Al entrar al pueblo, me quedé sin palabras. Era hermoso. Las casas estaban impecables, con jardines que parecían salidos de una pintura. —Que hermoso lugar– susurré. Flores de todos los colores, arbustos perfectamente podados, y calles tan limpias que el sol brillaba en ella. Habían cafeterías con mesas al aire libre, mercados con frutas frescas y hasta bibliotecas con vitrales que brillaban bajo la luz del día. Todo parecía tan… normal. Tan perfecto.
Me asomé por las rendijas de la ventana del camper, admirando cada rincón como si fuera un sueño. Mi madre me miró y soltó una sonrisa.
—Creo que llamamos más la atención con esta cosa que con otro vehículo— dijo, señalando el camper. Me reí mientras veía todo. Mi primera vez afuera, y me encanta.
Mi padre asintió, y seguimos avanzando. El motor hacía un ruido molesto, pero nadie parecía darse cuenta. Después de unos minutos, giramos hacia una calle más tranquila. Al fondo, vi una casa sin cerca, aislada. Las casas vecinas tenían luces encendidas, humo saliendo de las chimeneas, vida. Pero esa casa… parecía muerta. Ventanas cerradas, jardín seco, como si el tiempo la hubiera olvidado.
—Esta debe ser— dijo mi padre.
Mi madre asintió, y nos acercamos. Sentí un nudo en el estómago. No sabía qué íbamos a encontrar, pero confiaba en ellos. Bajamos del camper y caminamos hacia la puerta. Miramos alrededor. Nadie cerca. Pero la casa… la casa parecía esperarnos.
—¿Y tu brazalete?—
—Aquí mami— eleve mi brazo. y mostre mi cuello, en donde estaba mi collar.
Los vecinos comenzaron a salir. Sus miradas eran duras, oscuras, intensas. Me juzgaban sin decir una palabra. Pero entre ellos, vi a dos chicos. Una chica y un chico, idénticos. Me miraban con curiosidad, no con odio. Sus ojos verdes brillaban como si vieran más allá de lo evidente. La chica tenía el cabello largo y oscuro, el chico un mechón rebelde sobre la frente. Les sonreí apenas, sintiendo una conexión extraña, inmediata.
Pero los demás no tardaron en reaccionar. Tomaron a sus hijos y los metieron en sus casas. Las puertas se cerraron de golpe, como si el aire se rompiera. Mi madre acarició su cabello, un gesto que reconocí como señal de preocupación. Su rostro estaba serio.
—Vamos— dijo mi padre, abriendo la puerta—Es hora de entrar.
Entramos. El interior estaba oscuro, frío. El aire olía a polvo y abandono. Mi padre golpeó una bombilla y las luces se encendieron, revelando muebles viejos, paredes agrietadas, y una atmósfera que parecía de muertos. Pero había algo más… algo que no podía explicar.
Mi madre comenzó a revisar cada rincón. Mi padre se aseguró de que todo estuviera seguro. Yo me quedé en la sala, sintiendo una mezcla de incertidumbre y curiosidad. ¿Qué nos esperaba aquí? ¿Por qué los vecinos nos odiaban?
Subí a la habitación que me habían asignado. La ventana daba a la parte trasera de la casa, lo cual me gustó. Menos ojos encima. Empecé a limpiar. Tosí por el polvo, me cubrí la boca. El colchón estaba viejo, hundido, como si hubiera soportado demasiadas pesadillas.
—Creo que necesito un colchón nuevo—murmuré.
Mi padre entró justo en ese momento.
—Dentro de dos días llegarán las cosas que pedí. Debemos ser pacientes.
Me preocupé.
—¿Y dónde dormiré mientras tanto?
Antes de que pudiera responder, alguien tocó la puerta. Todos nos tensamos. Mis padres tomaron sus armas, las ocultaron rápido. Mi padre abrió con cautela.
Era la chica de ojos verdes. Miraba alrededor, nerviosa. Luego sonrió y llamó a alguien detrás de ella. El chico apareció cargando un colchón nuevo. Me quedé sin palabras.
—Pensé que esto les sería útil— dijo la chica.
Me volví hacia mi padre.
—Papá, tómalo. Y muchas gracias, de verdad gracias.
Él lo recibió, agradeciendo una y otra vez. Yo reí.
—Es como si escucharan mis lamentos.
Los chicos se despidieron con una sonrisa y desaparecieron tan rápido como llegaron. Mis padres se miraron, desconcertados.
—¿Cómo sabían que necesitábamos un colchón?— pregunté.
Mi padre se encogió de hombros.
—No lo sé. Pero parece que tenemos que revisarlo.
Subimos el colchón a mi habitación. Era suave, cómodo, aunque Marcus lo revisó con cuidado, cortando aquí y allá, buscando algo, algo que no encontró.
La tarde cayó. Las calles se llenaron de gente. Mis padres apagaron las luces y observaron desde las ventanas. Yo no entendía qué pasaba. Subí a mi habitación…
Tres pares de ojos me miraban desde la oscuridad. No eran ojos normales. Eran como filtros, pupilas casi púrpuras, flotando en la sombra. Me quedé paralizada. No podía moverme. No podía gritar. ¿Serán fantasmas?
–¡Ahh!—
Mi madre apareció, tocándome el hombro. Miraba hacia el bosque frente a mi ventana.
—¿Quieres estar en esta habitación? Podemos cambiar. Este no es un lugar muy seguro por lo visto— dijo con voz seria.
—Tranquila, no pasa nada— respondí, aunque mi voz temblaba.
Volví a mirar. Ya no había nada. Solo un aroma extraño en el aire. Café recién hecho, lluvia fresca… y frambuesas. Me quedé allí, respirando ese perfume imposible, preguntándome qué demonios acababa de ver.