Astrid
El eco de mis pasos es lo único que suena en el pasillo.
No sé cómo terminé aquí. No le respondí a Helena cuando insistió en que saliéramos juntas. Solo asentí, y en cuanto se distrajo, me escabullí como una sombra. No quería hablar, no quería consuelo. No quería esas miradas que dicen “te entiendo” cuando no entienden nada.
Lo único que quería es silencio. Y espacio para moverme, para vaciarme.
Necesito bailar. Desarmar la rabia, el dolor, la confusión... con el único idioma que sé hablar.
Empujo la puerta de uno de los salones de práctica, está vacío. Oscuro, salvo por la luz azulada de la luna que se cuela por los ventanales altos. El suelo de madera brilla suavemente bajo mis pies.
No enciendo las luces. No las necesito.
Camino hacia el equipo de sonido, con los dedos temblorosos. El clic seco del botón y, luego, la música. Esa melodía que conozco de memoria, que llevo cosida al cuerpo.
Y entonces, empiezo.
Respiro con fuerza. El aire entra y sale como si me doliera. Mis mejillas arden, el cabello me cae en mechones desordenados por la nuca; el moño perfecto ya no existe. Mi leotardo está empapado, pegado al cuerpo como una segunda piel. Las vendas en los pies se han soltado, pero no me importa.
No paro.
Una vez más.
Una y otra vez.
Giro.
Extiendo el brazo con fuerza. Elevo la pierna con precisión, como si pudiera controlar lo que no pude esta tarde. Salto, caigo. Giro otra vez.
Mi cuerpo repite la secuencia, pero mi alma se desborda. Cada paso lo hago con rabia, con dolor, con esa espina que llevo clavada en el pecho desde hace horas.
La duda.
El vacío.
La voz de Romanov.
—¿Suficiente? — murmuro entre dientes, mordiendo la palabra como si pudiera destruirla.
Cierro los ojos. Me veo otra vez sobre el escenario, el centro de todas las miradas. El silencio abrupto, el juicio sin palabras. La humillación. La incertidumbre.
La falta de respuestas me ahoga. Giro otra vez, más rápido. Más fuerte.
Necesito borrarlo todo. Bailar hasta que no quede nada.
Pero entonces… un paso mal apoyado.
Un ángulo incorrecto. Mi tobillo cede con un crujido seco.
—¡Ah! — el grito se me escapa antes de caer.
El suelo me recibe con dureza. El impacto sacude todo y mi respiración se entrecorta. Un espasmo de dolor me recorre la pierna como fuego líquido.
Quedo tendida, jadeando. El corazón golpeando dentro del pecho, la música sigue sonando. Lejana. Imperturbable.
Intento incorporarme, pero no puedo. El tobillo late como si tuviera vida propia.
Me muerdo el labio hasta que siento el sabor metálico de la sangre. Las lágrimas, calientes, me nublan la vista.
Y entonces, entre el silencio y la música, siento que no estoy sola. El vello de mi nuca se eriza antes siquiera de verlo. Levanto la vista.
Vladimir Romanov.
Está ahí. De pie, a pocos metros. La sombra le cubre parte del rostro, pero sus ojos...
Sus ojos son dos llamas pálidas que no apartan la mirada de mí. Fijos. Serios. Intensos. Como si me viera desde dentro, como si siempre lo hubiera hecho.
—Estás lastimada— dice. No es una pregunta.
Su voz no resuena, vibra. No en el aire, sino en mi pecho.
No respondo. Aprieto los labios, porque estoy molesta. Humillada. Avergonzada.
Y sin embargo, no puedo dejar de mirarlo. Él se acerca. Con paso calmo, sin apuro.
Como si ya supiera exactamente cuándo y cómo irrumpir.
—¿Por qué estás aquí sola? — pregunta mientras se arrodilla frente a mí. Su tono no es acusador. Es... íntimo. Casi cuidadoso.
—Porque no quería irme— murmuro, mi voz más rota de lo que esperaba—. Porque quería entender por qué me cortaste. Porque necesitaba saber si de verdad soy tan mediocre como pareció hoy.
Él me observa. Un largo segundo, tal vez más. No parpadea, no aparta la mirada.
Y tampoco la suaviza.
—Tú no eres mediocre, Astrid— dice al fin, su voz envuelta en una calma contenida que no sé si me alivia o me hiere—. Eres una bailarina extraordinaria.
Una risa amarga se me escapa, más por reflejo que por convicción.
—¿Eso le dices a todas las que humillas en público?
—No suelo decirlo en absoluto— responde con una sinceridad que no espera aprobación.
El silencio que se instala es denso, pesado, como si ambos supiéramos que lo importante no se ha dicho todavía. Bajo la vista a mi tobillo. Palpitante, hinchado.
Siento su mirada aún sobre mí.
—Déjame verlo— dice.
—No es necesario...
—Astrid— pronuncia mi nombre como si fuera una orden disfrazada de susurro.
Firme. Irrefutable.
No me muevo, pero tampoco me resisto. Con una lentitud exquisita, Romanov extiende la mano y toma mi pie. Su tacto es seguro, preciso... y delicado. La contradicción me desarma.
Sus dedos deshacen el lazo de mi zapatilla. La tela cede bajo sus manos como si obedeciera solo a él. Su piel roza la mía mientras me deja descalza, y yo contengo el aliento, porque ese gesto —tan simple, tan íntimo— me quema más que el dolor del tobillo.
Él comienza a palpar la zona con profesionalismo, sí. Pero hay algo más en sus movimientos, una atención extrema. Como si cada centímetro de mi piel fuera importante. Como si tocara conociendo, y no solo evaluando.
Sus dedos dibujan círculos suaves. Presionan donde deben, y yo aprieto las manos contra el suelo, no por el dolor... sino por la corriente eléctrica que me atraviesa.
El corazón me golpea el pecho, y me odio un poco por lo que estoy sintiendo.
Por cómo tiemblo, por cómo empiezo a sentir un incipiente deseo y le temo al mismo tiempo.
Alzo la vista. Él está más cerca de lo que recordaba.
Muy cerca.
Sus ojos se detienen en los míos. No hay prisa, no hay palabras.
Solo eso: nosotros. Y el aire cargado de algo que ninguno se atreve a nombrar.
—No deberías exigirte hasta este punto— murmura él, con voz grave, casi apagada.
—No sé hacer otra cosa— respondo. Mi voz sale apenas audible. Un susurro herido, una confesión. Nos quedamos así.
A centímetros.
El calor de su mano aún en mi pie, su cuerpo inclinado hacia el mío. El peso de su mirada como una segunda piel. Mi respiración contenida.
Su proximidad peligrosamente correcta.
Nada se mueve. Pero todo tiembla.
—Tu danza me conmovió— dice finalmente, sin apartar la mirada de la mía.
Sus palabras me golpean de lleno. Y, aún así, me cuesta creerlas.
—¿En serio? — pregunto, con una mezcla de incredulidad y amargura—. Pero me cortaste. Ni siquiera me dejaste terminar.
Él no se inmuta.
—Porque ya no necesitaba ver más.
La respuesta es tan simple, tan directa, que me deja descolocada. Y, sin embargo, no me alcanza.
—No es necesario el cumplido por lástima— murmuro, bajando la mirada—.
Sé que Isabela será la elegida. Ella lo hizo perfecto, pude verlo en la mirada de todos.
Un silencio. Romanov suspira, como si pesara cada palabra antes de entregarla.
—Isabela tiene un talento increíble— afirma. Y mi pecho se contrae. Duele, aunque no debería—. Tiene presencia, técnica, un dominio exacto de su cuerpo. Es disciplinada, metódica. Una bailarina nata.
—Gracias por enumerar la lista perfecta de virtudes que al parecer no tengo— respondo, intentando que el sarcasmo cubra el nudo en mi garganta.
Él esboza una media sonrisa. Pero no de burla, es apenas un gesto. Uno que esconde más de lo que revela.
—Como dije, Astrid… tú eres extraordinaria— repite, con voz grave—. Bailas con fuerza, con emoción. Con un salvajismo que atrapa. Sí, quizás aún debas pulir tus líneas, pero hay algo en ti que no se aprende. Y verte bailar... es como ver algo crudo, vivo, casi salvaje. Es... sublime.
Levanto la vista. Nuestros ojos se encuentran de nuevo, y esta vez, ya no hay máscara en los suyos.
—¿Entonces...? — susurro, sin terminar la frase.
Pero él la entiende igual.
—Entonces... — dice con lentitud, casi como si le costara soltarlo—. Hay cosas que deben descubrirse a su tiempo.
Trago saliva. Mi corazón late con fuerza. No sé si quiero odiarlo o besarlo, porque claramente podría. Hay algo en él que me saca de eje, ese equilibrio perfecto entre contención y deseo. Entre profesionalismo y algo más… algo que se cuela entre sus palabras, sus gestos, su forma de mirarme como si ya supiera quién soy, incluso cuando yo misma aún lo estoy descubriendo.
Romanov se pone de pie. La figura alta y elegante recortada contra la tenue luz de la luna.
Me ofrece su mano. Su palma abierta, su gesto firme.
—Ven— dice—. Déjame llevarte a la enfermería.
Dudo por un segundo. Lo observo desde abajo, sintiéndome pequeña, vulnerable, agotada.
Y, sin embargo… segura.
Con él.
Tomo su mano. Y cuando lo hago, algo en el aire cambia. No es solo contacto, es una promesa silenciosa. Una advertencia, una chispa que todavía no estalla.
Él tira suavemente de mí, ayudándome a incorporarme con cuidado. Sus dedos permanecen un instante más de lo necesario entrelazados con los míos. Un instante que me deja sin aliento, un instante que dice demasiado… y aún así, no dice nada.
Y caminamos, juntos. Paso a paso, en silencio, pero con una distancia entre nosotros que no es física. Es una línea invisible, precisa. Peligrosa. Una línea que ambos sabemos que no debe ser cruzada…
Y que, sin embargo, cada gesto amenaza con desdibujar.
La enfermería está vacía cuando llegamos. Las luces están tenues, cálidas y el silencio es tan denso que casi parece parte del mobiliario. Todo parece flotar fuera del tiempo.
Sin que pudiera anticiparlo, sus manos se deslizan con firmeza a mi cintura. Me carga con una facilidad que me desarma y me sienta sobre la camilla como si fuera lo más natural del mundo. Sus dedos rozan mi piel a través de la tela, dejando una estela de calor donde me tocó, y yo siento que todo mi cuerpo se contrae, como si ese simple roce hubiera encendido una alarma dentro de mí.
El corazón se me dispara. Vladimir se inclina hacia mí, apenas, no me toca.
Pero su sola presencia me envuelve, me atraviesa. Como si su sombra pudiera leer mi respiración.
—La enfermera estará en un minuto— dice, su voz baja, grave, cargada de algo más que información práctica.
Asiento, sin decir nada. Siento cómo mis mejillas se encienden, pero esta vez…
no bajo la mirada.
Lo miro. Y él me sostiene la mirada como si fuera un desafío que no piensa perder.
Una pausa.
Sus ojos bajan fugazmente, a mi boca, a mis labios. Un segundo, tal vez dos.
Luego regresan a los míos. Y todo el oxígeno del cuarto parece comprimirse entre nosotros.
El silencio se carga de electricidad.
Denso.
Inevitable.
Ambos respiramos, despacio. Pero profundo, como si no supiéramos cuándo volveremos a hacerlo.
La luz cálida dibuja sombras suaves sobre su rostro, resaltando sus pómulos, su boca, ese ceño ligeramente fruncido que no logro descifrar. Está tan cerca que, si uno de los dos se inclinara apenas, nuestros labios se encontrarían.
Pero ninguno lo hace.
Vladimir no sonríe. Pero sus ojos brillan como si en su interior hubiera una tormenta contenida.
Entonces, con un gesto lento, levanta una mano. Sus dedos rozan mi mejilla, y luego con delicadeza apartan un mechón de cabello detrás de mi oreja. El contacto es leve.
Íntimo. Pero tiene la fuerza de un grito.
Me estremezco, no por el frío. Sino por él.
—Te veré el lunes, Astrid— murmura.
Mi nombre en su voz suena distinto. Más suave. Más… peligroso.
Y entonces se aleja. Camina hacia la puerta sin mirar atrás, sin apresurarse.
Como si supiera que ya me tiene temblando.
Lo observo irse, el pecho subiendo y bajando como si acabara de bailar una pieza entera sin respirar. Las manos me tiemblan sobre el regazo, los labios, entreabiertos, aún queman por un beso que no sucedió.
Y cuando la puerta se cierra, sé que arder... no es lo peor que puede pasar.