Episodio 3

4030 Palabras
Bernardo llego al cuarto contiguo que era lúgubre y desaliñado. Se notaba que había pasado mucho tiempo desde que hubo sonrisas y primaveras en su interior. Un escaparate semi abierto con una puerta arrancada pero recostada en el lugar donde iba , era lo que imperaba allí. Ropas engurruñadas hechas una bola una encima de otra, trajes consumidos por el tiempo sacaban sus mangas como para que no se les olvidará a nadie que estaban allí. Un butacón yacía en un rincón lleno también de ropa desordenada que lo abarcaba en su totalidad, al punto que no se veía de qué color era este. En una pequeña mesa un tocadiscos tapado en un ochenta por ciento por un abrigo de tela con coderas de cuero. Al lado de este, una montaña de discos de acetatos. Ante la falta de alguna adjutora claridad y el reinante reguero, Bernardo tropieza y mete uno de los pies en una caja de madera mediada de arena. Sacudió la bota en el piso maldiciendo en un murmullo. — ¿Qué pinga es esto? —El inodoro de Lolo—Respondió Valeria a oscuras con los brazos cruzados recostada al marco de la puerta que daba paso a otra habitación más allá de esta. —Va… ¿Dónde andas? ¿Cómo que el inodoro?— cuestiono asqueado— ¿Quién cojones es Lolo? —El gato de la vieja. Lo adoraba, era lindo el hijo de puta. Amarillo como una yema de huevo, cachetón y de ojos azules como el mar que hay frente al malecón. Andaba de techo en techo en busca de gatas que j***r. No era muy ágil, estaba gordo. Nunca más apareció. La vieja dijo que un vecino lo mató y se lo comió. Aun así, siempre tuvo la esperanza de que apareciera, por eso dejo su caja con arena nueva y todo, asi que no te preocupes, ya no hay ni rastros de su mierda ahí— Bernardo le miró astroso — ¿Encontraste algo?—Preguntó aun sacudiendo la arena hollada —Estoy en eso— respondió retrocediendo al lugar donde se encontraba. Bernardo salió tras ella. Aquello era un estudio biblioteca, con un escritorio como trono en medio de todo, respaldado por un librero enorme. Este presentaba en orden algunos libros de colección, otros horizontales uno encima del otro, incluso yacían varios en el piso. Imperaba en uno de sus estantes un busto pequeño de José Martí, más abajo otro de Cayo Julio César, con su corte de cabello ridículo y la prominente nariz. El escritorio de caoba, estaba repleto de periódicos viejos doblados, revistas además de más libros. También tenía un florero cónico hecho con trozos de bambú que en vez de tener una flor portaba un abre carta en medio. En otro extremo había otro florero, este blanco de cerámica estampado en azul abstracto semejando orquídeas, en medio unos empolvados girasoles plásticos. Repartidas en diferentes rincones había tres sillas clásicas Luis XV. Una de ellas sin una pata, las otras dos intactas cargaban cajas y carpetas. En un rincón cohabitaba una mini licorera de madera fina tallada con las caras de unos guerreros romanos en sus pequeñas puertas. Encima , como la vela de cake, un florero en forma de gato. El lugar en orden, hubiese sido un estudio sobrecogedor y hermoso. Valeria estaba colaborando, pero no a esto último. Andaba en la parte baja de la biblioteca sentada en el suelo con las piernas cruzadas, revisando minuciosamente cada uno de los libros que tenía a mano, pasando las hojas como una maquina cuenta billete. Le daba lo mismo si luego de esto quedaba acomodado donde mismo lo había agarrado o no. — ¿Crees que eso va a estar en un libro?— Preguntó Bernardo mirándola con embeleso y satisfecho por la vista aérea que tenía de ella frente a sí. — ¡Claro bruto! No estará en una hoja, pero si en un libro con un cuadrado en medio. ¿No ves las películas de los sábados? —No le miro la cara y retorció los ojos. Tiro a un lado el libro que había chequeado. — ¿Y si crees que exista aún?— siguió de impertinente el mulato. — ¿Crees que estaría aquí, revisando todo en esta maldita cueva, sudando la gota gorda, si no existiese la más mínima maldita posibilidad de tenerla en el bolsillo?— esta vez le miró lapidaria, lacerante— ¿Me crees tan idiota? — ¡Para nada!—contestó sonriendo— No te molestes. Deberíamos darnos unos traguitos—señaló a punta de labios donde se divisaba el mini-bar oscuro y solitario pegado a la pared. Valeria , curiosa, descruzo los pies y de rodillas se incorporó para mirar ya que el escritorio le dificultaba ver. Hizo una mueca despectiva y volvió a su postura de pies cruzados. Tomó un nuevo libro. — La vieja quiere puré de papa con mantequilla y revoltillo. — ¿Qué? Bueno eso es tu problema, no mío. —Ella es tu abuela, no mía. — ¡Pero aquí estamos los dos! ¡Malparido! — bisbiseo iracunda. Se levantó tirando otro de los libros que acababa de revisar— Busco una hija de puta joya que es la llave para la salida de esta hija de puta isla. Treinta mil aguacates me pagan por ella y diez mil por sacarme en una lancha rápida de una maldita vez… —Sacarnos Valeria, sacarnos— salió al paso algo confundido — ¡Como sea! Usted vaya y cómprele papas, boniatos, morronga china, o el diablo encendido si es preciso, a la vieja de mierda esa. Hágale puré, espagueti, fideos, sushi y se lo mete en el culo si lo desea. Pero a mí me deja buscar en paz. ¡Colabora coño! —Valeria, tengo solo cinco pesos— lamento tímido el chico. —Te alcanza y sobra. Compra dos pesos de papa, uno de huevos (regateando le darían dos huevos)y dos cuesta una mantequilla inventada (manteca de cerdo con un tinte amarillo) que vende un n***o viejo con el recuerdo de un navajazo en la cara, allí en la esquina, aquí mismo. — se sacó un par de llaves titilantes en una argolla y se las lanzo a Bernardo. El joven las recibió como en una película cuando le entregan las llaves a un novato dispuesto para manejar un gran auto. Se fue de una vez. Valeria quedó abanicando hojas de libros y vistazos a la habitación en busca de indicios de su anhelado tesoro. Se escucharon dos truenos y se notó dentro del apartamento la capa oscura que se extendió por el cielo de la Habana. No pasaron diez minutos cuando cayó un aguacero como solo se ven en esta isla. Valeria se levantó y busco un mocho de vela que había en un altar por la sala, en honor y luz de una santa Bárbara en bronce empercudió. Tenía la típica espada en una mano y un torreón diminuto a un costado. Al frente, una copa roja de cristal opaco por una capa de polvo y que tenía en su interior el usurpado pedazo de vela. En la cocina, hizo falta tres fósforo para prender. Le arrullo, evitando así, que el aire que se filtraba no la apagase. Tomó la vasija de barro más pequeña tipo matrioska, colocó la vela y como un manto de luz fue alumbrando todo aquello protegiendo la fuente luminaria con una mano de los latigazos del viento que se colaban por la ventana del viejo balcón. — ¡Venancio!— llamo opaca y demacrada Filomena. Incluso dividió en silabas el nombre de su hijo con engorro: Ve-nan-cio. — ¡No puede ser!— Lamento Valeria con el obstinamiento de siempre— ¿Dónde estará este hijo de puta? — ¡Venancio! ¿Dónde andas? Me estoy meando…o cagando, o las dos cosas. ¡Desgraciado! Ojala en unos años, esa lesbiana que tienes por hija te haga lo mismo, te acordaras de mi cabron. ¡Venancio! ¿Ya te fuiste? Seguro fuiste a ver si esa que anda contigo te está pegando los tarros, y dejas sola a la madre que te pario —no se ni para qué. La nieta fue maldiciendo con vela en mano hasta la puerta donde miro por el ojo mágico en punta de pie. Luego maldijo regresando hasta el estudio. Después, regresó cambiando el contenido de las maldiciones y mirando nuevamente por la puerta. Se regresó para el cuarto echando más humo ella que el mocho de vela agonizando en su propio e*****a. Tropezó con la silla que le faltaba una pata, soltó un alarido. Se tapó la boca mientras saltaba en un pie para que no se escuchará la sinfonía de maldiciones que rezaba. — ¿Qué fue eso? ¡Venancio! Escurridizo como tu padre. Por eso le dio el infarto. Escondido con una negra más joven que él, tan santo que se la daba. La puta, era tan flaca que no tenía nada redondo en su cuerpo excepto la coronilla. Fue corriendo a avisar a los amigotes y estos se las arreglaron para armar una mesa de domino y sentarlo recostado encima de esta. Me buscaron y allí estaba con la misma cara de come´pinga, pero expresión mortuoria en los ojos y la boca. Por cierto, en esta última, una caterva de pelos enroscados y el nunca uso bigotes. A mí, la verdad, que más me daba, total, de esta coneja comió muy poco, y cuando comia, me dejaba más hambrienta que murciélago en joyería…bah. ¡Venancio! Que me meo, me cago. ¡Hijo de puta! En ese mismo momento se escuchaba la lucha de Bernardo con la cerradura de la reja. Probó tres llaves, como un borracho amanecido, hasta poder dar con la justa. Lo mismo repitió con la puerta de madera. La abrió con torpeza y allí estaba recibiéndolo Valeria con los brazos cruzados y de medio lado, como el titanic, el joven se asustó. — ¿Qué paso?— pregunto afable con una bolsa en una mano y las llaves en la otra. —“¿Qué pasó?” Que lleva rato diciendo que se está cagando o meando y dando gritos por ti. — ¡Por mí que pinga Valeria! Dando gritos por tu papá. ¡Tu papá! Yo no tengo ni cojones que ver en esto. — tiro las llaves en una mesa de madera redonda que había próxima y acto seguido se sacudía los restos de lluvia en la ropa y el esponjoso pelo. —Bueno, en estos momentos tú eres su hijo. ¿Qué te parece?— riposto aun con los brazos cruzados. Su corto cabello se le movía a******o y hermoso, en contrapunteo a los movimientos de la cara. Sus orejas evidentemente rojas. —Ósea, soy tu papi— comentó él cambiando el tono — ¡Vete pa´ la pinga Bernardo!— respondió haciendo un despectivo gesto con una mano y marchándose. Luego se detuvo y volteo— Si de verdad quieres irte, en esta, nuestra única oportunidad, para el Yuma. Ponte pilas, que si encontramos la maldita joya , en una semana mínimo, estaremos en Miami. Así que, límpiale el culo a la vieja, cocínale su mierda, y no protestes más. — dijo esto aproximándose al chico, que lejos de asimilar lo que le decía, entraba en un éxtasis mirándola tan de cerca y hermosa. —Sí, mi pastelito de coco, lo haremos— por fin respondió con una sonrisa estólida— sabes que cuando me miras así me causas problemas respiratorios— Valeria le ignoró y aplicó la retirada— me llenas los pulmones de suspiros…mira mi tos— mientras simulaba toser, ella sin voltear le mostró el dedo del medio. Bernardo rio y con esa risotada salió para el cuarto de la señora. Luego de que filomena le lanzarse lacerantes improperios, logro levantarla de la cama, no sin poco esfuerzo. Con una mano dolorida anclada alrededor del cuello de Bernardo, la señora se lograba incorporar, además que le ofrecía más seguridad un brazo de él en su cadera. Así le fue llevando, como un elefante en muletas, rumbo al baño. En ese trayecto fue maldiciendo e insultando todo lo que quiso, incluso algún que otro manotazo impactaba en el hombro del joven, cuando este le reclamó una estela de peos, nada incoloro, que soltaba como tubo de escape de un viejo motor. El baño no era menos desagradable que la cocina. Las celestes lozas con un estampado de flores amarillas no lucían tan interesante debido al chamusqueado moho que las irrumpía. El inodoro era amarillo inmundo, incluso con orine viejo que le daba esa peste imperante en el lugar. La bañera, antigua, también estaba asediada por manchas mohosas. Como pudo, bajó con un pie la tapa del inodoro mientras sostenía a Filomena que se dejaba caer con pesantez quejidos pese a los esfuerzos de su cuidador que sudaba copiosamente. —Sal de aquí pervertido. Busca agua y tráela cuando te diga— ordeno suspirando de satisfacción mientras abría la compuerta y liberaba un sonoro chorro de orine. El chico tomo una cubeta de metal que había al pie de la bañera y salió en busca del agua. Por el camino se escuchaba la peadera despiadada. Hizo una mueca de aversión. Abrió una puerta pequeña al final de la cocina que daba al lavadero. Allí había una vieja lavadora rusa con una tapa arrancada de las bisagras y metida dentro del depósito de lavado. Un tendedero como aspas de helicóptero, guindaba hacia el vacío, con los alambres desaliñados como cuerdas partidas de guitarra. En un rincón habitaba un tanque de metal de 40 litros. Intentó levantar la tapa que se negaba a ser quitada. Aplicando con terquedad más fuerza, esta se le cayó de las manos haciendo una gran batahola, como los platillos en una banda de pueblo. Le arrimo a un lado notando, en la verde agua, a un grupo de renacuajos, que en su forma de espermatozoide, se movían en desorden de un lado a otro. — ¿Qué fue eso?, ¡Virgen de la Caridad!— lamento una voz de mujer desde el balcón de arriba. Enseguida se asomó, mirando al joven que ya tenía la cubeta llena descansando en el piso. — Y ¿quién eres tú?— pregunto tan curiosa como coqueta, mientras se acomodaba un par de rolos que tenía en la cabeza. Era una mujer blanca, cuarentona, con todo redondo y una papada prominente. Limpio los espejuelos en su bata de casa para poder enfocar mejor al extraño culpable de semejante ruido— Ignacio, mi marido, es sereno y trabaja todas las noches (dice el, porque yo creo hace otras cosas en vez de vigilar) pero bueno, necesita dormir y: ¡Ha pegado un brinco! Como darle una nalgada a un gato. —No fue mi intención señora… —Mirta, Mirta Aguiar, pero me dicen “Agua dulce”— Río coqueta y estúpida— es porque no me gusta mucho el mar. Oye ¿y tú quién eres?— Preguntó recobrando cierta seriedad— ¿Qué haces en casa de la Filo? —Es que soy… Sobrino de Venancio— Respondió el joven categórico luego de una pequeña duda y poniendo la tapa al tanque con más facilidad que cuando le destapo. —Pero, si Venancio no tiene hermano —De la esposa…en realidad soy sobrino político de él— gagueo, repleto de inseguridad. — ¿Sobrino de Marta? ¿La mamá de Valeria? Perdóname, pero esa mujer es más blanca que el talco. Y tú con ese micrófono en la cabeza. ¡Perdóname! Y, ¿Venancio está ahí?— preguntó tratando de mirar más allá de donde la dejaba el muro de la terraza— Es que como el anda en todas esas cosas de la cultura. Yo quería que me consiguiera un cupo para participar en la próxima edición del festival del bolero. No es por nada, pero tengo ¡Una voz!— Nuevamente hizo una mueca boba y coqueteo acomodándose los rolos. Carraspeo la garganta para aclararla— Oye esto: “La puerta se cerró detrás de ti… y nunca más volviste aparecer. Dejaste abandonada la ilusión que había en mi corazón por ti…” De repente cambió de canción y comenzó a cantar “A mi manera” (si a estas notas desafinadas y sin métrica ,se le podría denominar canto). Toda llena de emoción e ingente, la orgullosa voz era dirigida al cielo abierto, o en este caso a los balcones superiores. La papada oscilaba en cada incómodo vibrato. Su cuello estaba enrojecido. Bernardo alarmado miraba para todos lados e intentaba hacerle señas de que no continuará. Inspirada, en el último estribillo, tomo somero aire y un glorioso impulso: “Tal vez lloré o tal vez reí, tal vez gané o tal vez perdí Ahora se, que fui feliz. Que si llore, tambien ame Puedo seguir hasta el final… ¡A mi manera…!” Se puso más roja aun. La papada se contrajo y las venas se le marcaban como fideos en sopa de gallina— hablando de aves, gallos no faltaron en esta espontánea interpretación— Cerró los ojos y con la sonrisa tonta de siempre, agradecía al público inexistente, bajando la cabeza en señal de humildad ante su imaginaria fanaticada. Así se le desengancho del cabello uno de los bigudí que le quedó guindando en la cabeza como canelón en punta de tenedor. —Oye Mirta ¿qué pinga ‘e?— Grito un hombre desde adentro con engorro— esa canturía y comepinga. Tu sabes que aquí hay un macho que se rompe el lomo todas las madruga’. Déjame dormir. ¡Que recojone e’! — ¡Ey!— Lato contestó ella de inmediato manoteando y mirando al interior del apartamento— Primero, los cojones te los metes. ¡Que te rompes el lomo ni na’! Tú lo que te pasas es singando con la negra que les vende el café, a mí me pusieron esa beta, lo que pasa que me hago la loca, pero el que me haga la arrebata no significa que me falte cordura para saber la pega e’ tarros que me estás dando… Con la misma salió disparada para dentro y las voces se iban haciendo más opacas pero más violentas. Bernardo agarro la cubeta y atravesaba por la cocina cuando escuchaba los llamados de Filomena. — ¡Venancio! Me dejas aquí sentada entre mierda y mea’o. Claro, así parecerá muerte natural. ¿Verdad hijo de puta? —Aquí estoy doña mamá…mimi (es la cosa) — Dijo el joven tocando la puerta con una mano y con la otra derramando agua de la cubeta que con el apuro meneo de un lado a otro. Cuando la señora Filomena, entre maldiciones, le dijo que entrara, Bernardo no sabía si echarle el cubo de agua al inodoro o llamar a la morgue. Esa señora por dentro estaba mas muerta que viva, era esta la única justificación de la peste horrenda y nauseabunda allí. El chico buscaba aire puro, pero hacia donde dirigiera su nariz daba como resultado el mismo problema. La vetusta señora le obligó a alcanzar un mocho de jabón que había en el lavamanos, se inclinó y le exigió soltar un chorro de agua con el cual se lavó, sin secarse. La ayudo a ponerse de pie con los mismos quejidos que como la sentó en el inodoro. Con la misma le echó el resto del agua a todo aquello. Bernardo maldijo para si la hora en que lo trajeron al mundo. Se decía: “Esto va a cambiar, esto va a cambiar”. Fue por otra cubeta de agua y otra, en un intento por apagar aquello. En la terraza aún se escuchaba la pelea de la vecina cantora y el esposo vigilante: Bernardo dio un brinco debido al contundente portazo, amplificado por la acústica típica de los edificios. repitió esto último tres veces mientras lanzaba iracunda lo que tenía a mano. Bernardo acomodo a la vetusta señora en la cama, con exabruptos por parte de esta y esfuerzos físicos de parte de él. La cobijo, como le instruyó ella, hasta el ombligo. Según su teoría era desde este ecuador para abajo donde más frío sentía el cuerpo humano, por estar distante del corazón. —Venancio, no te hagas el chivo loco. Quiero mi puré de papa con mantequilla y el revoltillo…no te imagines que se me ha olvidado, mi estómago tiene buena memoria. El joven miró al techo cual si fuera el cielo, buscando algún tipo de clemencia. “Lo que hay es que coserte esas tripas” —pensó. —Ya se lo hago — ¿Qué mamaste un rabo? ¡Ay! Yo siempre lo he dicho, que tú le tiras peo a la pinga. — ¡Que se lo voy hacer!— gritó muy próximo a ella, como lo haría un vendedor de lotería. — ¡Ah! Está bien, está bien, no te alteres hijito mío. — sorprendió a Bernardo estas últimas palabras edulcoradas, era el primer embeleso que había sentido de su parte. Bernardo salió en busca de Valeria que se encontraba como personal de aduana, chequeando la parte media de la biblioteca. Abanicaba libro tras libro e intentando desacomodar lo menos posible. Tenía el corto cabello por detrás de las orejas y la frente sudada por la poca ventilación en esta zona última del apartamento carente de ventanas. Se veía hermosa, con los cachetes rojitos como nieta de santa Claus, y el genio de una niña frustrada. Simplezas que le vestían de una belleza incólume. Ella noto de soslayo la presencia de Bernardo recostado en el umbral de la puerta. Luego tiró a un lado el libro que acababa de abanicar. Se volcó de lleno a mirar al chico que la observaba deseoso como una chita al antílope. Ella quedó con la vista al suelo con mansedumbre. Suspiro y volvió a dirigir la mirada a Bernardo. Este se fue aproximando a ella hasta quedar frente a frente en aquella habitación calurosa y a media luz. El pedazo de vela se había apagado, aun humeante, pero se encendían testosterona y oxitócinas. Fuego cruzado de estrógenos y progesteronas bajo el estandarte de “Peor es nada” — ¿Qué?— preguntó él con toda la certeza del mundo y una sonrisa ladina. No la tocaba pero, como los animales, así se huele el sexo. —Nada— susurró ella tragando en seco— ¡Estoy muy estresada!— él se aproximó un paso más, con los labios de gollejos de mandarina peligrosamente cerca. No se tocaban. — ¡Tranquila!— musitó junto a su oído. Ella estaba lánguida. — ¡Esto nunca sucedió!— dijo cerrando los ojos como gata acariciada. Lascivos, entraron en un frenesí de besos desordenados y desesperados. Solo suspendieron aquel intercambio de labios en el instante de quitarse, apurados, él su pullovers azul, ella, la blusa negra que no escondía ningún sostén. Bernardo colaboró en quitarle el blue jean con huecos en la rodilla. Valeria intentó quitárselo a él, pero obtuvo oposición por parte del cinto, que sin dificultades el chico soluciono. Desnudos se abrazaron. Bernardo sentía temblores, ella cerró los ojos y sentía, solo sentía. — ¡Venancio…! ¡Venancio mal parido! Que tengo hambre. ¿Dónde está mi puré con mantequilla? Te fuiste y no me dejaste nada de comer. ¡La vas a pagar! ¡Desgraciado! ¡Venancio! Los despertó la oscilación de estos gritos que cada vez se hacían más grávidos. Habían quedado rendidos media hora después de tener sexo. Desnudos, ella en posición fetal de espaldas a él. Bernardo, estúpido y sonriente, boca arriba, con un brazo de almohada. — ¡Venancio, quiero mi maldito puré! Y también mis medicinas, acuérdate. ¿O quieres matarme? Mejor dame un tiro y sales de eso. ¡Abusador hijo de puta! Me toca la
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