Capitulo 6

2269 Palabras
Vladimir Dejo los papeles sobre la mesa y me masajeo la sien. Estoy agotado. El día ha sido una sucesión interminable de decisiones, firmas, llamadas y problemas que no dejan de multiplicarse. Sin embargo, en cuanto la puerta de mi despacho se abre sin previo aviso, alzo la mirada con un reflejo automático. Y entonces la veo. Astrid. Camina hacia mí con la seguridad de quien no pide permiso, con ese andar desafiante que ha tenido el poder de desestabilizarme desde que la vi por primera vez. Sus ojos, grises como el cielo antes de una tormenta, se clavan en los míos. No hay vacilación en ellos. Solo deseo. Solo decisión. No alcanzo a articular palabra cuando ya está frente a mí, y sin decir nada, se sube sobre mis piernas, sentándose a horcajadas sobre mí como si le perteneciera este lugar. Como si me perteneciera. Mi cuerpo se tensa al instante. —¿Qué crees que estás haciendo? — gruño, la voz grave, apenas un susurro rugoso que delata el temblor de mi autocontrol. Mis manos reaccionan por instinto, cerrándose sobre su cintura. Su perfume, esa mezcla embriagadora de jazmín, miel y algo únicamente suyo, me atraviesa como un disparo directo al pecho. —Quiero que me toques, Vladimir— susurra, con esa maldita sensualidad que lleva en la sangre. Su voz es humo y fuego. Y me consume. —Astrid… — su nombre se escapa de mis labios como una súplica, una advertencia, una rendición. Entonces se desabrocha el abrigo largo que lleva puesto, dejándolo deslizarse por sus hombros. Bajo esa capa de tela solo hay unas bragas negras de encaje. Nada más. Se me seca la boca. La sangre se me arremolina en la entrepierna como una condena. Jodidamente hermosa. —Quiero que me toques… — repite, mordiéndose el labio inferior, ese maldito gesto que me enloquece—. No he podido dejar de pensar en ti desde que chocamos. —Vete— le ordeno, pero incluso a mis propios oídos suena más como un ruego desesperado que como una advertencia firme. —Pero quiero que me toques— toma mi mano y la guía sin temor, sin pudor, hasta su centro caliente y húmedo. Un jadeo se ahoga en mi garganta mientras mis dedos descubren la evidencia de su deseo. Mi autocontrol se quiebra como cristal bajo presión. —No volveré a repetirlo, Astrid. Levántate y vete— escupo, con voz rota. No sé si intento convencerla a ella o a mí mismo—. Lo olvidaré en cuanto cruces esa puerta. —Pero no quiero que lo olvides— su voz es caricia, desafío y promesa—. Quiero que me toques, Vladimir… Entonces lo hago. Mi mano se hunde en su cabello suelto, lo enredo entre mis dedos y la atraigo hacia atrás, obligándola a arquearse. Exponiendo su cuello, su clavícula, el nacimiento de sus pechos. Paso la lengua por su piel cálida, saboreándola, hasta llegar al cuello donde muerdo sin compasión. —¿Tienes idea de lo que estás pidiendo, Astrid? — mi voz es ronca, feroz—. ¿Sabes lo que significa ser tomada por mí? Sus ojos me miran sin miedo. Con hambre. Con furia. —Quiero que me folles, Vladimir— dice. Y entonces mi nombre se repite, como un eco, como un mantra en su boca. Vladimir… Vladimir… El sonido se repite. Cambia. Se transforma. —Vladimir… La voz es diferente. Más fuerte. Más real. Abro los ojos de golpe, jadeando. Mi cuerpo está cubierto por una fina capa de sudor, y la erección bajo mis pantalones es tan incómoda como imposible de ignorar. Giro la cabeza. Anastasia está a mi lado, mirándome con el ceño fruncido. —¿Estás bien? —Sí— respondo con voz áspera, como si hubiera estado gritando en sueños. —Voy a preparar café— dice, antes de salir de la habitación con paso tranquilo. Respiro hondo y me dejo caer contra el respaldo de la cama. No puedo creerlo. Acabo de tener un sueño erótico con Astrid. Y ahora cargo con una erección tan salvaje que ni mil duchas frías podrían calmarla. No debería soñar con ella. No puedo soñar con ella. Y, sin embargo, desde esa vez en el hall, cada vez que cierro los ojos… ahí está. Me levanto sin decir palabra. Camino directo al baño, todavía con el cuerpo ardiendo por culpa de ese maldito sueño. Prendo la ducha en el nivel más frío que soporto y, mientras el vapor comienza a disiparse, me cepillo los dientes con movimientos mecánicos. No miro mi reflejo. No necesito hacerlo para saber que tengo el rostro tenso, la mandíbula apretada y el deseo todavía latiéndome entre las piernas como una condena. Entro bajo el agua helada, esperando que eso arrastre consigo la tensión que se me ha instalado en la espalda, el cuello, el abdomen. Pero, sobre todo, que se lleve el calor insoportable que la imagen de Astrid me dejó. Me niego a tocarme. No lo haré. No por ella. No por una maldita alumna. Me lo repito desde el viernes, cuando la tuve demasiado cerca, cuando su mirada se clavó en mí como una promesa que no tenía derecho a cumplir. Está prohibida, es un límite. Y yo no cruzo límites. Si tengo que repetírmelo hasta que me sangre la lengua, lo haré. Cuando termino, la erección no ha desaparecido por completo, pero al menos puedo fingir que sí. Me seco rápido, me pongo los pantalones, una camisa blanca bien planchada, chaqueta negra, un poco de perfume y el reloj de cuero que heredé de mi padre. Una vez listo, dejo la habitación. Anastasia está en el sofá, aún en su bata de seda color marfil, con las piernas cruzadas y dos tazas de café humeante sobre la mesa. Siempre elegante, siempre tranquila, como si nada se desordenara a su alrededor. —¿Estás mejor? — pregunta, sin levantar mucho la voz. —Sí— respondo, y tomo asiento frente a ella. Agradezco la taza sin mucha ceremonia. —Mi vuelo sale en dos horas. —¿Quieres que le pida al chofer que te lleve? —Por favor. Asiento y saco el teléfono. En menos de un minuto el traslado está coordinado. Ella bebe un sorbo y me observa por encima del borde de la taza. —Volveré en tres semanas. Después de eso podemos oficializar mi retiro y mi incorporación a la academia. —En eso habíamos quedado. Tu apartamento estará listo para cuando regreses. —¿Apartamento? Yo pensé... La miro. —¿Qué pensaste? — pregunto, aunque ya lo sé—. ¿Qué viviríamos juntos? —Bueno, sí. Vladimir, llevamos un tiempo viéndonos, y... —Anastasia— interrumpo con tono sereno pero firme—. Ya hemos hablado de esto. Su expresión cambia. Un leve endurecimiento de la mandíbula, nada dramático, pero suficiente para hacerme notar el peso de lo que está a punto de decirme. —No estamos juntos, per se— le recuerdo con cuidado—. Solo tenemos sexo. Somos amigos con beneficios. Nunca hemos sido una pareja. —Pero me dejaste quedar aquí… —Porque no te gustan los hoteles, y tu apartamento aún no está listo. No confundas cortesía con compromiso. Me pongo de pie y me abrocho el saco, preparando mi salida. —Las cosas siempre han estado claras entre nosotros, Anastasia. No prometí nada más de lo que estoy dispuesto a dar. —Vladimir... —Buen viaje. Avísame cuando llegues. Salgo del departamento sin mirar atrás, no hay nada más que decir. Las cosas siempre terminan así con ella: una tensión silenciosa, una expectativa no cumplida, y el eco de palabras que no quiero escuchar. No es su culpa. Nunca lo ha sido. Me gusta, nos entendemos bien. El sexo es excelente, la compañía agradable. Pero eso es todo. Y eso siempre fue suficiente para ambos. Hasta ahora. Tal vez algo cambió para ella, pero para mí no. No puede. No voy a fingir ser algo que no soy. No soy un hombre de pareja, no soy material de novio, y mucho menos de marido. El amor, los compromisos, los futuros compartidos… no van conmigo. Y si alguna vez lo hicieron, ese hombre murió hace mucho. Llego a la academia a las ocho en punto. El cielo aún conserva esa luz grisácea de las mañanas frescas y silenciosas, y el mármol del hall principal resuena bajo mis pasos. Camino directo a mi despacho sin detenerme a saludar a nadie. La rutina y la disciplina son dos lenguajes que todos aquí entienden. Al poco tiempo, la profesora Arnaud entra con su habitual carpeta de cuero bajo el brazo. Charles la sigue, con los brazos cargados de documentos y su andar ligeramente apresurado, como si ya llegara tarde, aunque esté a tiempo. —Buenos días— saluda ella con voz firme, dejando una pila de carpetas frente a mí. —Buenos días— respondo, haciéndole una seña para que tome asiento. Charles ocupa la silla al otro lado y deja todo sobre la mesa con un suspiro contenido. Hoy tenemos una tarea decisiva: definir el protagónico y el cuerpo de baile para nuestra próxima producción. Las audiciones terminaron la semana pasada, y desde entonces hemos estado evaluando no solo la ejecución técnica, sino el portafolio completo de cada postulante: trayectoria, proyección escénica, presencia, y algo más intangible… ese “algo” que convierte a una bailarina en una estrella. —¿Empezamos? — pregunta Arnaud, con ese tono neutro que siempre utiliza cuando quiere dejar en claro que sus emociones están fuera de la ecuación. —Sí— asiento, cruzando una pierna sobre la otra mientras abro la primera carpeta—. Hoy esto debe quedar definido. Ya hemos visto los videos decenas de veces, pero repasarlos una última vez nos ayuda a confirmar lo que quizás ya sabemos. El proyector se enciende, y las cintas comienzan a correr una tras otra. Tomamos notas, hacemos observaciones en voz baja. Charles tiene buen ojo para la composición del cuerpo de baile; Arnaud, una exigencia quirúrgica para la limpieza técnica. Yo me centro en otra cosa: la potencia emocional, la capacidad de una bailarina de contar una historia sin abrir la boca. Anastasia ya ha dejado claro su voto. Tiene una favorita para el protagónico y confío en su criterio, por más que nuestras opiniones muchas veces se enfrenten. Después de todo, ella interpretó uno de los Odette/Odile más memorables que este escenario haya presenciado. Si alguien entiende lo que se necesita para brillar en ese papel, es ella. Aparece el rostro de Astrid en la pantalla, y algo dentro de mí se tensa de inmediato. Su cuerpo se mueve con una naturalidad que parece no pertenecer a este mundo. No hay esfuerzo aparente, solo entrega. Y aunque su técnica aún necesita pulido, hay una pasión cruda que me resulta imposible ignorar. Mierda. Me siento incómodo y no por su interpretación, sino por el recuerdo fresco del sueño de esta mañana. Su voz aún retumba en mi cabeza como una maldita provocación. —No se puede negar que hay algo en ella— dice Charles mientras toma nota—. Quizás no es la mejor ejecutando fouettés, pero cuando entra en personaje… —Es hipnótica— completa Arnaud, frunciendo apenas los labios—. Aunque aún no sé si es material de protagónico o si explotaría mejor en un rol secundario. Podría quemarse si la empujamos demasiado pronto. Guardo silencio, observando la grabación. Astrid gira con una ferocidad contenida, como si girar fuera lo único que la mantuviera en pie. Salta, se desliza, se eleva con los pies, pero también con los ojos, con la respiración, con algo indomable que no se aprende en una sala de ensayo. Esa chica… no baila solo con el cuerpo. Baila con la rabia, con el dolor. Con una historia que nadie más puede narrar, pero que ella traduce a través del movimiento como si el mundo dependiera de ello. Cada vez que veo esta cinta, me duele el pecho. Porque la reconozco. Porque la entiendo. Porque esa hambre que veo en su mirada fue la misma que me empujó a escapar de mi hogar con apenas diecisiete años y una beca mísera que no alcanzaba para el metro ni para comer. Es el mismo fuego. El mismo rencor contra el mundo. La misma necesidad de ser alguien en un lugar donde nadie te está esperando. —Hay algo… animal en ella— dice Arnaud, cruzando los brazos, intrigada—. Como si el escenario la poseyera. —O como si ella poseyera al escenario— corrige Charles con un gesto casi divertido. No digo nada. Todavía no. Aún quedan otros rostros por ver, otras piernas perfectas. Otras sonrisas que parecen talladas con bisturí. Bailarinas que han entrenado desde la infancia para este momento. Que cumplen con cada estándar, que no fallan en una sola nota. Pero ninguna me hace contener la respiración como ella. Y eso… eso es un problema. Porque mi interior ya ha tomado una decisión. Me guste o no. Una decisión visceral, peligrosa, maldita. Y es justo lo que no debería suceder. Porque Astrid no es solo una bailarina. Es mi alumna. Y más allá de su talento, más allá de lo que provoque su cuerpo cuando se mueve, más allá del recuerdo húmedo de su voz en mi sueño… lo que me aterra es lo que representa. Una línea que no puedo, que no debo cruzar. Una línea que ya empecé a borrar con la punta de los dedos.
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR