—Yo sí, cada noche después de cenar me tiro un muerto al coleto para animarme. Si no lo hago duermo mal. —Vete a la mierda —dijo Susana, pero no me lo decía a mí, se lo decía a su propio miedo. Caminamos en la dirección que indicaba Susana y llegamos a la estación de metro sin mayores dificultades. A aquella hora el andén estaba vacío, a excepción de un tipo malcarado que, sentado en uno de los bancos, con los cascos de su MP3 soldados en las orejas, mascaba chicle con la pericia que da la práctica. Sus maxilares adaptaban su movimiento a la música que escuchaba. En aquel momento debía de estar sonando un rap, a juzgar por la conmoción de su boca y mejillas. El resultado era fascinante, hipnótico, indudablemente repugnante. Hicimos el viaje en silencio. Al llegar al apartamento de Susa

