Estaba de pie en el estacionamiento, observando a mis padres hablar con un señor alto, calvo, con una barba blanca que parecía hecha de nieve compacta. No sé por qué, pero apenas lo vi supe que era alguien importante. No era solo su postura o su voz grave, era algo más… algo que se sentía en el aire, como una vibración de autoridad que me hacía mantenerme callada.
Mientras ellos hablaban, mi atención se desvió hacia los autos estacionados. Algunos eran viejos, otros modernos, pero ninguno como los convertibles de lujo que veía en las fotos que mis padres traían de sus trabajos. Siempre soñé con uno de esos. No por vanidad, sino porque me hacían sentir poderosa, como si pudiera controlar mi destino.
Pero entonces mi padre se acercó a un vehículo en el rincón del estacionamiento. Un camper. Viejo. Desgastado. Me dolió verlo. Sentí cómo la ilusión se deshacía dentro de mí.
—Esto es lo que vamos a usar— dijo, señalando el camper.
Mi madre se acercó y sonrió como si eso fuera algo bueno.
—Es para pasar desapercibidos, Arianna. No queremos llamar la atención.
Rodé los ojos. ¿Desapercibidos? ¿Después de todo lo que había pasado?
—Perfecto— murmuré —Mi primer día afuera y andaré en esto.
Mi padre me miró con esa expresión que usaba cuando quería que entendiera algo sin discutir.
—Arianna, esto es importante. Tenemos que ser cuidadosos. Este camper es perfecto para eso.
Suspiré. No tenía opción. Me subí al camper con una sensación de resignación que me pesaba en el pecho. Desde que Ryder murió, todo había cambiado. Y yo… yo tenía que adaptarme.
El hombre de la barba blanca se acercó al camper y nos dio instrucciones. Su voz era firme, como si supiera que el peligro estaba más cerca de lo que pensábamos.
—Recuerden, tienen que ser cuidadosos. No sabemos qué tipo de enemigos tenemos enfrente.
—Está bien Sr Bastian– Asentí no por obediencia, sino porque algo en mí se encendió. Estaba lista. Aunque el vehículo no fuera lo que imaginé, yo sí lo era.
—Vamos— dijo mi padre, tomando el volante.
Me senté atrás, mirando por la ventana mientras nos alejábamos. El mundo se movía, y yo con él.
Horas después, bajé del camper junto a mi madre. Estiré los brazos y las piernas, agradecida por el sol que me acariciaba la piel. Caminamos hacia un parque pequeño, y noté que la gente apenas nos miraba. Como si fuéramos invisibles. Me sentí extraña… pero también libre.
—Viste, idiota, sí logré salir— murmuré para mí misma.
Mi madre se rió, con esa risa que siempre me hacía sentir segura.
—Ryder estaría feliz. Tú siempre has sido una luchadora, Arianna.
Sonreí. No por lo que dijo, sino por lo que sentí. Orgullo. Satisfacción. Estaba viva. Y eso ya era mucho.
Nos sentamos en un banco. El sol, el silencio, la compañía… todo se sentía en paz. Pero justo cuando mi madre iba a hablar, alguien se acercó y le entregó un sobre. No dijo nada. Solo lo tomó. Y la persona desapareció.
—¿Qué es eso?— pregunté, pero ella no respondió.
Mi padre llegó en ese momento, mirando el sobre como si supiera lo que contenía.
—Es hora de seguir— dijo.
Mi madre sonrió.
—Hablamos cuando lleguemos. Pero espero que te guste.
Confusión. Eso fue lo que sentí. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué había en ese sobre?
Volvimos al camper. El clima cambió. Las casas desaparecieron y el paisaje se volvió rural. Vi hombres entre los pinos, como leñadores… pero algo no encajaba. Cerré las cortinas. Subí los vidrios. Me puse el abrigo. El aire se volvió frío, y no sabía si era el clima o mi ansiedad.
Mis padres estaban alertas. Mi madre tomó el volante. Mi padre, el asiento del copiloto. Yo, atrás, escaneando el paisaje como si pudiera detectar el peligro antes de que llegara.
—¿Qué pasa?— pregunté en voz baja. Nadie respondió.
La carretera se volvió más oscura. Árboles altos. Arbustos densos. Un letrero apareció. Moonwood Peligro. Zona de Animales Salvajes. Osos salvajes. Lobos salvajes.
Mis padres se miraron. Mi padre habló con voz firme:
—Esto es lo mejor. Es nuestro último trabajo para dejar atrás todo. Tengo que terminar lo que ellos comenzaron.
Lo miré, sin entender del todo. ¿Qué significaba eso?
Seguimos avanzando hasta llegar a una choza que parecía un bar. Un hombre rudo salió a recibirnos.
—¿Qué hacen aquí?— preguntó.
—Buscando un hogar donde vivir—respondió mi padre Marcus.
El hombre dudó. Luego habló
—No es un buen lugar donde vivir. Hay demasiados peligros aquí.
—Lo sé— dijo mi padre —Vine aquí con mi abuelo y mi padre. Pero él se marchó y dejó su casa.
—¿Quién?— preguntó el hombre.
—Mi abuelo se llamaba Elijah.
El hombre lo miró con seriedad. Luego asintió.
—Pueden seguir. Pero esa casa está desgastada. No sé si esté en condiciones para vivir.
—Gracias. Nos gustaría verla.
Nos indicó el camino. Pero antes de irnos, nos advirtió:
—Tengan cuidado. Este pueblo es diferente
Seguimos. La casa de Elijah nos esperaba. Y yo… yo no sabía qué encontraríamos.
—¿Cómo que los abuelos vivían aquí?— le pregunté a mi padre.
Suspiró.
—Cuando tenía cinco años, tu bisabuelo vivía aquí. Mis padres odiaban que viniera, pero mi abuelo me traía escondido. Era mi escape.
—¿Y qué pasó?
—A los diez, me metieron en ese edificio. Dejé de verlos. Luego me dijeron que todos murieron. Uno por uno.
Me estremecí.
—¿Y tu jefe sabe que él vivía aquí?
—Por eso me dio esta última tarea. Quiere que me asegure de que todo esté bien. Que nadie más sufra lo que mi familia sufrió. Este lugar debe desaparecer— dijo con voz quebrada, mientras me miraba
Lo miré. Lo entendí. Por fin.
—¿Qué crees que pasó con tu familia?
—No lo sé. Pero estoy decidido a descubrirlo.
Mi madre intervino
—Arianna, por favor, nunca te quites tu collar ni tu brazalete.
—Está bien, madre— respondí, seria, observando los pinos altos que nos rodeaban.