Episodio 2

3983 Palabras
Jeff carcajeaba con esa burla picaresca juvenil. También le grito: “I love you to” con voz gruesa, lanzándole un beso soplado desde su desmedida mano, el cual fue recibido por la cubanita con sus ínfimas manos en el corazón y la misma sonrisa idiota en los labios. Bernardo incómodo le entregó la cámara Zenit dispuesto a irse y dejarla con su amor a lo Powell. Ella, aun le decía adiós con la mano al rubio de ojos azules, mientras él se ocupaba en recibir violentos roletazos que le bateaba un entrenador panzón desde el home. Siguió los pasos de retirada del mulato molesto. A cada rato ella volteaba y suspiraba. No anduvieron mucho rato cuando se les acerco un hombre blanco, bajito, de bigotes, vestido de civil, pidiéndoles el carnet de identidad. Valeria se rehusó a darle su identidad a un hombre civil y cuando fue a reclamar, el hombre sacó un carné de la PNR (Policía Nacional Revolucionaria) tomó las identificaciones y les hizo una seña con la mano para que lo siguieran. Fue husmeando los documentos por el camino. — ¡Viste! Por tu puteria barata con los gringos esos— reclamo con rabia al oído de la joven— “I love you”— Mofo indignado. — ¡Ay! Y ¿cuál es el singao delito, a ver? — ¿Acaso no sabes que estos singaos comunistas no soportan le rindan culto a los americanos? Y la verdad, a ti solo te falto hacerle sexo oral al come pinga ese con pelo de maíz. — ¡Uy! Qué rico, se me hizo agua la boca— dijo con sarcasmo e ira— ¡ Vete pa’ la pinga! Me dio la real gana. —No me iba Pa’ la pinga, sino para mi casa, y ya vez, vamos rumbo a…qué se yo que. Llegaron a un pasillo oscuro del estadio y el hombre bajó, de bigotes, ni siquiera volteaba a mirarlo. Orgulloso caminaba, firme y ágil, sabiendo que ellos temerosos acataban su orden. Los jóvenes tampoco hablaron, ni siquiera se miraron más. El policía de civil se detuvo ante una puerta verde, metálica, embadurnada de óxido. Dio dos puñetazos y alguien del otro lado desencajo dos cerrojos escandalosos y chusmas. No fueron menos alborotadoras las bisagras al abrir y mostrar aquel interior en media luz de catacumbas. Se miraron Bernardo y Valeria. Ella no mostraba ningún tipo de miedo, la procesión la llevaba por dentro. El, apretaba los dientes y se le hacían marcas en ambos lados de la cara como un auto con las luces intermitentes puestas. Se dio dos ligeros golpes en la cabeza. En realidad sentía como si estuviese en medio de una pelea de gondoleros en Venecia, palos de un lado y del otro. Detrás de un viejo escritorio, metálico, verde y oxidado como la puerta, los esperaba un mulato vestido de verde olivo, con la gorra quitada descansando en varias carpetas, bien parejas una encima de la otra. Un pequeño busto del Che Guevara, una vieja lata de leche condensada haciendo el oficio de porta lápiz.— si a esos nefandos mochos se le podría llamar así— Una enana taza de café con el asa partida ,eran las cosas que coexistían encima de esta mesa. El mulato, aun con los jóvenes parados frente a él, no los miraba y se concentraba en roer un trozo de zanahoria cruda. Mascaba sin darse por entendido como un conejo loco. Al terminar, comenzó a soplar con presión aire entre los dientes y hacer ese chasquido mostrenco, mal educado y sucio, con el objetivo de sacarse algún resto de verdura de la dentadura. Intento e intento pero no pudo y sin pena ni pudor alguno introdujo su dedo índice, en un barrido desde los colmillos hasta las muelas. Resuelto el problema, incluso se volvió a comer uno de los trozos capturados. Bernardo miraba para el piso, Valeria miraba fijamente al mulato militar sedente en su puesto. Detrás de ellos, como un trinquete, seguía el vestido de civil con bigote, tenía en sus manos los dos carnets de identidad, pero no por mucho tiempo. Desde el escritorio le hicieron una seña y se los hizo poner allí. Los comenzó a estudiar, no sin antes ponerse unos espejuelos que sacó de uno de los bolsillos de la gruesa camisa militar verde olivo. Con ellos puestos le hacía ver más viejo. —Yo soy como mi abuelo— rompió el silencio con la vista aun en uno de los documentos. Tenía la voz ronca y como perro de caza luego de ladrar todo el día— él decía que cuando le daban gato por liebre era feliz, puesto que disfrutaba más de un valiente gato, que de una débil criatura orejona. A ver— hizo una pausa cerrando las identificaciones y tirándolas despectivo a la mesa. Se recostó satisfecho en el espaldar de la crujiente silla, con las manos entrelazadas descansando en su cabeza y la vista fija en los chicos— ¿Qué hacen unos compañeritos halagando y aplaudiendo a unos yanquis que se han pasado, y pasarán, la vida burlándose y mofando a esta roja y revolucionaria isla? — Es que… — ¡No me interrumpas!— Grito lóbrego, frenando en seco la intervención de Valeria, exponiendo una molestia poco disimulada— Este país, orgullosamente comunista. Este comandante en jefe ha sacrificado mucho por ustedes. Los jóvenes, los cuales son el futuro y la garantía de que sigamos siendo revolucionarios y comunistas…orgullosamente c-o-m-u-n-i-s-t-a-s. ¡Coño! — grito. Sonrió irónico— ¿Qué pasaría si ese futuro dependiera de gente como ustedes dos? La revolución cubana se iría a la misma mierda— Volvió a gritar con su esténtor voz, dando un puñetazo en la mesa que desacomodo las carpetas la gorra quedó boca arriba y la vieja lata de leche condensada se volteó escupiendo los mochos de lápices por todo aquello, algunos cayeron al piso. Solo acomodo las carpetas juntándolas todas y dándole dos golpes con la mesa para dejarlas en orden, puso la gorra como estaba encima de ellas. — ¡No puede ser!— continuo atrabilis — Ese show que formaron allí. Los gringos dirán: “Grandes puticas hay en esa isla comunista” Ambos bajaron la cabeza. Valeria hacia muecas apretando los labios de un extremo a otro. Se le escapo un suspiro. Bernardo, aun cabizbajo, se dio dos golpes en el esponjoso cabello y movía uno de los pies en una seguidilla nerviosa. —Vas a anotar los nombres y apellidos, dirección y número de identidad— ordeno al captor bigotudo que se quedó erguido como un Gestapo recibiendo instrucciones— vamos a ficharlos muy bien y tener control sobre ellos. Si vuelven hacer, cualquiera de los dos, una sola mierda como esta, una sola. Los enviaremos a un centro de rehabilitación de menores. ¡Uno bueno! No aquí en la Habana, no. Uno allá en oriente. ¿Me escucharon?— Cuestiono en un alarido arrastrando tras sí la silla y poniéndose de pie. Los jóvenes quedaron helados— Quiero que los dos me canten el himno nacional. ¡A toda voz!— se les acercó, tanto que podían sentir su respirar, con las manos detrás mirándolos fijamente como felino a su presa— ¡Quiero que les duela la garganta! No me importa si el galillo les sangra, o se les sale por la boca y me da en la frente. No me importa si esos gringos, a los que les puteabas, lo escuchan en el terreno. ¡Me lo cantan ya! Tembló Valeria, titubeo Bernardo que tragó en seco. Se miraron de soslayo. Sin complicidad y enarmónicos, comenzaron a susurrar el himno. — ¡Espera, espera!—les interrumpió con una sonrisa sarcástica, el militar revolucionario— ¡Con fuerza dije!— Grito Carraspeando, y las venas del cuello como bejuco — Así tendrán esa alma de gusana, que ni el canto patriótico les sale. Si no me cantan el himno como es debido, los voy a meter en unos calabozos acusados de contrarrevolucionarios. ¡Vamos cojone! Bernardo hizo la entrada solemne de las trompetas. Fue esto silicaptico para Valeria lo que casi causa una risa tensa y nerviosa. “Al combate corred bayameses, que la patria os contempla orgullosa. No temáis una muerte gloriosa, que morir por la patria es vivir…— Nunca se había cantado tan mal el himno nacional desde su creación en 1868 por Pedro Figueredo (Perucho). Desafinados, temblorosos, desabridos— En cadenas vivir es vivir en afrenta y oprobio sumido. Del clarín escuchad el sonido. ¡A las armas valientes corred!” — hubo un finalista “Corred” primero de ella, luego de él. El descuadre entre ambos era notorio. Era como poner dos gallinas a pregonar biblias por la calle. El militar chasqueo los dientes como en busca de otro resto de zanahoria. Quito sus espejuelos, frotó sus ojos y respiro profundo volviendolos a poner. —Tomen sus carnet y piérdanse— finalmente dijo resignado. Con parsimonia le arrebató la cámara zenit al chico, que aún tenía guindada del cuello. Despectivo le hizo señas de que se fuera. Fue rumbo a la mesa y se recostó en ella. De frente Valeria, a la cual le hizo señas con el índice de que se acercara, ella miró a Bernardo que se retiraba rumbo a la puerta pero sin darles la espalda, se aproximó temerosa. El hombre de verde olivo la tomó del brazo y le susurró al oído: Eres una pichoncita muy linda, blanquita. Estas como para mi hijo— ella sudaba y tragó en seco— y quien quita sino para mí. No sé qué haces de sata con esos yanquis asquerosos… La joven se soltó de un tirón, y sin mirarle a la cara, sádica y risueña del castrense, tomo ambas identificaciones de la mesa, y salió detrás de su compañero que aguardaba en la puerta custodiado por el policía de civil. Precisamente salieron detrás del esbirro que los condujo hasta la misma salida del estadio, como para asegurarse de que se habían ido los jóvenes perturbadores. Aun desde allí se escuchaban los alaridos de batazos, corrido de bases y peloteros aupando a sus compañeros. Antes de irse del todo, Valeria logro verlos, con su traje gris, el USA en el pecho, tan concentrados y felices practicando su deporte. Ganaran o perdieran, tras el torneo, se subirían a un avión rumbo a su poderoso país, lejos de esta isla que se caía a pedazos, en manos de unos dictadores y fanáticos, que como sanguijuelas, le estaban chupando el alma a su pueblo. “Que rico, un aparato con alas que me alejara de este infierno”— Pensó— Valeria se deprimió mucho. No aguanto un solo reclamo de parte de Bernardo. Exploto y le dijo de todo. Bernardo fue a la cocina a ver que le podía dar de comer a la señora y así se callara y dejase de rezongar— al menos por un rato. La cocina era espaciosa, con lozas antiguas estampadas en azul hasta la mitad de la pared. Lo que continuaba de ahí hasta el techo, eran unos dibujos raros, como letras árabes en un fondo color guayaba. En la base de la pared principal reinaba una vieja cocina O´ Keefe & Merritt, con dos relojes centrales, que como ojos, eran testigo de todo. La plancha resaltaba como lengua divisoria de las cuatro hornillas. Cuatro compuertas, incluyendo la pantalla del horno principal, eran coronadas con seis llaves de encendido y apagado. Cocina chambuqueada por un mundanal de salpicas y mugre de grasa que hasta en dichas llaves habitaban en forma de lágrimas negras. Dos medianos estantes de madera flotaban en otra de las paredes, con una separación entre ellos de un metro. Encima, habían vasijas de barro que iban de mayor a menor como matrioskas. Más allá de estos una repisa de madera porta calderos en la cual solo había un sartén pequeño. Todo lo ausente en estas estanterías estaba en el fregadero, amontonado, como una versión casera del Himalaya. Tres cuartos de las paredes estaban amarillas de aceite. El techo tenía hollín, que en las esquinas formaban una especie de telaraña negra. Bernardo hizo una mueca y continúo caminando hasta donde estaba una longeva nevera Frigidaire color verde esmeralda, con su puerta enteriza como sarcófago y manija niquelada. Llamó la atención de este un pegoste de salsa de tomate debajo de la plateada manija, como utilería de un asesino poco cauteloso. Hizo otro mohín el mulato. Encima del Frigidaire había una bolsa de papel con algunos panes de flautas. Fue a sacar uno y al remover aquello invoco a varios escuadrones de cucarachas, pequeñas, medianas y grandes ,que salían de adentro de la bolsa y debajo. Algunas de prisa, otras con toda la paciencia del mundo, como dos que andaban por la puerta del refrigerador como una parejita saliendo en la mañana de ese hotel donde pasaron una deliciosa noche. Saco uno de los panes al azar, y no se veía tan mal, salvo el tener que darle dos gaznatones a uno de estos insectos que se negaba a soltar su fuente de alimentos. Despojado de este bicho, Bernardo se limpió asqueado la mano en el pantalón. Debido a que el pan estaba duro, como adoquín de una zona colonial. Se le ocurrió la idea de calentarlo un poco en alguna de las hornillas. Como le hacía su abuela cuando niño, luego le untaba mantequilla y le servía su café con leche humeante. Busco y hallo, al lado de las matrioskas, una caja de fósforos. Pan en mano, rallo la primera cerilla que terminó, como él por Valeria, perdiendo la cabeza y yendo a parar al piso. Rallo otro y este si encendió con cierta timidez. Intentando no se apagara con una mano y en la otra el pan, abrió una de las llaves. Prendiendo la hornilla sintió en la espalda: — “Pum”. — ¡Cojone!— Gritó el joven soltando lo que tenía en mano como un misil del Bismark, yendo a parar al Himalaya de sartenes, calderos y platos del fregadero, provocando una pequeña avalancha que a su vez incentivo otra estampida de cucarachas buscando refugio. Estas todas estaban apuradas, como amantes saliendo del hotel luego de escuchar desde afuera sus nombres en un ensordecedor grito. — ¿Que pinga te pasa Valeria? ¡Casi me da un infarto!—Carcajadas de la chica mientras el recuperaba el aliento y tragaba en seco — ¿Qué haces aquí?— pregunto ella después de calmar un tanto la risa y secando alguna lagrima fruto de su diversión. — ¡Coño! Buscándole algún pan a “Tú” abuela, para ver si se calla un rato. —Sí, es verdad. La vieja tiene hambre. Allá está mascando el aire con la dentadura. Parece una discman buscando el disco. Seguiré en lo mío— dijo mientras se marchaba — ¿Y lo mío?— Lanzó ladino él, mientras ella desaparecía de la cocina. Sonrió. Busco en la bolsa, encima de la nevera, otro trozo de pan. Una cucaracha alarmada subió por el antebrazo y con repulsión la sacudió contra el piso en dos intentos. Tomó venganza y le aplasto de un solo pisotón. Abrió aquella puerta de sarcófago en búsqueda de mantequilla con que untarle al pan, pero el lato olor nauseabundo hizo que la cerrara de un tirón. Ni siquiera lo intento. Prefirió encontrar algo de aceite en alguna parte, cosa que halló debajo del fregadero, en una botella mediada con dientes de ajo en el fondo cual alioli. Con minuciosidad, le puso un chorro a un pan semi-desmoronado picado al medio con las manos. Agarrándolo de los extremos y con la precaución de no quemarse, lo paso varias veces por el fuego. Consiguió el plato menos indecente y se lo llevo a la señora que se mantenía locuaz exigiendo y peleando. — ¿Dónde estabas hijo de puta?—vilipendiaban frenética —Le estaba…— había olvidado el tono de Betty Boop afónica—Le estaba preparando un delicioso pan Mimi. — ¡Dámelo de una vez! Sanaco Bernardo colocó el plato en su vientre. De inmediato agarró el pan y comenzó a engullir todo aquello, cayendo en la cama las boronas como la primera nevada del año. — ¡Pero, esto no tiene mantequilla!— Cuestiono con flemas estorbando sus palabras. Tocio. Bernardo no supo que responder, quedó en silencio. Igual la señora Filomena continua mascando con la boca abierta, lo que le causaba un asco ingente al chico que volteaba la cara. —Pan bueno y con mucha mantequilla era el de Borsam Türk Alman— Contó soltando boronas de pan como el aserrín de una sierra. — Aun recuerdo bien clarito su nombre, tanto el de la panadería como el de ese gentil y caballeroso hombre— dejo de masticar y suspiro con la vista perdida— Tenía de referencia a los desgraciados hombres turcos, como panzones con turbantes, un alfanje en una mano y una cabeza sangrante en la otra— La borona de pan le hizo toser— Mi turco no. Él era alto, más blanco que la arena de varadero, flaco, duro. Porque cuando le abrazaba sentía como que tenía entre las manos un tronco de roble. — volvió a dejar de masticar y la vista ensoñadora, andaba ajena a su realidad. Nuevamente suspiro con languidez. Bernardo— que andaba de espaldas a la señora— volteó buscando una respuesta del por qué se había detenido en el relato. En un destello mordió otro trozo de pan y con la misma velocidad busco el vaso de agua, que a tientas, encontró vacío. —Te lo debería meter en el cráneo— grito con imprecación subiendo la vasija de cristal de un modo amenazante— ¡Hijo de puta! ¿Me quieres matar atragantada? —Ya se la traigo— aplaco Bernardo mientras arrebataba el vaso a la opresora Filomena y salía disparado a la cocina. Se escucharon barullos de platos y cacharros caer al piso. Al rato llegó con cara asqueada, como si alguien hubiese vomitado a un metro de él, aunque ese alguien tenía nombre, Frigidaire. Le puso en la mano el vaso y la señora con su lerda torpeza, batuqueo todo aquello y derramó en su pecho agua. Bernardo busco algo con qué secarla y lo único que halló fue una bufanda marrón ceniza de polvo, entre todos los andariveles encima de la peinadora, que al retirarla tiró abajo unas llaves junto a unos papeles engurruñados. — ¿Qué te pasa bastardo lánguido, me vas a destruir el apartamento?— refunfuño mientras de memoria y cómo podía, colocaba el vaso de agua en la mesa de noche. El joven intentó secarla con aquella polvorienta bufanda, ella se dejó sin pelear. Pero en un instante y con la rapidez de un halcón sobre su presa, le entró un arrebato y ladeo una mano para pegarle. — ¡Torpe de mierda! ¿Me vas arrancar el tórax?— con la misma le acertó un manotazo, la cual se encontró la cabeza por pura casualidad. — ¡Coño Venancio! ¿Eres tú?— intento palpar sin resultados, lo que acababa de tocar— ¿Y ese pelo? ¡Hay un n***o en mi casa! ¡Auxilio!— Gritaba ingente y desesperada— ¡Policía! ¡Vecinos! (total, seguro el policía que viene es n***o también, y los vecinos son como la policía, buenos para nada) ¡Un n***o me está robando! Hizo presencia Valeria toda alarmada y mirando con ojos retorcidos a Bernardo que se encontraba con la bufanda en la mano sin saber qué hacer. — ¡Que! ¿La ibas ahorcar?— reclamo en un metálico susurro —Definitivamente tú estás loca. Sin duda esto es un mal de familia. — molesto tiro la bufanda a donde la había sacado en la peinadora. Cayó al piso. — ¡Cállate! Y cállale la boca ya. Que los vecinos no son comemierdas, ni sordos. — ¡Mimi! Soy yo, cómo crees— Gritó cerca de la señora, pero con la vista puesta en Valeria. — Es que tengo puesto un gorro, para mantener el pelo moldeado — ¿Ah? ¿Plateado? — ¡Moldeado!— rectifico en otro grito — ¡Pero si tú eres calvo! — Grito Filomena. Valeria, frustrada, se tapaba la cara con las dos manos. Bernardo la buscaba con la mirada. No sabía qué decir. —Precisamente— intervino luego de esos segundos de silencio— Este gorro es para que me salgan más pelos. — ¿Que se te salgan más peos? — ¡Pelos, cabellos…tacho! — ¡Ah!— Acepto algo calmada— trago en seco con movimientos extraños de la lengua y boca. Quedo en respiración bucal por un tiempo — ¿No te habrás metido a maricon Venancio? Saliste al debilucho y desgraciado de tu padre. Tan culto y refinado que llegue a creer que le tiraba peos a la pinga. Aunque cuando le conocí, se me mostró como un tipo rudo de cuchillo en mano, carnicero. Pero con la edad a muchos hombres se le agua el gofio. No se cómo me empate con ese condena’o. Y mucho menos me explico cómo te tuve a ti. Ni siquiera has evolucionado. Sigues siendo un feto. — saco de entre la cobija un último trozo de pan que por ahí quedaba y le dio una mordida , luego otra, después se metió el resto en la boca— Recuerdo una vez— sacudió las manos fuera de la cama— que fuimos a la playa de Guanabo. Caminábamos en chancleta por allí (No tomados de la mano, nunca caminamos tomados de las manos. Era evidente él me quería, pero lo peor era que yo no a él) y salió un perro, callejero, sato, muerto de hambre el pobre. Con las costillas marcadas que parecía una marimba canina. El animalito nos dio un ladrido, lo más probable que para pedirnos algo con que calmar ese estómago. Tú padre metió un brinco y ha dado unos gritos escondido detrás de mí, como Esther Borja cantando la parte final de “Damisela encantadora”. Fue esto una de las tantas razones por la que me di cuenta de que a este “Hombre”, o esta cosa, le gustaba soplar tubos. De ahí la voz esa que tienes y esa forma tan… cultural— La deslució y maltrato una explosiva tos. Estiró la mano hacia la pequeña mesa en busca del vaso con agua como un nadador con problemas buscando la superficie. El joven se lo facilitó. Estuvo pendiente de que terminara para acomodarlo nuevamente en su lugar. — ¡Ay mijo!— Filomena sonó dirimente a cualquier pelea o insulto. Era lo más dulce que se habría mostrado desde que llegaron al lugar— ¿Sabes que quisiera comer tu madre? Ese puré de papa que haces con bastante mantequilla— ¡mantequilla, mantequilla! No eso que le pusiste al pan, que no sé qué coño era— y un revoltillo enchumbado también con bastante mantequilla. ¿Me lo harías hijo? —si ma...Mimi—Gagueo Bernardo mientras dirigía la vista rumbo a donde se encontraba Valeria— Le hare todo eso. — ¿Que traerás hasta el hueso?— Pregunto ella desenfadada. El chico repitió con altivez en la voz— Me imagino bajaras a buscarlo todo. Aquí no hay nada supongo. Ni papas, ni mantequilla. Ni lo que le hizo falta siempre a tu padre… Huevos. —Traeré todo, no se preocupe—Salió donde Valeria . —Ve, Ve. Mientras voy a dormir un poco— diciendo esto bostezaba dejándose caer del espaldar de la cama acomodando su cabeza en las almohadas que le esperaban gratamente.
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