, los inseparables gemelos Mendoza, y el mar que siempre los acogía con su inmutable serenidad.
Azul y Mateo seguían riendo y jugando entre las olas, ajenos al mundo que los rodeaba. Su atención estaba completamente en el agua y en la libertad del momento, mientras las olas danzaban a su alrededor. Sin embargo, no se dieron cuenta de que un barco se acercaba lentamente, anclándose no muy lejos de la orilla.
En la cubierta, un hombre de cabello oscuro y ojos grises observaba la escena con intensidad. Su postura era relajada, pero sus ojos lo delataban: había algo en la joven rubia de ojos azules que capturó toda su atención. Era como si el mundo hubiera dejado de girar por un instante.
—Es ella... —dijo, casi en un susurro, sin apartar la mirada de Azul, quien reía despreocupada mientras salpicaba a su hermano.
A su lado, otro hombre, vestido de manera impecable, asintió con seriedad, confirmando lo que su compañero ya sabía.
—Sí, es ella, Chrysler —respondió con voz grave.
—Perfecta... —murmuró Chrysler, entrecerrando los ojos. Su tono era frío, pero había un destello de determinación en sus palabras.
El hombre a su lado lo observó, notando el cambio en su expresión.
—¿Qué planeas hacer? —preguntó con cautela, aunque conocía bien a Chrysler y sus métodos.
Él no respondió de inmediato. En cambio, continuó observando, su mente comenzando a trazar un plan. Azul Mendoza no lo sabía, pero en ese momento su vida había captado la atención de un hombre que no solía aceptar un "no" como respuesta.
—Paciencia... —respondió finalmente Chrysler, con una leve sonrisa que no llegó a sus ojos—. Todo a su tiempo.