Prólogo
Promesa en la oscuridad
“A veces, la infancia no es un lugar seguro… pero hay manos pequeñas que sostienen promesas más grandes que el miedo.”
Las tripas me dolían y hacían un ruido espantoso. Cerraba los ojos con fuerza, obligándome a dormir, pero era imposible. El hambre y el miedo provocaban en mí una ansiedad insoportable que me mantenía en alerta constante.
No recuerdo exactamente la hora, pero ya era tarde. La casa estaba a oscuras y en un silencio casi fantasmal. En la habitación donde me encontraba, dormía —o intentaba dormir— mi hermana Ann, apenas un año mayor que yo.
Ann y yo éramos inseparables. Ella no hablaba ni escuchaba, pero para mí eso nunca fue un problema. Siempre encontrábamos la manera de entendernos: con gestos, con miradas, con ese lenguaje secreto que sólo tienen los hermanos que se aman profundamente.
Ann, al igual que yo, estaba inquieta. El hambre nos tenía despiertos, exhaustos pero incapaces de cerrar los ojos y escapar de esa horrible sensación de vacío que crecía como un monstruo en nuestras panzas.
La nueva esposa de mi padre es una mujer cruel. Terriblemente malvada y sádica. Podría pasar días enteros describiéndola, desahogándome en cada palabra... pero sería perder el tiempo. Tiene tres hijos de otro matrimonio, y aunque tampoco los trata con amor, al menos no los obliga a comer remolacha a la fuerza, ni los deja pasar hambre durante días enteros como a nosotros.
Tengo cinco años. Mi hermana tiene seis. Aunque parecemos más pequeños. La desnutrición nos ha robado la infancia, la estatura y parte del alma.
Me levanto con cautela. Sé que mi mayor enemigo es la puerta de la cocina: esa maldita puerta chirría como un animal herido cada vez que se mueve. Ann me mira, y con las manos le hago señas para que no se preocupe. Sabe adónde voy. Se queda sentada en la cama, atenta a cada uno de mis pasos. La miro una última vez antes de salir de la habitación y le sonrío. A pesar de todo —del hambre, del miedo, de la tristeza—, mi hermana hace que lo malo no sea tan malo. Hace que mis días no sean del todo oscuros.
Paso frente a la habitación de Cristina, mi madrastra. Está dormida, como siempre, roncando y mostrando su asqueroso cuerpo. De sólo verla, se me revuelven las tripas. Me dan náuseas… pero no tengo nada que vomitar. Estoy vacío. Ya perdí la cuenta de cuántos días —o semanas— me siento así.
Llego a la cocina. Si no fuera por la necesidad desesperada de comer, me daría media vuelta y volvería a la cama. Pero el hambre… el hambre no perdona. Me obliga a ser valiente o estúpidamente arriesgado. Sé que si me descubren robando comida, el castigo será tan brutal que desearé desaparecer.
Abro la puerta de la cocina milímetro a milímetro. Las manos me sudan, el estómago me ruge y el corazón late tan fuerte que no puedo oír otra cosa. Consigo abrirla lo suficiente para que mi pequeño cuerpo maltratado pueda colarse.
No hay mucho que pueda alcanzar. Ya lo aprendí a la fuerza. Los muebles están demasiado altos. Sólo la heladera está a mi alcance. La abro. Está repleta de remolachas, como siempre. Las odio. Las odio tanto como a la mujer que nos las obliga a tragar. En la puerta hay huevos. Cuento siete. Si tomo dos, quizá no se note.
Miro a mi alrededor: todo sigue en silencio. Tomo dos huevos y comienzo el regreso con el mismo cuidado, paso a paso, como si cada baldosa pudiera delatarme. Mi hermana me espera. No puedo fallarle.
Cuando entro en la habitación, Ann me recibe con los ojos brillantes de emoción. Está cansada, hambrienta y tan marcada como yo. Somos apenas huesos cubiertos por una piel lastimada y azulada de moretones. Le hago señas para que se acerque. Perforo uno de los huevos para que el contenido pueda salir como un hilo espeso. Le doy uno a ella y, sin dudar, lo absorbe por el agujero. Es asqueroso. La textura es viscosa, como un moco caliente. Pero es lo único que tenemos. Y lo necesitamos.
Después de vaciar los huevos, los escondo dentro de mi mochila. Mañana, camino a la escuela, me desharé de ellos. Aún tengo hambre. Siempre tengo hambre. Pero ahora, al menos, podré dormir.
Ann bosteza. Yo también. Acomodo las mantas y me acuesto junto a ella. Le prometo en silencio que jamás la voy a dejar. Y me hago una promesa aún más fuerte: pase lo que pase, nunca voy a rendirme. Voy a luchar. Por ella. Por mí. Por nosotros.