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El consultorio estaba situado en el octavo piso del edificio 57, era un barrio entre residencial y de oficinas, la fachada era modesta, esculpida en ladrillos pálidos, muchos de ellos habían sido víctimas de las limpiezas de grafitis así que palidecían aún más.
Lo único que me gustaba de aquel lugar era la vista, los ventanales grandes que permitían ver el atardecer de la sabana, entre el mar de edificios, autos y montañas, la caída del sol sabanero se dibujaba con sus colores rosas, azules y naranjas en las fachadas y ventanas fundiendo la noche con la tierra.
Como era costumbre el ascensor no servía, escuchaba a la gente quejándose del mal funcionamiento que presentaba intempestivamente, era extraño, llevaba 8 semanas viniendo y nunca había visto el ascensor en funcionamiento; ¿sería que no me quería a mí?; o el destino estaba empeñado en hacerme pagar el precio del palco preferencial del espectáculo de colores de la vista, a decir verdad esa era casi la única razón por la que iba a la consulta.
Subí los 8 pisos con los pulmones en la mano, debía ir al gimnasio, aunque la subida bien podía contar como el ejercicio diario requerido, al tocar la puerta escuché el carraspeo usual que me indicaba que estaba bien pasar, saludé y me senté en la silla al lado del ventanal, esa era otra cosa que me gustaba, era más bien un sillón, muy dramático, igual a esos de las viejas películas donde las bellas actrices caían con su mano en la frente angustiadas por la terrible noticia que les dieran, por eso me gustaba, parecía como si pudiera hacer la tortura de hora y media más teatral, más llevadera, lo llamaba el “sillón del drama”.
El doctor Adams estaba en su escritorio, allí no hablaba, me dejaba disfrutar mi momento de atardecer en paz, luego cuando los colores del cielo fueran más oscuros se sentaría frente al sillón del drama a repetirme lo mismo que el resto de psiquiatras, sí había tomado la medicación, como me sentía después de tomarla, si sentía algún efecto secundario, si estaba consciente de que era real y que no.
Yo respondería siempre apática, no era la primera vez en tratamiento de psiquiatría en contra de mi voluntad, ni tampoco la primera en que amenazaban con internarme, pero era lo que ellos llamaban "un caso especial" así que les contestaba con especial desprecio sus preguntas de mierda.
El tiempo pasaba en silencio, yo admirando mi bello atardecer y el doctor en sus papeles, desde el primer día se tomaba su tiempo antes de hablar, solía hacerlo cuando ya empezaba a anochecer, la primera vez me extraño un poco que aquél hombre ni siquiera dijera una sola palabra cuando entré al consultorio por bastante tiempo, ahora era habitual, aunque siempre me acompañaba esa sensación de estar en la cueva de un gran animal, un poco insegura la verdad, pero era la sentencia del juez, debía ir a valoración y tratamiento psiquiátrico para determinar mi "peligrosidad", la otra razón por la que iba a la terapia.
Yo no era una persona violenta, en realidad trataba siempre de estar tranquila, no tenía muchos amigos, era cierto, pero no me gustaba lastimar a las personas.
La noche caía lentamente, me sentía cómoda y un poco soñolienta, el consultorio me hacía entrar en ese estado, el atardecer, la luz baja y ese olor dulce, agradable, pero que me recordaba los momentos antes de, "Él episodio", es decir, la embarrada que me traía cuatro veces por semana donde el loquero.