Capitulo 5

2391 Palabras
Astrid —Necesito que me ayudes, As… — toda la calma de mi habitación se desmorona cuando Adele entra como un torbellino, dejando la puerta abierta tras de sí. —¿Qué pasa, salvaje? — pregunto, alzando una ceja mientras ella se planta frente a mi cama con las manos en la cintura y una expresión determinada en el rostro. —No soy una salvaje, solo… algo enérgica— responde con una sonrisa traviesa antes de dejarse caer de espaldas sobre mi colchón, hundiéndose entre las sábanas. —Ya, ¿qué quieres? — le digo, incorporándome un poco y cruzando los brazos. Conozco esa sonrisa. Es la misma que usó a los seis años cuando le escondió las llaves del auto a papá para que no pudiera ir a su reunión de trabajo. Nada bueno viene después de esa expresión. —Tengo una cita— suspira dramáticamente, girando su rostro hacia mí, como si acabara de confesar el mayor secreto del universo. —¿Tienes una cita? — repito, alzando aún más la ceja, ahora con genuina curiosidad. —Sí. Con un chico de mi clase. Es tan lindo, As… — susurra, con los ojos brillando de ilusión—. Me regala un dulce cada día después de clases. Ayer me trajo uno de frambuesa. ¡De frambuesa! Mi favorito. ¿Ves lo atento que es? —¿Y qué tengo que ver yo con tu historia de amor adolescente? —Que necesito que me lleves— dice de golpe, incorporándose con rapidez y juntando las manos como si estuviera por hacer una plegaria—. Y que le digas a papá que vamos al centro comercial. Ya sabes que no me deja ir a citas, pero esta es importante, en serio. Me gusta mucho este chico. Mucho… mucho. Me quedo en silencio por un momento, mirándola con una mezcla de resignación y ternura. Es imposible decirle que no cuando pone esa cara de gato mojado. Aprieta los labios, esperando mi veredicto, y yo solo puedo soltar un suspiro. —De acuerdo— digo por fin—. Pero me debes una enorme. Gigantesca. Tipo “te-pido-un-favor-en-pleno-bautismo-de-tu-hijo” enorme. —¡Haré lo que quieras! ¡Lo prometo! — grita, dando un salto fuera de la cama—. ¡En serio, lo que quieras! —Ve a vestirte— le digo, sonriendo—. Y no te demores, Adele. —¿Me prestas tu vestido azul? Ese que tiene los tirantes finitos… —En el vestidor— contesto, ya buscando mi celular para avisarle a Helena que haré de niñera de adolescente enamorada por el resto de la tarde. —¡Eres la mejor hermana del mundo! — me grita desde el pasillo mientras corre a su habitación. —Soy la única que tienes— le recuerdo alzando la voz, aunque ya está fuera de mi vista. —¡Pero la mejor! — responde entre risas. Me río sola mientras me levanto de la cama. Miro mi ropa y saco unos jeans cómodos, una camiseta blanca y mis tenis favoritos. Me recojo un poco el cabello con los dedos y lo dejo caer sobre los hombros. Un toque de bálsamo labial, el bolso con lo básico —llaves, dinero, celular— y estoy lista para ser cómplice de una historia de amor adolescente que probablemente dure lo que un algodón de azúcar en un parque de diversiones. Pero bueno… para eso están las hermanas mayores. Cuando bajamos, el aroma a café recién hecho flota en el aire y la melodía suave de un violín se escapa desde la cocina. Mamá debe estar allí, probablemente revisando recetas o simplemente disfrutando su tarde. En la sala, papá está sentado en su sillón favorito, con el periódico desplegado frente a él y sus lentes deslizándose levemente por el puente de la nariz. Apenas escuchamos el crujido del papel al moverse. —¿Dónde van? — pregunta sin levantar la vista, pero su voz suena inquisitiva. Un segundo después, baja el periódico y nos observa por encima del marco de sus lentes. —Al centro comercial— se apresura a responder Adele, con una sonrisa tan amplia que casi delata su nerviosismo. Papá ladea un poco la cabeza, desconfiado. —¿A qué? —De compras, papi— dice ella con una dulzura exagerada—. Astrid quiere ver esas cosas del ballet, ya sabes, ropa y zapatillas y esas cosas elegantes. Me pidió que la acompañara y, como soy tan buena hermana, le dije que sí. Contengo una carcajada. Su actuación es digna de un premio, pero la conozco demasiado bien. Esa sonrisita de "soy inocente y responsable" grita mentira desde lejos. Aun así, me limito a asentir con expresión serena, respaldando su historia. Papá nos mira durante unos segundos más, como si estuviera evaluando si seguir interrogando o dejarnos pasar. Finalmente, dobla el periódico con precisión militar y lo deja sobre la mesa auxiliar. —No vuelvan tarde— dice con tono firme—. Esta noche cenamos con los Warner. —Estaremos aquí en punto, lo prometo— le aseguro, tomando a Adele del brazo y guiándola con rapidez hacia la puerta antes de que a papá se le ocurra hacer más preguntas. Justo cuando cruzamos el umbral, oímos desde la cocina la voz de mamá canturreando suavemente una ópera en italiano. Me sonrío. Todo parece tan normal… si tan solo supieran que estamos encubriendo la primera cita oficial de mi hermana menor con un desconocido que le regala chocolates. Después de convencer a papá, emprendimos camino al centro comercial con el corazón de Adele palpitando como un tambor. Cuando llegamos, Adele prácticamente rebosa de emoción. Sus ojos recorren el lugar como si acabara de entrar a un parque de diversiones, y su sonrisa se amplía hasta casi salirse de su cara. —Ahí está Noah— me dice en un susurro cargado de ilusión, como si su corazón se le hubiera adelantado al cuerpo. Sigo la dirección de su mirada. Un chico delgado, alto, de cabello rubio despeinado y expresión nerviosa está sentado en un banco frente a una fuente. Tiene un chocolate entre las manos, como si lo hubiera estado sujetando durante un buen rato, esperando el momento justo. —¿Cómo me veo? — pregunta Adele, girándose hacia mí, los ojos grandes, brillantes, llenos de esperanza. Sonrío, enternecida. Me acerco para acomodarle un mechón rebelde detrás de la oreja y le doy una mirada de aprobación. —Estás hermosa, Adele— le digo—. A las siete nos vemos aquí mismo, ¿de acuerdo? —Sí, de acuerdo— responde con un asentimiento firme, aunque la emoción le hace temblar levemente los labios. Antes de alejarse, se pone de puntas y me da un beso suave en la mejilla. Luego, sin esperar más, sale corriendo hacia el chico. Noah se pone de pie apenas la ve acercarse, y le tiende el chocolate con una sonrisa tímida. Ella se lanza a abrazarlo sin pensarlo dos veces. Él duda por un segundo, como si no supiera bien qué hacer con sus brazos, pero termina rodeándola con torpeza y una sonrisa que dice más que mil palabras. Después, entre risas bajitas, Adele toma su mano y entrelaza sus dedos con los de él. Juntos se encaminan hacia una tienda de malteadas cercana, con el andar ligero de quienes apenas están descubriendo lo que es gustarse, con esa inocencia que solo se tiene una vez. Me quedo unos segundos observándolos, con una mezcla de ternura y nostalgia. Adele parece tan feliz… tan viva. Ojalá le dure. Suspiro y miro a mi alrededor. El centro comercial está animado, con familias caminando despacio, niños tirando de las manos de sus padres y parejas compartiendo cafés. Mi primera parada está clara. La librería me espera. Después de la librería, decidí que era hora de hacer que mi coartada tuviera algo de verdad. No podía volver a casa con las manos vacías si queríamos que papá creyera nuestra historia. Fui a la tienda donde suelo comprar mis cosas para ballet. Con solo entrar, el suave aroma a madera nueva y tela de tul me envolvió. Me deslicé entre los estantes con la familiaridad de quien ha hecho esto decenas de veces. Mis dedos rozaron las telas con cariño, como si saludaran a viejas amigas. Elegí una falda de tul en color marfil, vaporosa y delicada. Luego encontré otra en rosa pálido, con una caída preciosa que parecía flotar sola. También añadí un par de mallas nuevas, lisas, sin costuras. Me detuve frente al estante de zapatillas, pero tras unos segundos de duda, las descarté. Ya tenía dos pares nuevos y no podía justificar un tercero… por ahora. Con todo listo, pasé por caja y pagué. Al salir, miré la hora: aún tenía tiempo de sobra antes de encontrarme con Adele. Perfecto. Un café sonaba como el mejor plan. Subí al segundo piso del centro comercial, donde había una pequeña cafetería que siempre me había gustado. Era discreta, acogedora, con sillas de madera clara, luces cálidas y vitrinas que parecían sacadas de una pastelería parisina. Y, lo mejor de todo: hacían los mejores macarrones del mundo. Crujientes por fuera, suaves por dentro, y con sabores que siempre me hacían sonreír. Entré y la campanita sonó en la puerta. El aroma a café recién molido y vainilla me recibió como un viejo abrazo. Elegí una mesa junto a la ventana, desde donde podía ver a la gente pasar abajo como si fueran parte de una película sin sonido. Dejé las bolsas en el asiento de al lado y me acomodé. Pedí un cappuccino con canela y una pequeña selección de macarrones: uno de frambuesa, uno de limón y otro de pistacho. No tardaron nada en llegar. La taza humeante desprendía un aroma reconfortante, y los colores pasteles de los macarrones se veían tan bonitos que casi me daba pena comerlos. Casi. Apoyé el mentón en una mano y miré por la ventana mientras daba el primer sorbo. La espuma del café me rozó los labios como un susurro cálido. Por unos minutos, todo fue calma. Como si el mundo entero se hubiera detenido para regalarme ese pequeño instante de paz. El segundo macarrón—limón—se deshacía en mi boca cuando mi celular vibró sobre la mesa. Lo miré distraídamente, esperando ver el nombre de Adele o de mamá. Pero no. La pantalla mostraba un número desconocido. Las yemas de mis dedos se tensaron alrededor de la taza sin que me diera cuenta. Dudé un segundo. Dos. ¿Responder o no? Finalmente deslicé el dedo por la pantalla y me lo llevé al oído, intentando sonar tranquila. —¿Hola? —Astrid— su voz profunda, con ese acento marcado y elegante que parecía acariciar cada sílaba de mi nombre, me recorrió como una corriente eléctrica. Me quedé inmóvil. Podría haber sido una ráfaga de aire caliente deslizándose por mi piel desnuda, y el efecto habría sido el mismo—. ¿Te interrumpo? Tragué saliva. —No… estoy tomando un café— dije, y me odié por sonar tan torpe. —¿Sola? Mi mirada se desvió instintivamente a la ventana, como si esperara encontrar una respuesta ahí afuera. Cada palabra suya me descolocaba un poco más, como si supiera exactamente en qué tono hablarme para confundirme. —Sí— musité, tragando mi voz. Hubo una pausa. Silencio. Pero no el incómodo, era uno denso, lleno de todo lo que ninguno de los dos estaba diciendo. Casi podía imaginar sus ojos al otro lado del teléfono. Los mismos que me perseguían cuando cerraba los míos. Los mismos que no me dejaban desde la noche del viernes. —¿Cómo está tu tobillo? — preguntó, ahora con un tono más suave, más íntimo—. Desde que me fui de la enfermería has estado rondando mi cabeza… por tu tobillo— agregó con una ligera sonrisa en su voz, como si se divirtiera al provocarme. —Está… está bien. Se me hinchó un poco, pero ya casi ni lo siento. Podré hacer mis ensayos con normalidad. —Me alegra escucharlo. Aunque, si quieres, puedo pasar esta noche a revisarlo. Profesionalmente, claro— agregó, y pude escuchar la ironía envuelta en seducción. Había algo en su voz… esa cadencia baja y controlada, como si cada palabra estuviera medida para acariciar, para tocar donde no debía. Me acomodé en la silla, incómodamente consciente del rubor que subía por mi cuello. —No creo que sea necesario. —¿Estás segura? —murmuró, más bajo, más cerca—. A veces las lesiones no duelen, pero siguen ahí. Ocultas. Hasta que alguien las toca. Y entonces… arden. Un cosquilleo subió desde la base de mi espalda. Tuve que apretar las piernas bajo la mesa. Cerré los ojos un segundo, conteniendo el suspiro que amenazaba con escaparse. Ese hombre tenía una facilidad inquietante para convertir frases normales en algo que me dejaba sin aire. —Estoy bien, Vladimir— repetí, más firme esta vez. Aunque mi cuerpo dijera lo contrario. Incluso si una parte de mí... no quisiera estarlo tanto. —Lo sé— respondió con esa maldita calma suya, esa seguridad sin esfuerzo que me desarmaba—. Pero igual quería saberlo. Me gusta saber de ti. Tragué en seco. Mi corazón latía con fuerza contra mis costillas. ¿Qué se suponía que debía responder a eso? Nada. Porque él no lo esperaba. Solo lo soltaba, como una pieza más del juego que parecía disfrutar. —Te dejo disfrutar tu café— dijo entonces, como si hubiera notado mi desconcierto, pero no se burló—. Pero cuídate, ¿sí? —Lo haré— dije, apenas un susurro. —Hasta pronto, Astrid. —Hasta pronto… La llamada se cortó, pero la electricidad que me había dejado seguía ahí. En la punta de mis dedos, en mi nuca. En la curva de mi espalda. Y en mi paz, también. Tomé el cappuccino con manos temblorosas, pero ya no podía saborear nada. No el café, ni los macarrones. Solo su voz repitiéndose en mi cabeza, sus palabras encendiendo lugares que creía dormidos. Apoyé el celular sobre la mesa y suspiré, intentando ordenar mis pensamientos. Ese hombre iba a volverme loca. Y lo peor… es que no estaba segura de querer evitarlo.
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