Capitulo 3

2290 Palabras
Astrid Me sudaban las manos. El sudor resbalaba por mis palmas, tibio, molesto, imposible de ignorar. Anoche, después de un día eterno, pensé que llegaría a casa, me quitaría los zapatos y caería rendida en la cama. Pero no fue así. Apenas pude cerrar los ojos. El sueño me esquivó como si supiera que no tenía derecho a descansar. Y no era lo ideal teniendo en cuenta que hoy, era el gran día. La audición más importante —y más temida— de mi vida había llegado. Una sola oportunidad, un solo intento. Un error y todo el esfuerzo se iría por la borda. Había ensayado hasta que me sangraron los pies. No en sentido figurado. Literalmente. La venda aún cubre los talones, aunque ya no hay sangre fresca. Solo marcas, cicatrices en formación. Cada paso es una punzada, cada movimiento, una promesa. Respiro hondo y me miro al espejo. Ahí estoy. Mi piel pálida, sembrada de pecas como si el sol hubiera decidido firmarme el rostro. Mi pelo recogido en un moño perfecto, tan tirante que apenas puedo parpadear sin sentir el cuero cabelludo tensarse. El leotardo n***o me envuelve como una segunda piel. Las medias sin una sola arruga. Todo en su lugar. Nada puede fallar. Estoy lista. O al menos eso tengo que creer. Este es mi sueño, mi obsesión. Mi razón. El corazón late con fuerza, marcando su propio compás, ajeno al de la música que he ensayado durante semanas. No puedo permitirme dudar, no después de todo lo que he dejado atrás para llegar hasta aquí. Cierro los ojos. Inspiro. Exhalo. Otra vez. Cruzo las puertas del auditorio principal y me detengo por un instante. Un murmullo apenas contenido flota en el aire. Todas las alumnas ya están allí, perfectamente alineadas como si cada una esperara ser elegida para algo más que una audición. Hoy, nos jugamos el futuro. Primero será la prueba grupal, en tandas de ocho bailarinas. Después, las audiciones individuales. Nos han dicho que podemos presenciar esas pruebas si queremos, o bien esperar a ser llamadas por nuestro apellido. Yo aún no he decidido qué haré. Parte de mí quiere quedarse y estudiar cada detalle, absorber cada giro, cada error. La otra parte solo quiere esconderse hasta que me nombren. Al fondo del salón, ocupando todo el largo de la pared, hay una larga mesa blanca. La mesa de los importantes. La señorita Arnaud, recta como una línea, observa con una mezcla de neutralidad y severidad. A su lado está Clara Winston, la vice directora, siempre pulcra y con su libreta en mano, como si ya supiera quién pasará y quién no. Junto a ellas, el señor Charles, el responsable de la producción de todas nuestras obras, repasa algunos papeles con desinterés fingido. Sé que no se le escapa nada. Y, por último —pero imposible de ignorar— está Vladimir Romanov, nuestro nuevo director artístico. Y también el nuevo director general de la academia. Su sola presencia inunda el lugar. Siento la piel erizarse. Me estremezco al recordar nuestro encuentro de ayer. No, no ahora. No lo pienses ahora, Astrid. Saco el recuerdo a empujones de mi mente. No necesito ese tipo de nervios hoy. No cuando toda mi concentración debe estar en mi cuerpo, en la técnica, en cada línea, cada arabesque, cada mirada. Pero entonces, la figura a su lado capta toda mi atención. Y el corazón se me detiene un segundo. Anastasia Petrova. Ella. La famosísima, legendaria, y prácticamente mítica bailarina del ballet ruso. Está sentada junto a Romanov como si perteneciera a ese lugar, como si el auditorio entero no debiera inclinarse ante su sola presencia. Sus ojos recorren la sala con una calma casi felina. La seguridad con la que se mueve, la postura erguida, los labios apenas curvados en una expresión que no sé si es aprobación o aburrimiento. He visto sus funciones incontables veces. En grabaciones, en transmisiones, en sueños. Fue pareja de baile de Romanov durante años, hasta que él abandonó la danza. Juntos hacían que el escenario desapareciera, que el mundo dejara de girar. Dicen los rumores que está por retirarse. Pero yo no lo creo. Aún hay fuego en su mirada. Arte. Fuerza. Y ahora está aquí. En mi audición. Y va a verme bailar. Dios mío. Respiro hondo. Otra vez. Mantengo los brazos relajados, las piernas activas. Siento el vendaje apretando mis pies bajo las zapatillas. No puedes temblar ahora, Astrid. No puedes dudar. Esto es lo que siempre soñaste. Ahora es el momento. —Primer grupo— dice la señorita Arnaud con voz firme, proyectada hasta el último rincón del auditorio—. Adelante, colóquense en posición. Vamos a comenzar. Las ocho bailarinas avanzan al centro del escenario con la gracia de quien ha hecho esto mil veces, pero con los rostros tensos de quienes saben que esta vez podría cambiarlo todo. La música comienza. Los primeros acordes flotan en el aire como una promesa. Pies en punta, brazos elevados, precisión milimétrica. Sincronicidad, técnica. Belleza. La escena es un hechizo: preciso, hipnótico, inquebrantable. —Estoy tan nerviosa que siento que puedo vomitar ahora mismo— murmura Helena, a mi lado, sus palabras rozan un sollozo contenido—. No pensé que Anastasia Petrova iba a estar aquí. —Tampoco yo— respondo en un suspiro, sin apartar la vista del escenario. No puedo. Me sería imposible. —Escuché que está con Romanov… y que vendrá a dar clases aquí. —¿En serio? —Sí. Dicen que planean hacer su retiro oficial en esta academia. Trago saliva. Un nudo se forma en mi estómago. Clases con Anastasia Petrova. Verla bailar ya es abrumador, tenerla como maestra… es otro nivel. Es un sueño, o una sentencia. La música del primer grupo termina. Aplaudimos. Algunos con entusiasmo, otros —como yo— con los dedos temblorosos. —Siguiente grupo— llama Arnaud, con una pizca de emoción. Helena y yo nos miramos, es nuestro turno. Mi corazón late tan fuerte que siento que todo el auditorio puede escucharlo. —Vamos— dice mi amiga, sonriendo con determinación—. Es momento de brillar. Nos desplazamos hasta el centro. La luz blanca nos baña desde lo alto. No hay sombras donde esconderse. Helena se ubica en el medio. Yo, al frente. Respiro hondo y me coloco en posición. Pies en primera, espalda recta, brazos suaves pero firmes. Un instante de silencio. Y entonces, la música comienza. Un paso. Dos. Mis pies se deslizan por el piso con precisión. La tela de mi falda flota con cada giro. Arabesque. Extiendo la pierna detrás, los brazos como alas. Respiro a través del movimiento. Cada nota guía mi cuerpo, como si ya no pensara, solo sintiera. Todo lo que he practicado, sufrido, llorado... está en esta coreografía. En este momento. Pies en punta. Espalda larga. Cuello erguido. Vuelta. Relevé. Caída perfecta. El mundo desaparece. Solo estamos la música y yo. Las audiciones grupales han terminado. Ahora, el auditorio está en silencio. La tensión no se ha ido, solo ha cambiado de forma. Algunas chicas deambulan por los pasillos, otras se agrupan cerca de las puertas como si esperaran una sentencia. Yo siento que mi cuerpo pesa el doble, como si llevara toda la presión sobre los hombros. Helena y yo nos refugiamos en las escaleras, en un rincón donde el murmullo de voces suena lejano. Nadie dice mucho, todo el mundo respira más rápido de lo normal, como si el oxígeno fuera limitado. Las puertas del auditorio se abren. Y, como si alguien hubiese presionado un interruptor, los nervios regresan. Una oleada que me sube desde el estómago hasta la garganta. No puedo quedarme ahí afuera. —Voy a entrar— le digo a Helena. Ella asiente enseguida, como si también hubiera estado esperando que yo lo propusiera. —Sí… yo también quiero ver. Nos dan el pase de entrada, y volvemos al auditorio. Esta vez, no al escenario, sino al suelo, a una esquina desde donde podemos observar. Nos sentamos con las piernas cruzadas, los brazos sobre las rodillas, en silencio. Contenidas. En vilo. La primera en pasar, por supuesto, es Isabela. La favorita. La impecable. Una estrella aún sin escenario, pero ya consciente de su brillo. Los primeros acordes del segundo acto inundan el salón y ella se mueve como una sombra de la música. Fluida. Intocable. Cada extensión de pierna parece una obra de arte. Cada giro, una caricia de perfección. Sus pies tocan el suelo como si el aire la sostuviera. La señorita Arnaud la observa con una expresión que rara vez muestra: una leve sonrisa que intenta esconder, pero que se le escapa ante cada pirueta perfecta. Yo también aplaudo cuando termina. No aplaudirla sería una falta de respeto. Isabela es extraordinaria, y lo sabemos. Todas. —No tiene una sola fisura, la condenada— murmura Helena junto a mí, entre asombrada y resignada. Y entonces… —Señorita Roschaild. El nombre de Helena resuena con la autoridad de quien llama a escena a una guerrera. —Joder, me toca— dice, tragando saliva. —Suerte— le susurro—. Lo harás increíble. Helena se levanta, camina hacia el centro del estudio con pasos medidos. Su espalda recta intenta ocultar el temblor en sus dedos. Se coloca en posición y la música comienza. Y con ella, algo se transforma. Porque Helena baila como si el miedo no existiera, como si todo lo que ha callado, lo que ha escondido, lo que ha dudado… se liberara en cada movimiento. Es hermosa. No solo por su técnica, que es impecable, sino por su entrega. Por la forma en que conecta con cada nota, como si le hablara. Su caída al suelo es precisa, su giro en el aire parece suspendido por la emoción. Yo no puedo dejar de mirarla. Me emociona, me llena de orgullo. Cuando la música se desvanece, me pongo de pie sin dudarlo. Aplaudo fuerte, sin disimular. —¡Lo has hecho increíble! — le digo en cuanto regresa junto a mí, el rostro levemente sudado y los ojos brillando. —¿Tú crees? — pregunta con voz suave, casi tímida. —Totalmente— afirmo, abrazándola—. Has bailado como si el mundo estuviera hecho solo para verte a ti. Helena sonríe, y en ese gesto hay alivio. Pero también hay algo más. Ahora solo queda esperar. Y lo sé: en cualquier momento… pronunciarán mi nombre. El reloj avanza. Los minutos se arrastran como si fueran horas, y las horas… como si duraran una eternidad. Ya han pasado casi dos horas. Casi todas las chicas han bailado. Los murmullos en nuestra esquina del auditorio son cada vez más apagados, como si la ansiedad hubiese ido desgastando todo a su paso. Yo sigo sentada en el suelo, la espalda apoyada contra la pared, las piernas acalambradas y los pensamientos enredados en espirales sin salida. Helena está a mi lado, pero ya no hablamos. No hace falta. Ambas sabemos que solo queda una por nombrar. Y entonces, finalmente, se escucha: —Señorita Hoffman. Mi nombre corta el aire como una daga. Todo en mí se tensa. Me pongo de pie. Cada paso hacia el centro del estudio es una batalla contra el temblor que se ha instalado en mi cuerpo. Puedo sentir la mirada de todos, aunque no la devuelvo. Hasta que lo hago, solo un instante. Sus ojos se cruzan con los míos. Vladimir Romanov. Sentado con los brazos cruzados, inexpresivo. Su presencia no necesita anunciarse: basta con estar. Tiene los ojos clavados en mí, como si me desnudara con la mirada. No desvía la vista. No sonríe. No asiente. Pero hay algo en su mirada —algo que no entiendo del todo— que me inmoviliza. Una intensidad contenida, una especie de juicio y algo más, algo que no puedo nombrar, pero que me enciende por dentro sin saber por qué. Me sacude. Me desarma. Y aún así, me obliga a mantenerme firme. Me coloco en posición. El primer acorde suena, y empiezo a bailar. Todo lo que me retenía se disuelve. Cada paso está en su lugar, cada giro tiene fuerza. Cada arabesque, equilibrio. Pero no es solo técnica, es emoción, intención. Bailo con todo lo que soy. Con lo que he callado, con lo que he soñado desde que era una niña frente a un espejo, imitando a Anastasia Petrova. Mi corazón late con furia y, por un momento, el mundo desaparece. Sentí que todo fluía, como si por fin estuviera en casa. Como si este momento fuera mío. Hasta que ocurre. —Suficiente. La voz de Romanov detiene todo. No es un grito, no es violento. Pero corta como un filo. La música se apaga de inmediato. Y yo me detengo. El pecho se me hunde. Un temblor me sacude las manos. La respiración se me rompe en la garganta. Me quedo en mitad del movimiento, como una estatua quebrada, con mis brazos aun extendidos en el aire. ¿Suficiente? ¿Tan mal lo hice? Mi respiración es agitada. Busco alguna señal. Una expresión, un gesto. Algo. Pero él no me mira más. Está ya de pie, recogiendo unos papeles. Su rostro sigue impasible. —Las audiciones han terminado— anuncia, dirigiéndose a todos con voz seca, profesional—. Los papeles serán anunciados la próxima semana. Y eso es todo. Ningún comentario. Ninguna devolución. Ninguna mirada más. Yo sigo allí parada, como si me hubieran arrancado del escenario antes de tiempo. Como si algo se hubiera roto y nadie lo notara. Helena me alcanza y me toma del brazo, guiándome fuera, pero no logro escuchar lo que dice. Todo es un zumbido. Un eco. Una gran pregunta sin respuesta. ¿Por qué me detuvo?
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