Prefacio: ¿Ojos de demonio?
Año 1979 d.C. Islandia
El sonido de las hojas metálicas al chocar era lo único que perturbaba su calma interna. Aevan se movió con destreza y cortó el cuello de aquel tipo, que se veía casi de la misma edad que él, en un instante.
La sangre comenzó a brotar de ese pálido cuello ajeno, y una parte suya cantó victoria, pero otra lo regañó por ser tan iluso.
Aquel hombre, de rasgos demasiado finos, con el cabello tan rojo y brillante como el fuego, y unos ojos de un raro turquesa brillante que le hacían ruido, que lo llenaron desde el primer segundo, dejó de sangrar al instante y lo miró directo. En sus ojos: determinación… pero también miedo. Detrás de él, sus hermanos pequeños refugiándose en una de las únicas tres casas que componían el particular «pueblo», los territorios de los Dragomir, de su familia.
—¡¿Por qué no te vas de una vez, y nos dejas en paz?! —exclamó Aevan, y se puso en guardia, sosteniendo su espada larga con ambas manos.
El cielo rugió: una tormenta anunciaba despegar, adornada por nubarrones negros y descargas eléctricas, y el feroz viento azotó sus cabellos, haciéndolos ir de lado a lado sin control.
—¡No puedo irme! —respondió el otro sujeto en un grito algo agudo, justo al cerrarse la herida. Tomó su espada y también se dispuso al ataque.
»¡Ustedes tienen que irse de aquí! —gimoteó.
Aevan encerró el cejo, indeciso y extrañado, y tragó entero. El tipo frente a él, que a simple vista lucía como un escuálido muchacho de su edad, era un vampiro, un chupa sangre, y uno de los grandes responsables de que todo esto estuviera pasando.
«¡Maldita sea la guerra!», bramó Aevan en pensamientos, y afirmó el agarre al mango de su arma. El corazón le latía a diez mil por hora, y tenía el suficiente buen oído como para escuchar el llanto de sus hermanos y hermanas menores dentro de la casa que se hallaba a sus espaldas, y el de su madre.
A los costados de esta planicie oculta en medio de la espesura de un pequeño bosque, los cuerpos de dos mujeres y tres niños yacían, cubiertos de sangre; el pelirrojo no fue quien los mató, sino los dos tipos tirados al otro lado, y que ya comenzaban a volverse cenizas.
Este… solo apreció de la nada.
«Soy el jefe aquí… ¿qué les pasará a ellos si yo me rindo y muero?», se preguntó, y apretó los dientes con fuerza. El frío le subió por las piernas y, justo cuando también se preguntaba por qué aquel sujeto parecía asustado detrás de esa fachada de aparente seguridad, lo sintió moverse.
La velocidad de desplazamiento de los vampiros era una de sus mejores cartas… con eso asesinaron a muchos humanos, y miembros de otras especies, en todo el tiempo, largos años, desde que esta guerra había dado comienzo.
Sin embargo, él no era un simple humano…
De repente, su cuerpo comenzó a vibrar de forma muy tenue y, en medio de este paisaje arropado por el frío que bajaba de las heladas montañas, se cubrió con una calidez que brotaba de sí mismo, y que lo arropó en un color blanco transparentado.
Recibió el golpe de la espada ajena, y lo empujó hacia atrás. El vampiro arrastró los pies por un metro y, con ojos dudosos, se movió hacia él. Las chispas de los encontronazos entre ambas espadas comenzaron a saltar, y Aevan afianzó sus pies al suelo, para cortar al otro por el estómago.
Un fuerte alarido abandonó la boca ajena en señal de dolor, y la sonrisa pintó sus labios. «¡Toma eso!», canturrearon sus pensamientos al ver que de la herida brotaba sangre, y que esta no sanaba.
Después de todo, lo había herido con un arma con la hoja bañada en magia blanca… no era plata, pero serviría. Este tipo, casi tan alto como él, no era tan habilidoso ni fuerte, y esos ojos asustados enmascarados en valentía le decían que podía vencerlo.
No obstante… solo era un chiquillo de diecisiete años con mucha confianza en sí mismo.
En medio de su auto aclamación, aquel pelirrojo sacó fuerzas de donde no las tenía, se cuadró, y le atravesó al pecho con la espada, justo a la izquierda.
El regocijo se transformó en sorpresa en sus violáceos ojos cuando encontró esos orbes turquesa instintivos llenarse de miedo, auténtico terror, y la expresión ajena descolocarse.
«¿Miedo?, ¿arrepentimiento?», su mente soltó justo en el momento en el que la sorpresa se transformó en dolor; el vampiro sacó con rapidez la hoja de la espada de su cuerpo, y él perdió toda la fuerza, las piernas le fallaron y cayó al suelo.
—¡Oh por Dios! —gritó el pelirrojo. En su rostro, una inexplicable muestra de terror—. ¡Oh por Dios, ¿te maté?! —chilló en tono agudo, casi demasiado fino para un varón.
En medio de su dolor, y de la gran hemorragia que se desató, Aevan se preguntó por qué rayos parecía arrepentido, aterrado…
Sí… los ojos eran el espejo del alma, incluso para aquellos que se decía carecían de una: él estaba aterrado, sus preciosos orbes turquesa… ¿por qué se fijaba tanto en ellos? Se veían tan tristes… tan abandonados.
El vampiro soltó su espada y se acercó, se arrodilló a su lado y colocó las manos con fuerza sobre su pecho. Aevan lo miró, incrédulo, y el otro le devolvió vítreos inyectados en sangre, y pudo contemplar las finas líneas rojizas surcar sus mejillas.
El chupasangre lloraba.
De la nada, se escuchó un grito:
—¡Aléjate de él! —Aevan la identificó como su madre.
Ella corrió, espada en mano, e hizo retroceder al aterrado pelirrojo, que la contempló, y luego a sus manos llenas de sangre.
—¡Vete, maldito! ¡Me has matado a mi hijo, a mi muchacho! —exclamó con fiereza y paseó la espada frente a ella.
El pelirrojo tomó la suya pero, contrario a lo esperado, la guardó en su vaina y, en menos de dos segundos, desapareció.
Aevan, cuyo cuerpo comenzó a convulsionar sin poder detenerse, sintió la presencia de la criatura de la noche hacia el este, pero, antes de poder saber a dónde se dirigía, su consciencia se desvaneció.