Rubén Caballero estacionó su auto con cuidado y salió de él mirando que no se hubiese salido de los límites… y que el auto no estuviera rayado.
Era su primer auto, era nuevo, y era un regalo de su padre por haber sido premiado en su proyecto de fin de carrera en la universidad.
Su padre había alardeado de ello frente a sus amigos, y había insistido en hacerle una fiesta. Afortunadamente, entre su hermana y él lo habían convencido de lo contrario, y en vez de eso, le había dado un auto nuevo.
—Está bien, está perfecto –dijo alguien tras él, y Rubén se giró a mirarlo. Eran Andrés y Guillermo, dos de sus compañeros de clase. O más bien, ex compañeros de clase. Pronto se graduarían, y seguirían sus vidas por separado.
Aunque sospechaba que estos dos no querían que fuese así. Su padre, Álvaro Caballero, era el socio mayoritario y presidente del CBLR Holding Company, una empresa dedicada a la construcción, y que iba en alza desde los últimos veinte años. Ellos querían, muy seguramente, que se tuviera en cuenta su amistad para tener una oportunidad y entrar a trabajar allí. Lo que ellos no sabían era que, en lo referente a la empresa, su padre no se dejaba influenciar por este tipo de cosas, y si así fuera, la respuesta sería no. Álvaro había detestado a este par desde que los había conocido. Le había faltado muy poco para prohibirle a él juntarse con ellos, como si fuera un niño de quince, cuando ya tenía veintitrés.
Les sonrió y caminó hacia la entrada del edificio colgándose en el hombro los tubos de planos que siempre llevaba consigo.
—¿Vas de afán? –preguntó Andrés.
—Un poco –contestó Rubén—. Me retrasé por el tráfico y…
—Queríamos invitarte a una fiesta el otro fin de semana en casa de uno de los muchachos –dijo Guillermo sin perder tiempo y ubicándose a su lado, avanzando también.
—¿Una fiesta? –sonrió Rubén un poco inseguro.
—No te pongas así, es sólo la fiesta de graduación de Óscar.
—Ah… pero él no me invitó a mí.
—¿No?
—¿Y qué importa? –Dijo Andrés—. Todo el curso va a ir.
—Bueno…
—Ah, ya veo que vas a decir que no… otra vez. ¿Rubén, cuántos años tienes? ¿Eres un niño acaso? ¿En serio vas a terminar tu vida universitaria así?
—¿Así cómo?
—¡Sin divertirte!
—Mi vida universitaria no acaba aún –contestó Rubén sacudiendo su cabeza, y avanzó por el lobby del edificio hasta llegar al ascensor.
—Nos graduamos en un par de días, a mí me parece que el grado es el fin de la vida como estudiante.
—Pero yo seguiré estudiando –sonrió Rubén, como excusándose por ello.
—Ah… —Guillermo miró al techo disimulando que había blanqueado sus ojos.
Era insufrible, este chico era insufrible. Un auténtico hijo de papi y mami. Rico, bien vestido y peinado, nerd. Durante la mitad de la carrera lo había traído a clases el chofer de la familia, luego, el niño había venido en uno de los autos propiedad de los mismos, y ahora tenía el suyo propio. Siempre iba de punta en blanco; obtenía las mejores calificaciones, y los profesores no hacían sino lamerle las suelas, y tal vez el culo también.
Sin embargo, aquí estaban él y Andrés, lamiéndole las suelas también. Necesitaban urgentemente un lugar donde emplearse luego de graduarse, y hasta el momento, no habían obtenido propuestas de ningún lado. No quedaba más que pegarse a este ricachón a ver si había suerte. Pero hasta el momento, nada.
Lo habían invitado a fiestas, le habían presentado mujeres, habían intentado engatusarlo de una y mil maneras, y, si bien había cedido un poco, y en una ocasión hasta habían ido a estudiar a su casa (¡su villa! ¡Era una mansión!), no lo tenían aún donde querían.
—Aun así –siguió Andrés—, es el fin de la vida como estudiante de Óscar, y quiere celebrarlo. Si tú hicieras una fiesta así, querrías que tus compañeros celebraran contigo, ¿no?
—Ah, bueno…
—Y a propósito –intervino Guillermo apoyando su mano en su barbilla como si se estuviera acariciando la barba—. No nos has invitado a tu fiesta de graduación.
—Es que… es algo… familiar. No se invitó a nadie, prácticamente.
—Pero somos tus amigos, ¿no?
—Vaya, nos estás dejando por fuera –suspiró Andrés. Rubén se mordió un labio mirándolo.
—No importa. No somos de su círculo social, de todos modos.
—No es por eso…
—A nosotros nos corresponde ir a fiestas más comunes, como la de Óscar…
—No sean tontos –sonrió Rubén. Se rascó la cabeza. Su madre lo mataría por lo que iba a hacer, pero sintió que se quedaba sin opciones—. Vale, está bien. Están invitados.
—¡Yay!
—¿Debemos ir de traje? –Rubén apretó sus labios.
—Sí, me temo que sí.
—No importa.
—Llevaré regalo también, ¿eh?
—No, eso no es necesario.
—¿Y qué dices, vas a la de Óscar? –Rubén lo miró meditando seriamente en ello. Tal vez debía ceder un poco. Estaría en vacaciones, podía relajarse, tomárselo con calma, y ellos tenían razón al decir que poco se había mezclado con sus compañeros a lo largo de la carrera. Quizá era un poco tarde para empezar, pero tal vez cambiaba algo la impresión de niño elitista y esnob que se habían formado de él.
—¿Qué dices? –presionó Guillermo, había visto que el chico aflojaba.
—Bueno… no sé dónde es…
—Ah, de eso no te preocupes, te enviaremos la dirección por correo.
—No tienes que ir con traje y corbata –rio Guillermo—. Ropa casual estará bien.
—Vale…
—Tampoco es necesario que lleves regalo…
—De acuerdo… —Andrés y Guillermo se alejaron riendo aún, y Rubén suspiró. En el pasado había cometido esos errores, había ido con traje a una fiesta donde todos estaban en jean y camisetas, y llevado un regalo con moño incomodando así al anfitrión. Era cierto que le faltaba mucho mundo, y tal vez sus compañeros tenían razón cuando decían que era un hijo de papá. Pero así lo habían criado. ¿Tenía él la culpa de eso?
Ingresó al ascensor recordando que ya iba un poco retrasado, y mientras las puertas se cerraban, se miró a sí mismo revisando que todo estuviera en su lugar. Esta cita era importante.
—Estúpido engreído –murmuró Andrés en cuanto el ascensor hubo subido—. No lo soporto.
—Oye, ¿qué culpa tiene el niño de haber nacido en cuna de oro? –se burló Guillermo tomándolo del hombro para que le siguiera.
—Si no fuera porque de verdad quisiera entrar a trabajar en ese Holding… No hay otra manera de entrar más que lamiéndole las botas a ese estúpido.
—Esperemos que en esa fiesta afloje un poco más. Hay que pensar en un plan.
—Se me vienen unas cuantas ideas a la mente –rio Andrés, y siguieron el sendero que los llevaba a uno de los restaurantes del campus.
Rubén se detuvo en uno de los pasillos del cuarto piso cuando vio allí a Emilia Ospino. Quedó paralizado, y cuando ella se movió en dirección a él, se dio la vuelta dándole la espalda.
Ella dejó un halo de perfume de rosas al pasar, y él cerró los ojos disfrutándolo. Luego volvió a mirarla mientras hablaba con otra compañera acerca de las asignaturas que debía matricular para el próximo semestre.
Apoyó la cabeza en la pared que tenía al frente cuando quedó solo en el pasillo y apretó los dientes. Debía ser paciente, debía esperar, pero ¡qué difícil era!
Miró el lado por el que ella se había ido esperando que todo lo que en él se había agitado volviera a la calma.
Conocía a Emilia desde el día en que había entrado a la universidad. Ella se había matriculado en una asignatura optativa y habían coincidido allí.
No era un enamoradizo, y la universidad estaba llena de chicas hermosas, pero había algo en ella que simplemente fue atrayéndolo hasta que quedó allí, atrapado en esa red. Pero cuando se decidió a acercársele y decirle lo que sentía, la escuchó rechazar a otro chico.
—No es personal –había dicho ella—. Eres guapo y me caes bien, pero no estoy pensando ahora mismo en el amor, ni nada de esas cosas. Estoy concentrada en mis estudios, eso es lo más importante para mí.
—Pero me gustas –había insistido el chico—. Tal vez podría hacerte cambiar de opinión cuando veas cuánto me gustas de veras.
—Por favor no insistas. Tengo un objetivo claro en la vida, y no es el amor o el matrimonio. Un novio sería una distracción innecesaria ahora mismo.
—¡Podría hacer que te enamores de mí!
—No, no podrás… sólo conseguirás que me enfade—. Pero ya parecía enfadada, sonrió Rubén entonces, compadeciéndose del chico que estaba siendo rechazado tan tajantemente.
Si se le acercaba ahora, no conseguiría sino entrar a su lista negra. Había comprendido que debía esperar si quería una oportunidad, pero no se resignaba a quedarse completamente cruzado de brazos; ella era la primera mujer que de verdad le había gustado así tan seriamente en toda su vida, así que, silenciosamente, estaba intentando meterse en su mente.
Respiró profundo sacudiendo un poco esos pensamientos, y se encaminó a la oficina del decano que lo esperaba. Debían hablar del posgrado que empezaría dentro de poco.