Astrid
Me había quedado dormida.
Nunca me pasaba. Jamás.
Salté de la cama como si me hubieran disparado. Corrí al baño, encendí la ducha y, mientras esperaba a que el agua se templara, me lavé los dientes a toda velocidad. El reflejo en el espejo me devolvió una imagen de ojos hinchados y cabello revuelto.
Genial.
Me quité el pijama en un solo movimiento y me metí bajo el agua. No había tiempo para disfrutarla; me lavé el pelo, me enjaboné el cuerpo, y en menos de cinco minutos ya me estaba secando con la toalla más rápido que nunca.
Fui directo al vestidor, donde agradecí internamente haber dejado el bolso listo la noche anterior. Mientras me colocaba crema humectante, repasaba mentalmente el horario del día. Clases dobles en la academia, luego clases en la universidad y examen más un trabajo practico. Estupendo.
Me vestí con lo primero que encontré limpio y decente, me até el pelo en un moño alto y tirante, recogiendo los mechones rebeldes que escapaban de mis sienes. Cuando salí de la habitación casi a la carrera, el aroma del café recién hecho me golpeó como una caricia inesperada.
Doblé hacia la cocina… y me detuve en seco.
Mi padre tenía a mamá acorralada contra la isla de la cocina, besándola como si tuvieran veinte años, y ella reía con esa risa que le conocía desde niña: suave, feliz, enamorada.
Demasiada información para tan temprano.
—Consíganse una habitación— bufé, cruzándome de brazos con una sonrisa resignada.
Mamá se separó de él, aunque a regañadientes, y papá me miró con esa expresión burlona que tanto amaba y odiaba al mismo tiempo.
—Tenemos una, inoportuna— me dijo con una sonrisa canalla, acercándose para besarme la frente—. Pero tú siempre apareces en el peor momento.
—Trauma de por vida, gracias— murmuré, dirigiéndome hacia la encimera.
—Siéntate, cariño. Hice café— ofreció mamá, siempre dulce.
—Solo me llevaré una manzana, mami— respondí mientras tomaba dos del frutero y guardaba una en el bolso—. Estoy llegando tardísimo.
—¿A qué hora regresas?
—Tarde. Tengo clases hasta la tarde y después pasare por la biblioteca.
—Suerte, amor. Cuídate.
Me acerqué a besar a ambos. El calor de su abrazo, incluso en la prisa, me dio ese empujón emocional que no sabía que necesitaba.
Salí disparada de la casa, con el corazón palpitando y la cabeza repasando cada minuto del cronograma del día. Me subí al auto y suspiré con resignación. Odiaba manejar. Siempre sentía que el volante tenía vida propia y yo era solo una pasajera en medio de un ataque de ansiedad.
Pero hoy no tenía opción. Ni tiempo para un taxi ni paciencia para el bus y el metro.
Encendí el motor. Iba a llegar a la academia. Tarde, tal vez. Pero con dignidad.
O al menos, lo intentaría.
Veinte minutos después, estacioné el auto de forma algo torpe, apagué el motor y salté fuera casi sin cerrarlo bien. Corrí por el pasillo empedrado hasta las puertas de la academia. El aire de la mañana era frío, seco, y olía a esfuerzo y talco para pies.
Entré agitada y sin aliento al vestuario. Algunas chicas ya estaban saliendo, otras se ajustaban los moños o guardaban sus cosas. El murmullo de conversaciones cruzadas llenaba el lugar junto al chirrido de lockers que se abrían y cerraban con apuro.
Me dejé caer en el banco junto a Helena, que me miró con una ceja arqueada mientras se ataba la cinta de las zapatillas.
—Pensé que hoy no vendrías— dijo, dándome un leve codazo con una sonrisa cómplice.
—Me quedé dormida— resoplé, sacando del bolso las mallas, el leotardo y las zapatillas. Comencé a cambiarme sin demasiada prisa, aunque la ansiedad me quemaba la boca del estómago.
Me quité el pantalón deportivo y me puse las mallas con movimientos rápidos y mecánicos, como si mi cuerpo ya supiera qué hacer incluso cuando yo estaba en modo automático.
—Tú nunca te quedas dormida— comentó, sorprendida, mientras me observaba con atención. Su tono no era de juicio, sino de preocupación real.
—Tenía examen de finanzas hoy. Me quedé estudiando hasta tarde. No podía permitirme no entender los derivados ni una vez más— dije, intentando restarle importancia, aunque me temblaban un poco los dedos al ajustar el moño.
—Te exiges demasiado, As— murmuró. Su voz era suave, pero firme—. ¿Por qué sigues con finanzas si tu sueño es ser bailarina?
Tragué saliva. No era la primera vez que me lo preguntaban. Pero cada vez que lo hacía Helena, más me daba cuenta de que quizás no era lo que quería hacer.
—Porque la universidad es mi plan B— respondí, sin mirarla directamente—. Además, aunque nunca me lo ha dicho en voz alta… sé que mi papá espera que algún día me haga cargo de la empresa.
Helena frunció los labios, conteniendo algo que parecía querer decirme desde hacía tiempo. Finalmente, habló:
—Pero ese no es tu sueño. Y lo sabes.
No supe qué responderle. Tal vez porque tenía razón, tal vez porque no quería admitirlo. Así que me limité a terminar de ponerme las zapatillas y a guardar la ropa en el bolso.
—Vamos, o ambas llegaremos tarde— dije, levantándome de golpe, usando la urgencia como escudo.
Ella me siguió en silencio. A veces, las amigas verdaderas sabían cuándo no insistir.
Salimos del vestuario rumbo al salón. Caminamos en silencio por el pasillo largo, donde los retratos en blanco y n***o de antiguas bailarinas colgaban en fila como fantasmas que observaban, juzgaban y recordaban. Cada rostro parecía llevar implícita una advertencia: "solo unas pocas llegan, las demás se pierden en el intento."
Sentía que el peso que cargaba sobre los hombros no era solo el del bolso con mis zapatillas gastadas y mi toalla limpia. Era el de todas las vidas que soñaba vivir al mismo tiempo. Y la incertidumbre constante de no saber, la mayor parte del tiempo, que hacer al final.
Entramos al salón principal y el aroma a madera, sudor y esfuerzo me envolvió como un ritual familiar. Dejé mis cosas en una esquina, junto al espejo, y estiré el cuello con un leve crujido que me recordó lo cansado que estaba mi cuerpo.
—En posición, chicas— ordenó la profesora con su tono firme de siempre—. Vamos a comenzar con ejercicios de calentamiento.
Nos alineamos junto a la barra, en silencio. La sala, con sus altos ventanales y el piano al fondo, era un santuario que no permitía dudas ni distracciones. En cuanto la melodía suave empezó a fluir desde las teclas, mis pies buscaron por inercia la posición correcta. Pero sentía cada músculo protestar.
Estaba agotada.
Toda la semana habíamos tenido ensayos dobles. Nos preparábamos para las audiciones que comenzarían justamente mañana, y el nivel de exigencia era inhumano. No solo se trataba de dar lo mejor: era competir por un lugar en el cuerpo de baile, por una oportunidad. Una sola.
Para muchas de nosotras, entrar significaba más que bailar: era escapar, era pertenecer, era demostrar que el sacrificio no había sido en vano.
Pero el protagónico… eso era otro mundo. Un escalón que solo unas pocas lograban alcanzar. Y aunque sabía, con una certeza que me había costado años de trabajo, que era buena —muy buena, de hecho—, también sabía que no era la favorita.
Isabela lo era.
Tenía una técnica impecable, casi mecánica, como si cada movimiento estuviera calculado por un metrónomo perfecto. No había fallas, no había fisuras. Donde yo me movía con emoción, ella se movía con precisión quirúrgica. Y aunque su rostro era a veces frío como una máscara, nadie podía negar que hipnotizaba.
Yo era pasión. Ella, perfección.
—Primera posición— indicó la profesora—. Comiencen.
Cerré los ojos un segundo. Respiré hondo. Bloqueé el resto: el cansancio, el ruido en mi mente, la sombra de Isabela en la esquina. Dejé que el sonido del piano se filtrara por mis huesos.
Mi cuerpo, al principio rígido, fue cediendo poco a poco al ritmo. Brazos, piernas, cuello, columna… todo buscó su lugar. Me aferré a la música como si fuera la única certeza que tenía. No pensaba en los jueces, no pensaba en el plan B. No pensaba en la empresa de papá ni en los exámenes ni en todo lo que siempre parecía más urgente que bailar.
Solo quería moverme. Solo quería sentir.
Y por un instante, lo logré.
Más tarde, en el vestuario, el murmullo de las duchas y el crujir de las mochilas llenaban el aire con una sensación de cansancio colectivo. El suelo olía a desinfectante mezclado con el dulce y ácido perfume del esfuerzo. Helena se dejó caer sobre uno de los bancos de madera, soltando un largo suspiro.
—Hoy realmente fue intenso— dijo, mientras se desataba las zapatillas con dedos temblorosos—. Me duelen horriblemente los pies, como si hubiera bailado sobre vidrios.
Sonreí, apenas. Yo también me sentía al borde del colapso. Me quité las zapatillas y la malla con movimientos lentos, sintiendo cómo mis músculos crujían en protesta. Me puse el pantalón con dificultad, como si hasta eso fuera demasiado pedirle a mi cuerpo agotado.
—Creo que necesito dormir tres días seguidos— murmuré, mientras me masajeaba las sienes con los dedos y deshacía el moño tirante que llevaba desde temprano.
Mi cabello cayó desordenado sobre mis hombros, liberando parte de la tensión que me apretaba el cráneo. La cabeza comenzaba a latirme, como si la presión del día se hubiera instalado ahí para recordarme todo lo que aún faltaba.
—Sí, eso sería lo ideal— dijo Helena, cerrando su bolso con un golpe seco y dejándose caer hacia atrás, exhalando otra vez—. ¿Quieres que te lleve?
Negué con la cabeza mientras acomodaba mis cosas dentro del bolso.
—No, yo también traje el auto. Pero tengo que apurarme o voy a llegar tarde al examen de finanzas.
Mentí. En parte no quería compañía. O tal vez no quería que nadie viera cómo me temblaban las manos cada vez que me sentaba frente al volante.
—¡Cierto! — abrió los ojos con dramatismo—. Suerte. Y llámame esta noche, ¿sí? Quiero saber cómo te fue.
—Prometido— me incliné y le dejé un beso en la mejilla antes de cruzar la puerta del vestuario con pasos apurados.
—¡No mueras en el intento! — gritó detrás de mí con una sonrisa.
—¡Lo intentaré! — le devolví, agitando la mano sin detenerme.
El reloj ya corría en mi contra, pero había algo en mi pecho, una chispa, que se encendía cada vez que bailaba. Aunque el mundo siguiera girando a mil, durante esos minutos en el salón… todo parecía pausarse.
Caminé rápido… no, corrí por el hall de entrada. Tenía exactamente quince minutos para llegar y eso solo significaba una cosa: una hazaña olímpica si quería sentarme al examen.
Apuré el paso, el sonido de mis botas contra el mármol resonaba por los pasillos vacíos como un tambor de guerra. Ajusté la correa del bolso sobre mi hombro, dispuesta a lanzarme hacia la puerta… pero no llegué demasiado lejos.
Una pared, sólida y totalmente inesperada, se interpuso en mi camino. Solo que no era una pared. Era un pecho.
Un pecho amplio, firme… humano.
Caí de culo con un golpe seco que me arrancó el aire. Cerré los ojos de inmediato. Dolía, pero más me dolía la dignidad, que se me escapaba por debajo del abrigo.
—No deberías correr de esa forma— dijo una voz desde arriba. Ronca. Grave. Masculina.
Extraña.
Abrí los ojos y, mientras mi trasero aún seguía en contacto con el frío del mármol, levanté la vista.
Y me encontré con él.
Un par de ojos azules, gélidos como el hielo, me devolvieron la mirada. Su expresión era severa, casi como si yo hubiera arruinado algo más que su equilibrio. Como si lo hubiera ofendido solo por existir en su trayectoria.
—Déjame ayudarte— extendió una mano grande, fuerte, de dedos largos y definidos. Pero mi cerebro parecía haber quedado inutilizado con el impacto. Ni hablar de mis palabras: se escondieron bien profundo, junto con mi capacidad de reacción.
Tardé demasiado en moverme. Él lo notó.
—¿Sabes hablar? — preguntó con un dejo de burla, sin que la sonrisa llegara a sus labios. Todo en él era un contraste: la perfección tallada en mármol y la actitud de un iceberg.
Lo miré, sin poder evitar que mi pulso se acelerara. Porque sí, era irritante. Arrogante al parecer. Pero también era hermoso, de ese modo brutal y peligroso que lo hacía aún más imposible de ignorar.
—Lo siento— atiné a decir mientras tomaba su mano. Era cálida, firme—. No te he visto.
Me incorporó con facilidad, como si yo no pesara absolutamente nada.
—Puedo notarlo— replicó, sin soltarse de inmediato.
Su mirada bajó por mi cuerpo de forma fugaz, casi imperceptible. Pero lo sentí. Como si me hubiera tocado sin hacerlo. Un vistazo rápido, clínico… y que, sin embargo, me dejó los nervios al rojo vivo.
—¿Estás bien? — preguntó finalmente, su voz más suave, aunque no menos controlada.
—Sí… sí, claro— me acomodé el cabello con torpeza, evitando mirarlo directamente por miedo a perder la noción del tiempo y el espacio.
—Ve con cuidado afuera— añadió, ya dándose la vuelta—. No causes más desastres.
—No… por supuesto— murmuré, más para mí que para él.
Lo observé alejarse con pasos decididos, impecables. Moviéndose con esa naturalidad elegante de quien está siempre en control. Como si absolutamente nada lo perturbara, como si yo no hubiera sido más que un pequeño tropiezo en su camino. Una mosca en su radar.
Y, sin embargo… algo en su mirada me había hecho dudar. Solo por un segundo.
Un destello. Una chispa difícil de leer, que me dejó con la sensación absurda de que no le había sido del todo indiferente.
Sacudí la cabeza, avergonzada. Dios, ¿en qué estaba pensando?
Claro que le era indiferente, yo era solo una alumna más. Una más entre cientos de bailarinas que pasaban por los pasillos de la academia.
Él era Vladimir Romanov. El nuevo director de la academia, el director artístico del ballet. Un nombre que imponía respeto, disciplina y distancia.
Y yo… yo acababa de chocarme literalmente con su pecho. Como una torpe principiante.
Cerré los ojos por un segundo y respiré hondo, tratando de encapsular la vergüenza en una caja bien cerrada dentro de mi cabeza. No tenía tiempo para eso. No ahora, no hoy.
Tenía que llegar al examen.
Pero mientras salía a toda prisa por las puertas de vidrio, una sola imagen se repetía en mi cabeza con obstinación: esos ojos.
Fríos. Intensos. Inquebrantables.
Y por algún motivo que no quería analizar… seguían ardiendo dentro de mí.
Pero, ¿por qué me afectaba tanto la mirada de un hombre que ni siquiera parecía recordar mi existencia un segundo después de irse?