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—Es decir —dijo el profesor de Composición Arquitectónica mirando su reloj—, que este hombre cada vez que construye un edificio, piensa en él como en un organismo viviente, así como el ser humano. Si se sostiene por sí mismo, es porque está bien hecho… —Miró a todos sus estudiantes y recogiendo sus apuntes agregó: —Eso es todo por hoy, chicos. Nos vemos la próxima semana.
Emilia suspiró con una sonrisa dibujada en el rostro. Amaba esta carrera que había elegido. ¡Le encantaba Arquitectura! Era un arte tal y como había pensado desde que era niña. Recogió también sus apuntes; libros, lápices y los metió uno a uno en su mochila.
No era una mochila de última moda, como las de sus compañeras, ni siquiera de la moda pasada; era la misma desde el bachillerato. Sus padres ya estaban haciendo un enorme esfuerzo al pagarle esta universidad carísima, pero ella les estaba retribuyendo con buenas notas, y enamorándose cada vez más de su carrera. Quería construir edificios, casas, calles, parques; quería hacer cosas bonitas que el hombre pudiera habitar.
—¡Emi! –la llamó Telma. Emilia se giró al escuchar la voz de su mejor amiga. Telma llegó a ella un poco agitada, con libros en las manos y su cabello n***o y rizado algo alborotado, como siempre—. ¡Caminas muy rápido! –le reclamó.
—Lo siento, no sabía que estarías por aquí; tu facultad queda al otro lado del campus, ¿no? –Telma hizo un bufido poco femenino.
—Salimos más temprano de lo normal. El profesor abandonó la clase porque “su primer hijo está naciendo”—. Emilia sonrió. Telma lo había dicho como si en vez, su profesor se hubiese ido a tomar una cerveza con sus amigos.
—¡Qué desconsiderado! –rio Emilia, y se encaminaron juntas a una de las cafeterías.
—¿Estás libre? –le preguntó Telma mientras avanzaban. Emilia miró su reloj.
—En unos minutos empezará mi próxima clase –contestó mientras se sentaban en una de las mesas y Emilia sacó uno de sus libros para hojearlo.
—No te pongas a estudiar –le reprochó Telma al verla—. Estoy frente a ti y busco conversación.
—Pero tengo que hacerlo. Los exámenes son en un par de semanas…
—Vamos… ¡por una vez! ¿Qué es eso? –señaló Telma. Emilia miró a donde apuntaba su amiga, y vio una hoja en el interior del libro que tenía en la mano y que se había salido un poco.
Suspiró al ver de qué se trataba. Era un dibujo a lápiz. Un dibujo de rosas; rosas por todos lados, en diferentes ángulos, en carboncillo n***o y siempre traían las mismas palabras: PARA EMILIA.
—Emi, ¡es hermoso! –Exclamó Telma—. ¿Tienes un admirador?
—Un acosador, diría yo –suspiró Emilia echándose atrás el flequillo de su castaño cabello—. Esta es la quinta vez que recibo un dibujo como este.
—Pero es hermoso. De verdad, Emi. ¿No sabes quién te las envía?
—No –respondió Emilia haciendo una mueca—. Nunca tienen remitente, aparecen entre mis libros y nunca nadie ve quién la metió allí. Ya hasta me avergüenza hacer el interrogatorio cuando aparece; no hacen sino reírse porque tengo un admirador secreto.
—¿Y por qué se ríen?
—Tener un admirador secreto está pasado de moda –rio Emilia. Telma miró a su amiga con ojos entrecerrados. Ciertamente, tener admiradores secretos no era lo que regía hoy en día; si alguien te gustaba, ibas y se lo decías, y esta norma aplicaba para ambos sexos. En la universidad era muy fácil dejarse llevar en cuanto a romances se refería, ella misma había tenido ya un par de novios, unos más ansiosos que otros por llevarla a la cama. Era sólo que Emilia parecía ser de otro planeta.
Sabía de primera mano que un chico se le había acercado hacía poco, pero ella lo rechazó diciéndole que simplemente estaba concentrada en sus estudios y no quería distracciones. Un novio sería una distracción innecesaria, y al oír eso, el chico dio la media vuelta bastante decepcionado por la respuesta.
Y Emilia no había recibido más propuestas.
No era fea, pero tampoco era de las que destacaba entre las demás mujeres. Era… “normal”. Tenía ojos café como la gran mayoría de los pobladores del mundo, era delgada y de buenas formas, aunque más bien bajita. Su cabello era castaño, abundante y largo, eso sí era hermoso de ver.
—Me estás mirando raro, Telma –murmuró Emilia sin levantar la vista del dibujo de rosas.
—Sólo busco los atractivos que pudo ver en ti tu acosador secreto –Emilia se echó a reír.
Emilia era su amiga desde la infancia, vivían en la misma ciudad y en el mismo barrio, habían estudiado en la misma escuela, y juntas se habían propuesto ser profesionales. Ambas estaban sacando su sueño adelante. Con mucho esfuerzo, pero lo estaban consiguiendo. Estaban ya en su segundo año universitario, y si bien era cierto que se veían muy poco, seguían siendo amigas.
Se enredó entre los dedos uno de sus rizos pensando en que Emilia no era muy afortunada al tener un admirador secreto, porque, ¿de qué le servía a una mujer tener uno? ¿No era mejor que se declarase y así saber si tenía oportunidad o no? Tal vez el chico era extremadamente feo, o era muy tímido, o era de esos que se consideraba inadecuado, con la autoestima por el suelo. ¿Quién sabe?
Aunque, dudaba que, si el pobre se declaraba, tuviera una oportunidad; para Emilia Ospino lo primero ahora mismo era su carrera, lo segundo su carrera, y lo tercero su carrera. Estaba empeñada en ser una gran arquitecta, y sacar su familia adelante.
Era admirable, ella era de las pocas que en verdad había entrado a una universidad privada para estudiar, y no para buscar novio o marido rico.
La vio pasar el dedo por una de las rosas, y luego mirarse la yema. Ésta estaba limpia, lo cual indicaba que el pintor de las rosas había tenido el cuidado de aplicarle fijador para que no manchase todo alrededor, ni se dañara el dibujo.
—Pero no cabe duda de que sea quien sea, sabe dibujar —comentó Telma—. A lo mejor es de tu carrera.
—Sí, tal vez, pero no lo he podido descubrir.
—Si analizas los momentos en que descubres el dibujo, tal vez puedas hacerte a una idea de quién es…
—No he podido establecer un patrón hasta ahora, a veces descubro el dibujo cuando ya estoy en casa.
—Mmmm… ¿estás asustada? –le preguntó Telma, y Emilia se quedó mirando el dibujo. Las rosas en esta ocasión parecían más bien la fotografía tomada desde arriba de un rosal. Detrás de ellas se advertían las hojas dentadas y los espinos. Sin embargo, las rosas en sí eran de una precisión inquietante. No había problemas de perspectiva, ni de proporción. Eran preciosas.
¿Podría ella sentir miedo de alguien que era capaz de hacer algo tan hermoso como esto?
Sonrió.
No había encontrado un patrón en las entregas, pero sí había descubierto uno en los dibujos; las rosas iban aumentando en número cada vez que recibía una, y este que tenía en las manos tenía cinco rosas, unas abiertas, otras aún en c*****o. Alguien le estaba enviando un mensaje, y ella no era capaz de descifrarlo.
—No, no estoy asustada –dijo con una media sonrisa—. Tengo el presentimiento de que pronto sabré quién me las envía.