Damián
—Sé que eres un ser carente de sentimientos —observo a Joel mientras estoy sentado en uno de los muebles, con los codos apoyados sobre mis rodillas.
Vuelvo a mirar al suelo.
—¡Pero eso no justifica la canallada que hiciste!
Escucho todo lo que dice sin sentir nada. Un ser que vaga por el mundo sin una mínima pizca de compasión: ese soy yo.
Damián Reiman II.
Un maldito hombre lobo.
Y me importa una reverenda mierda el sufrimiento de los demás. Mi vida se basaba en fiestas, mujeres, sexo y más. Actúo por impulso, me dejo llevar por mis instintos más profundos y no pienso dos veces antes de dar el primer golpe.
—¿Eres consciente de lo que hiciste?
«Sí», gimotea mi lobo interior.
—¿Qué harás cuando nuestra Luna se entere…?
—¡Cállate! —libero inconscientemente mi autoridad de Alfa.
El entorno se envuelve en un frío que eriza la piel. Es uno de los poderes de un Alfa: te suprime, te domina; si osas desafiar, mueres o, con suerte, eres desterrado.
—Lo siento —musita Joel cabizbajo, retrocediendo algunos pasos.
—Ya no se puede hacer nada. No tengo el poder de traerlos a la vida —gruño. No sé cómo explicarlo, pero, al carajo, ¿qué se puede hacer?
—En serio —Joel me mira con los ojos entrecerrados— ¿No sientes ni una pizca de remordimiento?
—No.
—Joel —murmuro, ya harto— tú más que nadie sabes que lo único que siento en esta vida es ira y placer.
—Malditamente monstruoso.
Empiezo a reír.
—Así es, así somos y lo sabes —siseo.
—No, a mí no me metas —me señala—. Tú eres así, igual que tu padre.
Alzo el rostro y lo miro fijamente.
—Ten cuidado con lo que dices. Una palabra más fuera de lugar y te arranco la cabeza —gruño.
Joel mira al techo, resopla ruidosamente y asiente.
—Se lo dirás… —frunce el ceño.
—¡Estás loco!
—No, tú eres el loco —replica cabreado.
—¿¡Mataste a su familia?! —grita con histeria.
Me pone los pelos de punta.
—¡Puta madre! —me levanto de un salto del sofá—. ¿Acaso no entiendes? Pensé que él era su esposo y ese niño su hijo.
—¡Mil veces peor! ¿Qué tienes en la puta cabeza? —le acierto un golpe en el estómago, estampándolo contra la pared.
—Respeta a tu Alfa —me acerco—. No olvides con quién hablas.
Lo pateo con fuerza.
«Damián, detente».
Respiro hondo.
—Lárgate de mi casa antes de que pierda el control y te arranque la maldita cabeza —gruño, saliendo de la sala.
Camino hacia las escaleras. La madera cruje bajo mis pies. Por el rabillo del ojo veo a mi Nana; la ignoro. No quiero escuchar regaños o perderé el maldito control.
Me detengo en el quinto escalón, trago con fuerza y cierro los ojos. Tranquilo, yo puedo con esto. La sangre sube de temperatura. Mierda.
Con velocidad sobrehumana me alejo de la casa, adentrándome en el denso bosque. Ahí, solo, permito sucumbir a mis instintos. Arraso todo a mi paso, gruño con fuerza. Pájaros huyen despavoridos. Un maldito monstruo con sed de sangre.
Necesito sangre.
«Matar», gruñe Luck.
Agudizo mis sentidos, olfateo mi entorno, distingo cada habitante… y un olor distinto. Un hedor frío, dulzón, mezclado con ceniza y sangre seca.
«Vampiros.»
Mis músculos se tensan. Mis colmillos ya han roto la encía. Mi respiración sale entrecortada, convertida en gruñidos sordos. Luck empuja en mi interior, rasga mis entrañas para salir.
«Déjame salir… Déjame matarlos…» exige mi lobo.
El bosque se estira ante mí: troncos altos, raíces oscuras, hojas húmedas que crujen bajo mis patas. Mis huesos crujen, la piel se abre y surge el pelaje gris oscuro. Mi cuerpo entero se dobla
—Malditos… —gruño.
Corro. Cada salto destroza ramas. Escucho el agua de un arroyo a cientos de metros, siento el pulso de un ciervo oculto y, sobre todo, ellos. Tres. Quizá cuatro. Se mueven con cuidado, creyendo que están ocultos.
Me agazapo detrás de un tronco enorme. La corteza húmeda se pega a mis garras. Los veo: piel pálida, venas azuladas, ojos negros. Uno lleva un abrigo manchado de barro, otro colmillos expuestos y dedos afilados
—Están invadiendo mi territorio —mi voz retumba grave en medio de un rugido —. Este bosque es mío. Salgan… o mueran.
Uno ríe, con voz vacía.
—Los perros no nos asustan.
Otro escupe al suelo:
—La sangre huele mejor aquí.
No respondo...
Salto. Mis fauces se clavan en el primero, desgarrando su pecho. Su sabor es amargo, se desborda sangre negra. Luego su cuerpo deshace en polvo. Giro y embisto al segundo con mis garras. El bosque se llena de crujidos y aullidos. Ceniza y sangre se mezclan en el aire
El tercero es rápido, desvía mi mordida y saca algo brillante. Un destello plateado. La siento antes de verla. Un golpe seco en mi costado. Un ardor punzante me empieza a quemar la carne.
Plata.
La herida arde como fuego. Mi lobo aúlla de dolor . La plata me debilita, pero no me detiene. Cierro mis fauces en su brazo antes de que pueda retirarla. Un crujido y su cuerpo se desintegra en polvo.
El último vacila, retrocede. Demasiado tarde. Salto sobre él, lo aplasto contra un tronco y lo muerdo con furia.
Un silencio inunda el denso bosque. Solo mi respiración y el ardor de mi herida. La lluvia empieza a caer, lavando la sangre y la ceniza. Me tambaleo, la plata aún quemando mi costado, pero permanezco y no caigo. Mi lobo aúlla al cielo reclamando el bosque.
«Vuelve… La plata nos lastima a ambos…»
Me alejo del lugar, dejando la daga hundida. Mis patas dejan huellas oscuras en la nieve. El olor de Verónica sigue grabado en mi nariz. Necesito verla. Necesito asegurarme de que está bien.
Mi luna.