LAS CARRERAS DE AUTOS EN LA SANGRE

1261 Palabras
**MANUEL** El amanecer se filtró a través de las cortinas como una traición silenciosa, pero no fue la luz lo que me arrancó del sueño. Fue el rugido que me taladró los oídos, no el ronroneo familiar de mi Aston Martin en el garaje de abajo, sino algo más primitivo, más salvaje: la urgencia que se despertó como una bestia hambrienta en las profundidades de mi cabeza. —Manuel, te buscan en la pista. —La voz cortó el aire matutino como una navaja, arrancándome de los últimos vestigios del sueño. Mi mano se movió instintivamente hacia el teléfono, ya sabiendo que esta llamada cambiaría todo. —¿Quién? —pregunté, aunque las palabras salieron con la sequedad de quien ya conoce la respuesta, de quien ha estado esperando este momento durante meses, tal vez años. —Sergio Navarro. —El nombre me golpeó como un martillo sobre acero al rojo vivo—. Sergio Navarro. Veinticinco años, cabello dorado como el sol de Mónaco, una sonrisa de revista que había conquistado patrocinadores desde Barcelona hasta Silverstone. El chico dorado del automovilismo europeo, con más victorias en su corta carrera de las que algunos pilotos consiguen en toda una vida. —Ah, ese Sergio... Pero yo sabía algo que sus trofeos no podían contar: que detrás de esa sonrisa perfecta se escondía un hambre feroz por las carreras clandestinas, la misma que reconocía en mí cada mañana al mirarme en el espejo. La diferencia era que él todavía creía que podía saciarla fácilmente. Yo ya sabía que era insaciable. Me incorporé en la cama, sintiendo cómo la adrenalina se derramaba por mis venas como combustible de alto octanaje. Mis pies tocaron el suelo frío de mármol y cada fibra de mi ser se activó. Esto era más que una carrera; era el momento que había estado esperando sin saberlo. La ducha fue breve pero necesaria. El agua fría contra mi piel fue como el primer contacto con la realidad de lo que se avecinaba. Mientras me vestía, cada prenda se convirtió en parte de un ritual sagrado que había perfeccionado a lo largo de quince años de carreras. —Dónde demonios puse mi traje de piloto. ¿Aquí estás, te querías esconder de mí? Primero, la camiseta interior, esa segunda piel que me acompañaba en cada batalla. Luego, el mono de carreras: no era solo tela ignífuga y logotipos de patrocinadores, era mi uniforme de guerra, cada costura, una línea de defensa entre mi carne y el infierno de velocidad que estaba por desatarse. Los guantes llegaron después. Cuero italiano, curtido hasta alcanzar la perfección, moldeado por miles de horas, aferrado al volante. Se deslizaron sobre mis manos como una segunda naturaleza, y al cerrar los puños, pude sentir la memoria muscular despertándose. Finalmente, el casco. Mi corona de gladiador moderno, pintado en n***o mate con una línea dorada que corría desde la frente hasta la nuca. Dentro del casco había silencio, concentración pura, el espacio sagrado donde nacían las decisiones que separaban la gloria de la catástrofe. Al salir de casa, el rugido del motor de mi coche de calle me recibió como un presagio. Pero sabía que este sonido era solo un susurro comparado con la sinfonía de potencia que me esperaba en la pista. Al salir de mi dormitorio miro a Camila con una de sus amigas, esas mujeres no cansan. —Hermano, vas a correr otra vez —dijo ella, cruzando los brazos con esa mirada de desaprobación que era un calco de la de mamá—. ¿Sabes que a ella no le gusta? Me detuve, la mano en la puerta del coche, pero sin girar por completo. La miré de reojo. —Es mejor que te mantengas callada, a menos que quieras que le diga que ya tienes novio. Sus ojos se abrieron, redondos como platos, como si hubiera lanzado una granada. —¿Cómo te enteraste? —Tengo mis medios —respondí, con una sonrisa ladeada, esa que usaba para molestarla sin esfuerzo. —Manuel, no quiero discutir. Solo quería invitarte a mi cumpleaños —dijo con la voz más suave, un intento de ablandarme. —Lo siento, pero, como ves, estoy ocupado —me giré hacia el coche, ajustándome los guantes—. Ya sabes, hermana, a veces el silencio es oro. —Eres insoportable —murmuró entre dientes, pero lo suficientemente alto para que lo escuchara. Me detuve un instante. No por arrepentimiento, sino por un reflejo. A pesar de los juegos de siempre, ella era mi hermana. Me importaba, aunque nunca lo dijera en voz alta. —Y tú eres una dramática —le devolví, con una mirada rápida—. Pero feliz cumpleaños, por si no te veo. Ella me miró con esa mezcla única de rabia y cariño que solo los hermanos pueden sentir. Se fue sin decir nada más, dejando el eco de su voz en mi cabeza, como el zumbido persistente de un motor que nunca se apaga. El rugido de mi coche me devolvió a la realidad, recordándome que la pista me esperaba. Me deslicé dentro de mi coche y el mundo cambió instantáneamente. El McLaren 720S había sido modificado hasta convertirse en algo más que una máquina: era una extensión de mi voluntad, cada componente sincronizado con los latidos de mi corazón. El rugido del motor al encenderse fue como el despertar de un dragón milenario. Sentí cómo la vibración se extendía desde el chasis hasta mis huesos, recordándome por qué había nacido para esto. Mis manos se cerraron sobre el volante, el cuero curtido, familiar y extraño a la vez, como encontrarse con un viejo amigo después de una larga ausencia. El panel de instrumentos se iluminó como el altar de un templo tecnológico: temperatura del motor óptima, presión de llantas perfectas, sistemas de telemetría transmitiendo cada latido del corazón mecánico que rugía bajo el capó. Alrededor de la pista, las cámaras se multiplicaban como ojos hambrientos. Los flashes disparaban ráfagas de luz que convertían cada momento en una postal de la eternidad. Pero yo ya no veía nada de eso. Mi mundo se había reducido a una sola cosa: los 3.2 kilómetros de asfalto que me separaban de la gloria o la humillación. —Llegaste. Pensé que no vendrías —dijo ella, con ese tono que oscilaba entre el alivio de verme y el reproche de mi tardanza. —Me avisaron muy tarde —respondí, mientras me ajustaba la chaqueta—. Y ya sabes que arreglarme no es precisamente mi talento oculto. Ella sonrió, un gesto que parecía borrar todas sus preocupaciones. —Lo importante es que estás aquí. Él ya llegó. Me giré, siguiendo su mirada, y entonces lo vi. Sergio Navarro. Alto, con una confianza silenciosa. Traje impecable, una sonrisa calculada y la mirada de alguien que está acostumbrado a ser el centro de atención. No era solo un corredor; era una figura, una presencia imponente. Pero no fue su porte lo que me sacudió. Su apellido. Navarro. Ese apellido resonó en mi mente como una alarma. Yo conocía a una familia Navarro, una de esas con historia, poder y secretos. Si era la misma, su aparición no podía ser una coincidencia. Me quedé observándolo, analizando cada gesto, cada palabra que intercambiaba con los demás. Él aún no me había visto, pero yo ya estaba en alerta. Si ese apellido significaba lo que yo creía, esta noche no sería solo una fiesta. Sería el inicio de algo mucho más grande, algo que podría cambiar todas las reglas del juego.
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