Remolachas y amenazas

647 Palabras
Despierto con un golpe seco en el rostro. Estoy desorientado, aturdido. Trato de incorporarme, pero me cuesta. Estoy débil y agotado. La noche fue dura… demasiado dura y demasiado larga para un niño que aún no llega a los diez años. Sé que debo levantarme, pero mi cuerpo se resiste. Con esfuerzo me deslizo torpemente fuera de la cama justo cuando Cristina, la esposa de mi padre, vuelve a entrar en la habitación —si es que ese rincón oscuro y sucio puede llamarse así. —¡Apúrense! —grita desde la puerta. Creo que ella no es consciente del odio y la repugnancia que siento al verla—. Tienen que ir a la escuela. No quiero verlos en todo el día. Mi hermana le teme aún más que yo. Cuando la veo temblar, la tomo de la mano. Nos vestimos rápidamente y acomodamos la cama. Quiero bañarme, necesito dejar de sentirme sucio. Todo el tiempo me siento asqueroso, como si la suciedad estuviera pegada bajo la piel. Como si yo mismo estuviera podrido por dentro. Llevo a Ann hasta la mesa con la esperanza de que hoy, solo por hoy, la comida no me dé arcadas. Pero ahí está, como siempre: remolacha. Cruda. Roja. Detestable. Quiero huir de la cocina apenas veo el plato, pero la maldita mujer advierte mis intenciones. Me toma del cuello y me obliga a sentarme. Quiero llorar, pero aprendí que eso solo empeora las cosas. Ella me dice que soy débil, que nadie me quiere, que doy asco. Y empiezo a creerle. Mi padre no está, trabaja mucho. Quisiera que estuviera aquí, que me defendiera, que sacara a esa mujer de nuestra casa. La remolacha me produce arcadas. El olor me llena la nariz, me aprieta la garganta. Aún me sostiene del cuello y me empuja la cara hacia el plato. No quiero, no puedo... pero me obligo a tragar para evitar los golpes. Mi cuerpo entero es testimonio de su maldad: marcas de todos los colores, mordidas, rasguños. Sabe dónde golpear. Donde no se vea. Es más difícil comer cuando ellos están comiendo milanesas con puré. El contraste me hace querer gritar, lanzar el plato al piso y salir corriendo. Pero aprendí, a la fuerza, que eso solo multiplica el castigo. Y no quiero que la ira de Cristina se dirija también hacia Ann. Ella come despacio, resignada. Tiene la boca y la lengua moradas. La mía debe verse igual. Me mira con tristeza, como si ya hubiese aceptado su destino. Yo no. Yo no me doy por vencido. Estoy esperando el momento justo para irme de esta casa y no volver jamás. Cristina no me quita la vista de encima. Sabe que podría esconder comida en el bolsillo o tirarla al patio. Lo he hecho antes. Me conoce. Termino de tragar esa cosa viscosa y amarga. Ya es hora de ir a la escuela. Me duele el cuello por la presión que ejercía al obligarme a comer. Cuando estoy por salir, me detiene en la puerta. Me susurra con esa voz que hiela la sangre: —Espero no tener problemas contigo. Sé a qué se refiere. No debo contar nada. Nunca. Si lo hago, dice que me matará. A mí… y a mi hermana. Nunca permitiría que le hiciera daño a Ann. Aunque eso me cueste seguir soportando lo que me hace, una y otra vez. Mis abuelos no saben nada. Creen que soy un chico difícil, inquieto, rebelde. No tienen idea de lo que realmente ocurre. Mi tío Diego era la figura paterna que necesitaba. Con él podía ser el niño que quería ser. Jugábamos, nos reíamos… nos sentíamos queridos. Pero esos momentos son cada vez más escasos. Cristina no permite que estemos con la familia. Teme que contemos lo que pasa puertas adentro. Pero yo no olvido. Y sé que algún día, esto va a terminar.
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