Claudine abandonaba la tienda con rapidez. Ella le había permitido confeccionar el vestido allí mismo para ser la primera en ver la creación de la joven. Tenía mucha curiosidad, a ella le pareció perfecta que aceptó enseguida. Su madre la hubiese asesinado si veía tomar una aguja para algo que no fuera hacer un bordado de flores.
Claudine trajo sus herramientas de trabajo a la tienda de aquella mujer, quería empezar de inmediato, ya que el tiempo es corto. Sus amigos le ayudaron a trasladar lo que necesitaban.
—Eres asombrosa, como has transformado mi tela en una hermosa creación.
—¿De verdad le gusta?
—Me encanta, la verdad no sabía que tuvieras tanto talento.
—Y eso que el tiempo es corto, pero trate de hacerlo lo más perfecto posible.
Había dejado la entrega a sus amigos para poderse ir a cambiar a su casa, no estaba vestida para ir a una fiesta tan elegante como en la que se exhibiría su vestido. Tenía la esperanza de llegar a esa casa y que la señora Durand estuviera encantada con su diseño y buen gusto. Tuvo que ajustarse mejor su boina y los guantes para combatir con la nieve y el viento congelado que le quitaba el aliento cuando corrió como desquiciada, hacía un club donde los hombres le gritaban y chiflaban mientras tomaban cerveza.
—¡Nick! —le tocó el hombro al joven mozo que reaccionó estupefacto al verla ahí. —¡Señorita Claudine! —se inclinó ante ella.
—Tranquilo chico —sonrió la mujer—Tienes que llevarme a casa cuanto antes, ¡Se me ha hecho terriblemente tarde!
—Por supuesto, señorita —el hombre que trabaja para la familia, sorprendiéndose de que la mujer lo buscara, parecía acostumbrada a andar sola. Claudine prácticamente dio un brinco fuera del auto y saludó rápidamente al mayordomo que le abría la puerta con una mirada divertida.
—Llegas tarde —dijo Robín, cuando ella ya subía las escaleras a toda prisa, levantando su falda desvergonzadamente, andaba medias gruesas por el frío.
—¡Lo sé! ¡No me presiones!
—Solo te lo estoy diciendo —se inclinó de hombros y fue a sentarse mientras esperaba a su hermana.
Claudine parecía un torbellino entre su ropa, aventaba cosas por doquier y no encontraba lo que estaba buscando. ¿Por qué era tan difícil ser una persona ordenada? Después de quince minutos y con ayuda de una empleada doméstica que su hermano sabiamente le había mandado, se encontraba lista, tan lista como una mujer podía estarlo en quince minutos; la pobre doncella seguía intentando acomodarle el moño y colocarle los guantes de seda, para el frío, mientras bajaban las escaleras.
Su hermano la esperaba pacientemente en el vestíbulo. Estaba sentado en una de las sillas del vestíbulo mientras leía un libro y fumaba un cigarro con tranquilidad. Robín pasaba pendiente de sus hermanas, en especial Claudine, él siempre pendiente de sus locuras.
—Sigues teniendo ese mal hábito —se quejó Claudine, tomando el cigarrillo en sus manos y apagándole en el cenicero que descansaba en la mesita de junto.
—Solo cuando me hacen esperar —la miró con una ceja levantada—. ¿Tú con qué derecho me reclamas? Si tú también lo haces.
—En reuniones con amigos, no en casa leyendo un libro. También lo hago a las cansadas de un burro.
—¡Pero lo haces!, así que no tienes palabras para decirme nada.
Después de un tortuoso camino, en donde ella no se pudo estar en paz, llegaron a casa de la señora Durand, la cual seguía en un silencio sepulcral, la fiesta comenzaría en menos de media hora. Daba gracias a Dios que a Robín le importara poco llegar antes con tal de complacerla, seguro se iría a meterse a la biblioteca hasta que su presencia fuera requerida.
—¡Llegué! —abrió la puerta de las habitaciones de la dueña sin permitirle al mayordomo hacer su trabajo.
—¡Oh, querida Clau! —sonrió Simón con nerviosismo—. Qué bueno que llegas, tenemos un problema enorme.
—¿Problema? —frunció el ceño— ¿Qué problema?
—Esto es verde, señorita Leroy —dijo enojada la clienta. Claudine evaluó con la mirada su diseño. Era perfecto, acentuaba la figura de la mujer, la hacía lucir elegante, estilizada y realzaba sus cabellos y ojos.
—Lo sé, Señora —le tomó los hombros y la colocó frente al espejo—Mírese, qué hermosa se ve.
—¡Me miro como una anciana! —se quejó.
—Se ve elegante. Le aseguro que quedarán prendados de usted a lo largo de esta noche.
La mujer parecía un poco convencida con el trabajo. Aunque el diseño era hermoso, el color no decía nada, era tan triste que hasta ella podría deprimirse. El rosado siempre había sido su color, no entendía por qué esa chiquilla creía saber más que ella.
—Señora —llamaron a la puerta—Sus invitados la esperan. —la mujer mostró una cara de horror y se miró al espejo, desesperada.
—No hay tiempo —se quejó y miró a Claudine—Espero que esté contenta, acaba de arruinar mi noche con este horrible color.
—Le aseguro que no lo he hecho, ya verá los resultados.
—Bien, que así sea —dijo enojada, arreglándose el cabello.
La anfitriona salió poco convencida, pero pavoneándose en el vestido lo mejor que podía. Por su lado, Claudine parecía confiada y segura de lo que había hecho, sería un éxito, de eso no tenía duda.
—Te has arriesgado mucho Clau —dijo Anaís a su lado.
—Tengo que marcar la diferencia, si hiciera lo mismo que todos, entonces no me reconocerán jamás.
—Bueno… ¡A la fiesta! —gritó Simón.
Los jóvenes se mezclaron rápidamente entre la algarabía de la velada. Como Claudine esperaba, la señora Durand estaba siendo alabada tanto por hombres como por mujeres de la alta sociedad; parecía un pavo real, estaba feliz y agradecida con la mujer que había hecho aquel vestido.
—¡Señorita Leroy! —gritó la señora Durand y se acercó—. Le he dicho cosas terribles, debí confiar más en su juicio.
—Gracias —ella sabía que la mujer volvería a ella.
—Te compensaré —le tomó la muñeca—. Ven conmigo.
—No necesito más compensaciones —trató de librarse—. Está bien con lo acordado. —Claudine fue jalada por la fiesta hasta posarla frente a un caballero de alta estatura y mirada arrogante.
—¡Oh, Sobrino! —sonrió la mujer, apartándolo de su conversación—. Ven, te quiero presentar a la señorita Leroy. Es la mujer que ha hecho este vestido.
Claudine enfureció, no entendía por qué las mujeres pensaban que para ella sería gratificante estar siendo presentada con uno y otro hombre, como si buscara una relación. Estaba harta de que la quisieran emparejar con extraños que ni siquiera había tratado.
—Señora Durand, no sé qué impresión le he dado —se soltó—Sin embargo, no estoy en busca de una pareja.
—Querida, él estará encantado de acompañarte esta noche.—la mujer miró severamente a su sobrino, quien dejó salir el aire, aparentemente resignado y hasta fastidiado.
—Me será un placer acompañarla, esta noche—dijo forzado.
—¡Vamos chiquilla! —sonrió la mujer—. Qué no va a comerte, los dejaré solos.
Cuando la mujer hubo desaparecido, Claudine saco su verdadero ser, no quería ser la conquista de nadie esa noche, y mucho menos la rifaran como si de algún premio se tratara, ella quería ser reconocida por sus diseños, no para que un hombre la opacara.
—Puede soltarme, señor, no hace falta que siga fingiendo ser amable.
—Se lo agradezco —dijo pretencioso—. No es mi deseo acompañar a una mujer que se la pasa agachada con una aguja ante otra persona. Qué bajo ha caído mi tía trayendo personas como tú, ¿no?
—¿Cree usted que mi oficio es denigrante? —era claro que se burlaba de él por el tono de su voz.
—El que se tiene que inclinar ante alguien, no merece ni una pizca de mi respeto.
—Se nota que usted tiene el cerebro más pequeño que el de un animal acuático. Es usted quien no merece mi compañía. La verdad estoy perdiendo saliva en personas inútiles.
—Claro, lo dice la rebelde que tiene que coser para vivir, seguro que usted ni siquiera tiene un doctorado en alguna especialidad como para hablar de cerebros.
—Al menos no soy de las que necesita a un hombre a su lado para sobresalir. —la pelinegra dio media vuelta para alejarse, pero nunca se esperó que el hombre la tomara del brazo con fuerza desmedida y la volviera hacia él con tan poca cordialidad— Suélteme —le dijo tranquila y amenazadora.
—No sé quién te crees costurera, pero venir a una casa de alta sociedad no te hace una de nosotros.
—No sabes lo afortunada que me siento de no ser como usted.
—¡Eres una perversa mujer! No vales nada…—la soltó de golpe.
—Espero que no le haya dicho eso a mi hermana —sonó una voz helada a las espaldas de Claudine—. No soy muy dado a perdonar estupideces. — el hombre soltó a la joven para enfrentar al valentón que intentaba dar la cara por la costurera. El pobre sobrino de la señora Durand se llevó tremenda sorpresa al encontrarse con el semblante agrio de un importante caballero francés.